Sintiéndolo poco, no voy a ver el documental de Fernando León sobre Joaquín Sabina, entre otras cosas porque llevo esquivando a Sabina más o menos desde la adolescencia, cuando me saltaba sus canciones en el disco de La Mandrágora porque prefería con mucho el cachondeo metódico de Javier Krahe y la voz gangosa de Alberto Pérez, que al menos sabía cantar, aunque fuese por la nariz. Había momentos, entre Sabina, Ana Belén, Victor Manuel, Alaska, Ramoncín y Loquillo -por citar sólo unos pocos-, que daban ganas de irse del país o de pegarse un tiro en una oreja y quedarse sordo para siempre.
Cada vez que salía un disco de Sabina yo hacía todo lo posible por no oírlo, cosa bastante difícil porque las emisoras, los bares, las tabernas, los vecinos y los taxis tenían predilección por sus horripilantes ripios, su voz de serrucho y su sensiblería de piedra pómez. Una madrugada a finales de los noventa me ligué a una rubia muy maja, me senté en su coche, puso a Sabina en el radiocasete, me dijo que era su músico favorito y en ese mismo momento le pedí que parase para cruzar a pie medio Madrid y regresar a casa. Porque si llego a coger un taxi y vuelvo a oír lo de "Y nos dieron las diez", lo mismo salgo al día siguiente en los periódicos.
Digo todo esto para advertir que no soy en absoluto uno de esos fans rabiosos por esas declaraciones de Sabina en las que advierte que ya no es tan de izquierdas como antes, porque tiene ojos y oídos para ver lo que está pasando. Ojos no sé, pero cualquiera que tenga oídos sabe que Sabina, ese Bob Dylan del Ahorramás, lleva desafinando desde el día en que empezó a berrear. Tampoco creo que se trate de un problema de farlopa, de exceso de farlopa o de ausencia de farlopa, lo que le ha llevado a un cambio de rumbo ideológico que, al fin y al cabo, tampoco es que sea un volantazo. Fue a Krahe, no a Sabina, a quien vetó el PSOE en 1986 después de atreverse a cantar "Cuervo ingenuo", la canción en la que se mofaba de la bajada de pantalones de Felipe González con la OTAN. A Winston Churchill le adjudicaron, erróneamente, esa estupidez de quien no es de izquierdas a los veinte años no tiene corazón y quien no es de derechas a los cuarenta no tiene cabeza. A Winston Churchill, que no fue de izquierdas en su puta vida.
Ahora, tantos años después, tras la birra y los canutos, resulta que Sabina ha ido a desembocar al mismo chalet con piscina que Alaska, Loquillo, incluso que Raphael, algo que debería hacer reflexionar profundamente a los fans de unos y de otros. Eso de "Díos los cría y ellos se juntan" es un refrán que puede esperar el tiempo que haga falta, pero que al final se cumple. Con una deuda con Hacienda de dos millones y medio de euros -tres empresas a través de las que gestionaba sus derechos de autor, inmuebles y diversas propiedades, y con las que Sabina dice que no tiene nada que ver- se entiende que uno se vaya quitando del vicio de la izquierda exquisita para posicionarse en la derecha pura y dura. Al final el bombín no era de adorno, es sólo que rima con Joaquín, qué cosas.
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