a coruña
Actualizado:El fenómeno de lo político se muestra, las más de las veces, como un fenómeno oculto cuyas evidencias no relacionamos, precisamente, con lo que es explícitamente. Vivimos desde hace cuarenta años una erosión progresiva de los lugares comunes. Uno de los objetivos de las políticas neoliberales de los últimos tiempos fue aquella destrucción de los espacios de encuentro. Se entiende encuentro como el hecho de agrupar, esporádica o aleatoriamente, a gente de distinto origen, nivel socioeconómico y cultural. La degradación de los lugares comunes no aparece en ninguna ley orgánica, de ahí su enorme precariedad y contingencia: lo común aparece de casualidad, esporádicamente, y con grandes cargas de libertad en su espontaneidad; no es posible describir en un BOE, en un DOG, su desvanecimiento, pero sí permitirlo en su reducción progresiva en los presupuestos. En lo político es posible facilitar la descomposición, pero rara vez es visible el tiro de gracia.
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La sanidad pública se ha devaluado en una operación de degradación progresiva. Si degradas un sistema, la gente intenta buscar alternativas. Es la perversión de la orientación de lo público: que lo público te obligue, sin que aparezca casi por escrito, a acudir a lo privado. En lo que puede ser un legítimo ejercicio de defensa de la libertad se olvida la defensa de mínimos que debe establecer el Estado social. El neoliberalismo que trabaja detrás del terciopelo convirtió lo público en organismo incompareciente: sin ayudas, sin financiación, infinitos tiempos de espera y, en el último lugar, el riesgo de muerte. La sanidad pública es por eso un pilar del Bienestar, precisamente, porque no solo iguala a todas y todos delante del riesgo de no vivir, la última frontera, sino porque aparejada a ella se construye una sociedad que se entiende en común, que se cuida y que entiende la política como instrumento, algo que es una carga de profundidad en la mentalidad conservadora más ácrata.
Es la perversión de la orientación de lo público: que te obligue, sin que aparezca por escrito, a acudir a lo privado
Cuidarse es un movimiento afectivo y político. Los estados del Bienestar después de 1945 nacieron para cuidar a una generación maltratada por los años de la guerra y por una década de Gran Depresión donde la indecencia ocupó un lugar privilegiado en las bocas y en las mentes de los hombres y mujeres. La indecencia frente a la pobreza y la miseria, encarnada en la rabia del fascismo, y la indiferencia frente a aquel mal y aquella desigualdad, encarnada en un liberalismo cuya prosperidad "estaba a la vuelta de la esquina" para los rápidos. Los lentos, morían, es el mercado, amigo.
Aquellos que desean la libertad como excusa para la opresión de los frágiles, de los débiles, de los pobres, convirtieron la sanidad pública, precisamente, en el corazón de la indecencia política. La incomparecencia de lo público y el desahucio de la ciudadanía. En la pasada ceremonia de los Goya llamó mucho la atención el hilo de la cuenta oficial de la Comunidad de Madrid. En él, frente al discurso de una viuda, se recordaba que el hospital donde falleció el cineasta Carlos Saura, homenajeado en la gala, era de gestión público-privada. No comparecieron ni la sensibilidad ni el sentido de la vergüenza ajena. La indecencia, por el contrario, tan individualista, tan de mirar a la otra esquina cuando lo importante acontece en ésta, siempre hace acto de presencia en los momentos de debilidad. Funciona, verán, como el mercado: allá donde hay oportunidad, vende si va mal y se arrima a tu lado si va bien.
Pero, ¿por qué nos duele tanto la sanidad? Porque es el último resorte de control colectivo frente a la muerte, el último misterio. La sanidad evidencia el nivel de protección de lo público cuando los efectos de la enfermedad y cuando las ausencias del espacio rompen el estoicismo liberal. La comparecencia de todo esto, la decencia, es lo que revela la orientación progresista de lo político, es algo en sí pero es también una manera de orientarse, de ser, como decía Vargas Llosa en La civilización del espectáculo, parafraseando a T.S. Elliot en relación a la importancia de la cultura, «una manera de ser en la que las formas importan tanto como el contenido». Forma y contenido con carga son los dos elementos presentes en la trascendencia que tiene el actual debate sobre el derecho a una sanidad pública de calidad.
Las generaciones que vinieron después de 1945 conocieron la muerte o bien en los campos de Europa o bien en los vacíos de las casas, estómagos y conciencias. La muerte y la inteligencia se peleaban en una batalla final. Y aquella generación, nos dice la historia, frente a la última frontera puso la salud, con la socialdemocracia como cobertura ideológica, de pilar principal para la construcción del bienestar. Colocó la solidaridad donde antes primaba el mito del pionero decimonónico –el "emprendedor", hoy–, y adecuó la planificación a la defensa de la libertad. Redistribuir para igualar, redistribuir para asegurar una vida más tranquila. Porque libertad no es disfrutar del privilegio, libertad es no tener miedo. Sin sanidad pública, por ejemplo, afloran los miedos. Crece la inseguridad cuando la salud vacía una ya mermada cartera, cuando los hilos que nos quedan –amor, familia, amistades, barrio…– se ven afectados por el azar de la desigualdad en la que radica la existencia. El combate al miedo, en fin, es orientar el libre albedrío en el camino de la felicidad.
Pero, ¿por qué nos duele tanto la sanidad? Porque es el último resorte de control colectivo frente a la muerte.
Los nudos que nos unen a los unos con los otros son, por naturaleza, endebles. Allí donde el mundo nos otorga debilidad el ser humano puede hacer verdaderas maravillas con las manos. Los lazos que nos unen no vienen dados, ahí vuelve a aparecer la sanidad pública, para que enfermar no sea un privilegio, para que la fragilidad no sea condición de no-supervivencia. La sanidad pública es buena porque hace de la fragilidad una condición asumible de vida. Hace de la fragilidad algo no punible. Nos salva del juicio implacable de una selección natural que se lleva muy bien con la no intervención. Consigue que no sea normal que estés mal por sentirte mal. Todas y todos somos frágiles, no solo en un momento de la vida, sino en la vida. La fragilidad es consustancial a la existencia en tanto que nuestra percepción del mundo consta de heridas inevitables.
La comunidad es el corazón de la sanidad pública porque en ella nos refugiamos contra la muerte. Por eso es el lugar de batalla. En el momento en el que las dinámicas del mercado criban ese derecho, el derecho se devalúa, el derecho ya es cosa de intercambio, es menos seguro, es menos garantista. Esta operación es, a su imagen y semejanza, perversa. Aquello que debía ser innato a la vida en una democracia, aquello que nace para aquellos que no pueden comprar el bienestar con su dinero, se convierte en sí mismo en otro lugar de privilegio. La sanidad pública es también el lugar donde el derecho es el amparo de los que precisan de lo público frente a los otros, los privilegiados para los que lo público es lo que se interpone entre ellos y una riqueza aún mayor. Ahí entran la incomparecencia y el desahucio de lo público: disfrazar de libertad lo que, a la luz común, no deja de ser feo, nasty. En las manifestaciones de hace dos domingos compareció la decencia, compareció lo público.
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