El presidente del Gobierno acudió a la sede nacional del PSOE, en la calle Ferraz, para insuflar ánimos a sus decaídas tropas. Pedro Sánchez dio el pistoletazo de salida oficial al año y medio electoral que se avecina, con sus autonómicas y municipales la próxima primavera y las generales, a finales de 2023.
Antes de intervenir ante el comité federal de su partido, el secretario general ya había asesinado -políticamente hablando- a quienes tenía que asesinar para dar una vuelta a una formación angustiada por las encuestas, que no solo dan a la derecha ganadora de todos comicios que vienen, sino que, a tenor de ellas, todo apunta a que el recambio de Pablo Casado por Alberto Núñez Feijóo se está comiendo a Vox y podría haber en La Moncloa un efecto Andalucía que diera al gallego la mayoría absoluta para gobernar sin apoyos, como a Juanma Moreno en el sur. Torres más altas han caído en estos tiempos convulsos, ahí tienen a Mario Draghi en Italia.
Consciente de lo que se juega, Sánchez ha emprendido un nuevo rumbo en otro de los giros a los que nos tiene acostumbradas en estos cinco años, aunque una mantenga siempre la capacidad de sorprenderse y encontrar novedades en las estrategias. Dicen los decanos de la tal que la política es el más ingrato de los oficios y que pobre de ti si crees que algún jefazo de la profesión va a tener piedad si considera que cambiándote de puesto o echándote directamente le va a ir mejor. Sonados son los casos de expulsión de José María Aznar a Miguel Ángel Rodríguez como secretario de Estado de Comunicación y hombre al que debía todo su éxito electoral; de José Luis Rodríguez Zapatero a Jesús Caldera, exministro de Trabajo, o a Miguel Ángel Moratinos, extitular de Exteriores, o el de Mariano Rajoy a Alberto Ruiz-Gallardón, que abandonó el Ministerio de Justicia tras haber obedecido a su jefe para endurecer la ley del aborto contra viento y marea, pero que se quedó más solo que la una cuando Rajoy vio que aquello le iba a complicar mucho la vida con el feminismo en las calles y esas caralladas.
Sánchez, solo con Santos Cerdán como superviviente influyente de los fieles que transitaron con él el duro camino (sic) de derrota a Susana Díaz contra el aparato y "la autoridad soy yo", se presentó ante el auditorio de Ferraz con un discurso socialdemócrata del bueno, como el que le sirvió para ganar a la exbaronesa andaluza la Secretaría General del PSOE: justicia social, redistribución con impuestos a banca y energéticas, ayudas sociales y revoluciones feminista y ecologista, estas dos que, en realidad, son la misma.
La mejor versión de Pedro Sánchez, la que gusta a sus bases y a la izquierda en general, es la del malo de las películas que se monta la derecha: la que le aleja de los poderes fácticos, incluido el Estado profundo y sus medios, y le acerca a más gente de la calle, animado, además, por una indiscutible superioridad sobre su principal adversario, el líder del PP: su conocimiento del ámbito internacional, donde se mueve probablemente más cómodo que en casa. El presidente del Gobierno presentó una España que tiene los medios y se dispone a convertirse en potencia estratégica del cambio energético en Europa y en la lucha contra el cambio climático, lo cual, a su vez, generaría un modelo productivo alternativo o complementario al turismo.
Este discurso mola mucho más que el de Marruecos o la OTAN, qué duda cabe, y por eso seguramente, Sánchez evitó referirse a ambas y espinosas cuestiones. Lástima que la defensa de los derechos humanos no funcione por parcelas estancas o por territorios aislados (contra la dictadura rusa, sí, pero contra la saudí o la marroquí, no), sino que en el mundo en que vivimos, todo está estrechamente conectado, para bien y para mal, y no solo porque si sigue ardiendo España, vamos a acabar convertidos en un territorio desértico similar al Sáhara. Cuidado con desinflar expectativas y ojo con las contradicciones sangrantes (sic).
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