Opinión
Abortar y contarlo: la última frontera


Periodista
Cuando entrevisté a Amelia yo acababa de pasar por una interrupción voluntaria del embarazo y ella lo había hecho 40 años atrás. Amelia fue una de las muchas mujeres con la que hablé para escribir Maternofobia en el año 2018. En aquel momento, ella 71 años y me contó que había abortado en Londres en el año 1975, cuando tenía 28. Había sido maestra y era hija de una familia andaluza asentada en el País Vasco y en los años de su juventud había conseguido algo casi impensable en el tardofranquismo: convertirse en directora del centro educativo del pueblo en el que trabajaba. Tenía una carrera prometedora y era el orgullo de su familia. Me contó que los anticonceptivos se los tenía que agenciar ella misma en farmacias de la capital sin ningún control médico, procurando no hacerlo siempre en la misma. Y me contó, también, que su vida se paró en seco cuando supo que se había quedado embarazada “de una manera absurda” con alguien a quien no quería, ni la quería. Quiso abortar desde el primer momento, pero la única manera de hacerlo en España era de forma clandestina y sabía que no podía decírselo a sus padres, ni a nadie más, por el desprestigio social que la habría condenado al aislamiento o a perder su trabajo. El único médico al que visitó para que la ayudase no lo hizo: le dijo que deseaba verla con un crío en brazos. Estaba sola. Tan sola que se guardó el secreto, ese que la hacía arder en una “angustia interior”, y se fue a la capital en donde compró un billete de avión con destino a Londres. En la clínica, compartió habitación con una holandesa y con una inglesa y las tres tuvieron que pagarle en mano al propio doctor que les iba a practicar la intervención. “Cuando desperté no sabía que decir. Gracias, gracias, gracias, ya estaba libre de aquella pesadilla”. Amelia jamás se arrepintió de su decisión, y habría vuelto a jugársela mil veces más con la misma determinación que a sus 28 años.
En la década de los 70 y los 80 fueron miles las españolas que, como Amelia, salieron al extranjero a abortar, principalmente a Reino Unido y a Portugal. Ellas eran las más privilegiadas porque tenían dinero, otras cientos de miles, la mayoría silenciosa, seguían abortando en la más absoluta clandestinidad, poniendo en riesgo su salud y su integridad, sabiendo que estaban cometiendo un delito que podría llevarlas ante los tribunales tal como ocurrió con las 11 de Basauri. El aborto no dejó de practicarse jamás durante el franquismo, como se ha practicado siempre en todas las sociedades y en todos los extractos sociales. La clase social era, precisamente, lo que determinaba el método: frente a las perchas de los cuartos oscuros que padecían las más vulnerables, estaba la asepsia de los utensilios quirúrgicos que disfrutaban las más afortunadas.
Según la investigación Exporting Abortion en la que participa Público, cada año, más de 5.000 mujeres europeas cruzan las fronteras de sus países de origen debido a las dificultades que enfrentan para acceder a la atención en salud reproductiva. En 2023, esa cifra fue de al menos 5.860. España ha pasado de ser exportadora a ser receptora de mujeres que necesitan abortar, lo cual, nos sitúa a la vanguardia en legislación garantista con los derechos de las mujeres. Pero dentro de nuestras fronteras, hay también dos grandes peros a estas supuestas garantías. Aquí, la mayor parte de los abortos (el 80%) se siguen practicando en la sanidad privada y el turismo abortivo es una realidad aplicable también entre comunidades autónomas y entre provincias o ciudades. En 2023, Aragón, Castilla- La mancha y Extremadura no comunicaron ni un solo aborto en sus clínicas públicas.
Hay otro. Las mujeres con gestaciones avanzadas y grave riesgo para su salud o la del feto no lo tiene nada fácil, lo que en la práctica provoca limitaciones al derecho mismo. La objeción de conciencia está contemplada en casi todos los países de la UE y, en España, la objeción de conciencia la puede ejercer un hospital entero. ¿Acaso la conciencia puede ser algo más que un concepto que emana de la pura individualidad? ¿Hasta qué punto un sanitario puede arrogarse objetor de una ley recogida en nuestro ordenamiento jurídico y que, además, está sujeta a unos estrictos plazos? Cualquier mujer que haya pasado por un embarazo deseado sabe que la ecografía determinante llega en la semana 20, cuando apenas quedan dos para poder someterse a una interrupción si algo no va bien. Pero las pruebas complementarias para determinar incompatibilidades con la vida (digna) pueden demorar más de dos semanas Conozco casos terribles de abortos más allá del quinto mes de gestación. Ninguna mujer quiere pasar por eso. Todas han luchado por aferrarse a la buena noticia, al soplo de vida que llevan dentro, pero cuando te dicen que tu feto morirá poco después de nacer o que sus malformaciones lo obligarán a vivir conectado a una máquina desde el mismo día de su nacimiento, la realidad se vuelve tan asfixiante que cualquier reproche moral es, simplemente, un insulto a la inteligencia.
Las feministas sabemos que el aborto siempre estará en tela de juicio y que el auge de la extrema derecha en todo el mundo y, en particular, en Europa, pone en riesgo real nuestros derechos sexuales y reproductivos. Blindar el aborto a través de la Constitución, como se ha hecho en Francia, es la única solución que permitiría que ningún Gobierno pueda volver a vulnerar este derecho. Pero como movimiento internacional y sororo, el feminismo debería empezar a pensar en un blindaje a nivel europeo, una especie de oficina comunitaria que protegiese a todas las mujeres de la Unión y les ofreciera amparo legal y sanitario, independientemente de las legislaciones de sus países. Mientras haya una sola mujer que tenga que seguir desplazándose desde su lugar de origen para poder someterse a un aborto seguro, los derechos reproductivos de todas están comprometidos. Sabemos, además, que por cada mujer que viaja para abortar otras miles lo siguen haciendo de manera clandestina, usando métodos farmacológicos poco fiables o inseguros, con píldoras compradas por internet y en cuartos oscuros.
La escritora francesa Annie Ernaux abortó a principios de los años 60, cuando era una estudiante de filología. Ernaux también lo hizo de manera clandestina y tardó casi 40 años en contar su experiencia en El Acontecimiento, el libro que se ha convertido en una referencia sobre el aborto libre. “Me he quitado de encima la única culpabilidad que he sentido en mi vida a propósito de este acontecimiento: el haberlo vivido y no haber hecho nada con él.” Como Amelia, Como Annie Ernaux, como las mujeres con las que compartí mesa hace unas semanas mientras me relataban sus viajes a Londres y a Portugal a principios de los 80 y como las que protagonizan el mencionado reportaje, todas las mujeres que lo cuentan saben que los secretos compartidos pesan menos y que la censura se desvanece cuando hablas con otra que ha pasado por lo mismo. La rebeldía de las mujeres que abortan y lo cuentan es la última frontera que hemos osado cruzar, y es lo que sigue empujando las legislaciones de todo el mundo hacia delante. Recoger el testimonio y las dificultades a las que se enfrentan las mujeres que abortan es fundamental, porque no hay nada más peligroso que los silencios históricos que acallan nuestras conquistas, ni nada más ingenuo que dar por sentado un derecho feminista. Como madre de una niña, lucho para que nuestras hijas no tengan que volver a sentir jamás el peso del estigma y la culpa por ser dueñas de su sexualidad. Lucho para que los únicos viajes que hagan sean para disfrutar, y para no volver jamás a una España en blanco y negro en donde la tutela de nuestros cuerpos recaiga sobre señores de bata blanca.
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