Este artículo se enmarca dentro del debate 'España Inacabada', promovido por la Fundación Espacio Público.
Decía Arizmendiarrieta, pionero del cooperativismo de Mondragón, que una cooperativa no era sólo una estructura societaria; hacían falta también trabajadores con una cultura de la cooperación. Intuyo que, en España, hay gente que entiende el federalismo como una receta, pero no como un instrumento de diagnóstico, no como una forma de acercamiento al problema territorial y al problema nacional.
En España, muchas personas que se definen de izquierdas se reivindican también federalistas. ¿Lo son? Quizá, por exclusión: porque no se sienten identificadas con la España uniforme que subyace al imaginario de la derecha, del nacionalismo español; ni tampoco con su antagónico independentista que plantean los nacionalismos periféricos. Lo conciben como un tertium genus a medio camino entre ambos.
En mi humilde opinión, un federalismo constructivo y no meramente reactivo requiere, además, una cultura federal, una actitud, una forma de aproximación al problema territorial, de naturaleza laica y alejada del dogma del Estado-nación; alejada de las dos versiones del mismo dogma, tanto de la versión del Estado-nación de la revolución francesa, que pretende que todos los territorios y personas dentro de una fronteras preexistentes, que eran titularidad de un soberano, se convierten espontáneamente en nación uniforme, como de la versión del nacionalismo romántico alemán, que reivindicaba la existencia de la nación uniforme previa al Estado y la necesidad de convertir a esa nación en Estado para garantizar su supervivencia.
Porque, si entendemos el federalismo exclusivamente como receta o "solución", estamos empezando la casa por el tejado. El federalismo, como sucede con el ecologismo o el feminismo, son sólo palabras para quien no está dispuesto a cuestionar profundamente sus rutinas y a ensayar otra mirada, menos dogmática y más permeable a integrar la complejidad. No creo que vaya a funcionar una receta federalista que no se base en un diagnóstico federalista, en un diagnóstico de la "España inacabada" profundamente laico y pegado al terreno.
En ese sentido, creo que es importante entender que las cuestiones identitarias no obedecen sólo a elementos racionales objetivables y que, por tanto, no pueden resolverse exclusivamente en el plano de la racionalidad, relegando a la irracionalidad el universo de las vivencias y de los afectos. Y entender también, que, aunque haya elementos en común, no es lo mismo abordar la descentralización, la articulación territorial del poder, que abordar la plurinacionalidad, la pluralidad en la identificación nacional de los habitantes de un territorio. Por simplificar, el problema de "los españoles que dejaron de serlo", de las personas que viven en España y no se sienten españolas o incluso desprecian a España, no se va a solucionar de forma simple, por el mero hecho de incrementar -o de reducir- las competencias de determinadas instituciones. Incrementar o reducir competencias o recursos de determinadas instituciones puede afectar al elemento identitario, pero no hay una correlación directa y necesaria entre proceso de descentralización y sentimientos identitarios. "¿Qué más quieren los catalanes que les demos?" es un planteamiento equivalente al "no entiendo que el niño siga llorando con todo lo que le he dado". Si no lo entiendes, eres tú quien tiene el problema, porque no por ello el niño va a dejar de llorar.
Entender el federalismo como una especie de viaje de exploración por el mundo, a la búsqueda de un modelo ideal a importar, que encaje como la horma del zapato de nuestros problemas de articulación territorial y nacional, constituye un viaje a la nada. La construcción de las casas empieza por los cimientos. Y todavía no hemos empezado por el diagnóstico, como para elucubrar con recetas.
Antes de plantear recetas, es preciso, pues, cambiar la mirada. Entender que una sociedad plurinacional es un organismo profundamente complejo. Que las recetas que se le apliquen pueden generar el efecto contrario al buscado, e incluso, varios efectos contrapuestos. Que no existe ninguna ecuación directa entre más o menos competencias y/o recursos y más o menos satisfacción ciudadana. Que el cómo es tan importante como el qué. Y que un elemento que refuerza el autogobierno puede debilitar o fortalecer la integración de las partes y/o la solidaridad entre ellas.
Vamos con un ejemplo que puede romper tabúes: el concierto económico, que constituye una de las principales fortalezas del autogobierno vasco y que funciona, a la vez, y gracias a un efecto no buscado en sus orígenes, como límite frente a la tentación secesionista. En Euskadi, aunque el independentismo haya sido históricamente más fuerte que en Cataluña, no es tan viable un "procés" independentista unilateral; porque, al depender los recursos de las instituciones vascas de los ingresos recaudados por ellas mismas, y no de las aportaciones del Estado, la fuga de empresas no tendría el carácter anecdótico que tuvo en Cataluña. Sólo con que las dos principales empresas abandonaran el País Vasco, las instituciones perderían inmediatamente el 12% de sus recursos.
En resumen, creo que está condenado al fracaso cualquier intento de simplificar, bajo la etiqueta federal o bajo cualquier otra, el problema territorial y reducirlo a una ecuación según la cual más o menos autogobierno equivaldría necesariamente a más o menos integración, y a su vez, a más o menos satisfacción identitaria de los habitantes de un territorio. Puede haber instrumentos que refuercen el autogobierno y también la integración, y quizá incluso, la solidaridad y, por qué no, hasta el sentimiento de pertenencia; también puede haberlos que debiliten todos esos elementos o que refuercen algunos y debiliten otros. Así que creo que toca dedicar menos energía a las recetas y empezar por afinar el diagnóstico.
Comentarios
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