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Lo hizo la noche del 3 de mayo de 1991. En la bañera. Después de tragarse un bote de pastillas, el escritor se puso una bolsa en la cabeza, la ciñó al cuello, y confió en que llegara ese adormecimiento irreversible con el que tantas veces había fantaseado. Estaba cansado, lo esperaba la eternidad, dejó escrito en una nota. Desde hace décadas, una pregunta acompaña a su nombre: ¿Cuánta verdad hay en Jerzy Kosinski?
Nació el 1933 en Łódź, Polonia, como Józef Lewinkopf, miembro de una familia de judíos acomodados. En 1957, con veinticuatro años, emigró a Estados Unidos. Allí escribió ocho novelas y dos libros de no ficción, estos dos primeros bajo pseudónimo, obra rechazada en su país de origen, donde se le consideró un anticomunista entusiasta desde su juventud, cuando Polonia fue liberada del nazismo y se instauró un sistema socialista.
"Para un adolescente excepcionalmente egocéntrico e individualista, que había pasado la infancia en una jaula imaginaria, el marxismo debía de parecerle un mundo que retrocedía", escribe el profesor James Park Sloan en su libro Jerzy Kosinski: a biography.
Tenía el pelo negro y frondoso, frente amplia, nariz sobresaliente y una mirada oscura, difícil de desentrañar. Era flaco e inconsistente, recordaba a un payaso. Entre sus aficiones se contaban el esquí y la fotografía, un arte que desarrolló con notable manejo. Cuentan que escribía en pijama y dormía de día. Apenas le rozaba la luz del sol.
Su vida pública como escritor comenzó en 1965. Ese año, casi al mismo tiempo que conseguía la nacionalidad estadounidense, publicó The painted bird. El título se debe a una escena profética: un campesino tiñe a un pájaro con tinta roja y lo echa a volar para que otros pájaros, creyéndolo de una especie distinta, lo maten.
En esta novela fundacional, el autor narra en primera persona las vivencias de un niño judío, moreno, que durante la ocupación nazi se esconde en diversas chozas de una aldea haciéndose pasar por católico. Un niño que es el alter ego del mismo autor, a quien sus padres escondieron con seis años en las profundidades del campo hasta que acabó la guerra y recolocaron a la familia en el nuevo país comunista.
A lo largo del libro, el pequeño es maltratado y agredido sexualmente por hombres y mujeres salvajes y supersticiosos. Lo cuelgan de las vigas del techo durante días, presencia el arrancamiento del pene de un hombre delante de su esposa, o cómo un grupo de mujeres despedazan a otra. Incesto, violaciones, zoofilia. A medida que avanza la historia, y pese a la voluntad de darle un trasfondo reflexivo sólido, parece que Kosinski navega por las capas superficiales de la violencia, abocando al lector a una repetición de actos de crueldad primitiva que limita la emocionalidad de la obra. Su crudeza, de hecho, desencadenó el escepticismo de parte de los críticos occidentales, y algunos de ellos acusaron al autor de exagerar las calamidades de la guerra.
Tal y como le ocurre al niño de su historia, Kosinski se quedó mudo durante seis años a causa del trauma. O eso es lo que él contaba a todo aquel dispuesto a escucharle. Con los años, la versión sobre este extremo, como ocurrirá con tantos otros relatos sobre su pasado, irá variando según quien sea su interlocutor.
Mientras en Estados Unidos la novela se movía entre el elogio devoto y la sospecha, en Polonia era prohibida, al considerarse que atentaba contra el pueblo polaco, especialmente por el relato que había hecho del mundo rural antes y después de la derrota alemana. El propio Kosinski, en el prólogo a una edición de 1976, afirma que un grupo de hombres entró en su casa para matarlo a raíz del malestar generado. También asegura que algunos diarios de Europa oriental decían que el libro era un encargo del Gobierno norteamericano.
"A la inversa, los periódicos antisoviéticos destacaban la simpatía con la que, según decían, había pintado a los soldados rusos", añade el escritor como contrapunto.
En sus siguientes novelas, mantuvo la inclinación hacia lo perverso, así como el gusto por fantasear con violaciones y tipos más sutiles de dominación mientras iba refinando los rasgos psicológicos de sus personajes, muchos de los cuales tienen varias identidades. John Leonard, periodista de The New York Times, dijo sobre Blind Date: "Cuando aprenda a respetar a las mujeres en la ficción, será un gran novelista. (...) Las mujeres en sus libros son víctimas agradecidas".
No todo el mundo, sin embargo, fue tan implacable en su juicio, y su libro Steps, una serie de relatos y microhistorias de lenguaje simple y preciso, algunas de ellas particularmente macabras, lo consagraron como un gran escritor que ganaría el National Book Award en 1969 y se convertiría en un bestseller.
Fuera de sus páginas, la vida de Kosinski no era menos compleja. Era infiel a su segunda mujer, Kiki von Frauenhofer, una aristócrata que le abrió las puertas del mundillo artístico de Nueva York y le hizo las veces de copiadora y secretaria. Junto a ella generaba un efecto magnético allí por donde iba, y con ella acabó sus días, pero hoy no está claro que la amase, al menos no en un sentido romántico. Kiki era alguien con quien se acabaría casando "para pagarle por veinticinco años de devoción ilimitada", afirma Park Sloan. "Mantenía su vida en orden".
Tuvo varias relaciones paralelas de cierta continuidad. Sobre la aventura con una de sus amantes, Park Sloan escribe algo revelador: "La intimidad era su mayor temor, y si se había deslizado hacia ella con Jean como nunca antes, tenía que responder con una reacción igual y opuesta", por lo que robó su diario y sus cartas eliminando las pruebas de sus sentimientos revelados. Más tarde, volverá a vivir un affaire que, esta vez sí, estará cerca de acabar con su relación oficial.
En aquella época, solía deslizarse por la ciudad subterránea: le atraía la sensualidad sórdida de los tugurios, arriesgarse a que le pasase algo imprevisto. También las visitas a los peep-shows. Tenía predilección por el disfraz y las bromas imprudentes, y una intermitente tendencia a buscar relaciones sadomasoquistas.
"Una le escucha con dudas cuando describe sus aventuras. Hay cosas más perversas que le gustaría hacer, asesinatos que le gustaría cometer, pero limita estos excesos a sus novelas", escribió la periodista Barbara Gelb en un artículo en The New York Times, poco antes de recoger estas palabras del escritor: "Por las noches me siento psíquicamente seguro porque sé cómo cuidarme".
Del rumor al artículo que selló su carrera
Al mismo tiempo que construía su edificio literario, Kosinski daba clases y conferencias en Princeton y Yale, formaba parte del PEN, e incluso era tanteado por la CIA. Era conocido por su elocuencia, su destreza oratoria y su gusto por los salones, y no tardó en ganarse la admiración de actores como Warren Beatty, los cineastas Louis Malle y Roman Polanski, y primeras filas políticas como Kissinger. Llegó a hacer una película con Peter Sellers, una adaptación de Being There que fue nominada a los Globos de Oro y a los Óscar.
Tenía aquello que más deseaba y que no se molestaba en ocultar: la sensación de poder, de estar presente en la vida de los otros, especialmente de la élite. Y sin embargo, cuanto más lo miraban, más frágil parecía volverse la idea que tenía de sí mismo. Pronto comenzó a agotar a su público con sus bromas y anécdotas, por lo que solía ir cambiando de amistades. "Llevaba su papel de bufón a otra corte más", apunta Park Sloan.
A principios de los años ochenta, tras la publicación de The Devil's Tree, las críticas a sus libros se hicieron más duras, destacándose un "sadismo vacío" o la influencia del lenguaje periodístico de masas. En paralelo, emergieron viejas preguntas, hasta el momento discretas e inconsistentes, sobre la honestidad de su obra.
"Hubo un rumor de rumores", escribe Park Sloan, pero el punto de no retorno llegó en junio de 1982, cuando dos periodistas publicaron un artículo en Village Voice en el que esbozaron a Kosinski como un impostor. Hoy, hay quien considera que su anticomunismo, y su tendencia a fantasear con los ricos, alimentaron las suspicacias de sus colegas en un ecosistema intelectual cada vez más inclinado a la izquierda, si es que se le puede llamar así. El propio Kosinski achacó razones políticas al conflicto, e intentó por todos los medios que sus influyentes amigos lo defendieran.
A partir del artículo se bifurcan diversas acusaciones que se entrelazan unas con otras. Por un lado, dijeron que había vendido como propias experiencias que no eran suyas. "Siempre rechazó negar que él era el protagonista de El pájaro pintado", afirma Park Sloan. Hoy en día, con la creciente popularidad de la autoficción, esa ambigüedad quizá no sería un gran problema. En aquel entonces, sin embargo, hubo quien se sintió estafado.. También lo acusaron de haber necesitado asistentes para escribir en inglés y de no haberlos reconocido ni citado en ningún sitio. Y para rematar, se afirmó que había copiado algunas ideas de obras en polaco que no estaban al alcance del público americano.
La acusación de la asistencia editorial tuvo más recorrido que las otras. "Ni una sola coma no es mía" fue la frase que sentenció a Kosinski.
Lo cierto es que el autor tenía voluntad de estilo, pero necesitaba manos extra para refinarlo. Comenzó a escribir en inglés porque era una lengua con la que "podía escribir desapasionadamente", pero pronto se reveló que tenía dificultades para que la obra sonase bien. Eso fue lo que algunos críticos explotaron entre los rumores que desgastaron su reputación: costaba creer que él hubiese escrito The painted bird. En el mejor de los casos, el libro sería una traducción del polaco.
Editores como Wayne Lawson, de Vanity Fair, recientemente han intentado matizar esta cuestión. En 1980, Lawson trabajó unos meses con Kosinski, y si bien reconoce que el escritor necesitaba ayuda, su trabajo nunca cruzó la frontera de lo que se esperaba de él: una edición. En esta línea, Park Sloan señala: "De los editores mencionados en el artículo de Voice todos menos uno salieron en defensa de Kosinski". Una decena. No importó.
Desde entonces, siempre temió que se expandiera el murmullo. En la última década de su vida, se dedicó a huir de esa sombra, sin encontrar refugio dentro de sí mismo. El aislamiento íntimo en el que había vivido condicionaba todas las conexiones que establecía con la realidad. Se volvió vigilante, paranoico. Estaba convencido de que alguien entraba en su casa y movía los objetos del sitio original. "Mi memoria, rota y desigual, era como una vieja calle adoquinada", había escrito años atrás en Steps.
Fue en esa época cuando escribió The Hermit of 69th Street, una novela llena de notas a pie de página, una especie de interrogatorio en el que aborda la reconciliación entre su identidad judía y su parte polaca. También aprovecha para colar argumentos más o menos explícitos a favor de su inocencia moral. Su aspiración era ser comparado con Balzac, quien usó correctores para perfilar su obra. Pero Balzac mentía por afición, así que tampoco era la mejor referencia. El libro recibió vagos halagos y grandes silencios, algo que no debió de contribuir a energizar a su creador.
A la obsesión que mantenía consigo mismo, se le sumó la degradación física, fruto de la edad y los nervios, en forma de arritmias y dolores indefinidos. Además, comenzó a beber. Ron con Coca Cola, para ser más precisos. En casos como este, aparece la tentación de lanzar algún psicologismo absoluto que explique todo aquello difícil de entender desde fuera, aquello que vibra en su escritura. Varios años antes de la gran polémica, Jerzy Kosinski dejaba escrito: "¿Acaso es posible mantener más prisionera la imaginación que al niño?".
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