Opinión
Barrionuevo y la democracia mínima


Periodista
Hay películas que dejan una impronta eterna y zarandean la memoria con la intensidad de un evento histórico. No es una metáfora. Hace apenas diez años que La isla mínima llegó a los cines y dio un paseo triunfal por la gala de los Goya, pero también hace diez años que empezaron a agrietarse algunos fundamentos de nuestro viejo régimen. Juan Carlos I había abdicado con la esperanza de salvar la reputación de la Corona. Catalunya votaba en una primera consulta independentista mientras el bipartidismo se resquebrajaba. Podemos llenaba Madrid en la Marcha del Cambio y se consolidaba como primera fuerza en todas las encuestas.
Unos años antes, Alberto Rodríguez y Rafael Cobos habían discutido la posibilidad de armar un guion que mezclara tal vez corrupción y feminicidios al estilo de Roberto Bolaño en 2666 o de Bong Joon-ho en Memories of Murder. Ahí estaban de trasfondo las marismas del Guadalquivir en las fotografías de Atín Aya. Pero en La isla mínima hay un acierto definitivo más allá de los crímenes y los paisajes evocadores. En la atmósfera aplastante de 1980, con un decorado de señoritos feudales y jornaleros en huelga, la película dibuja un retrato despiadado de la Transición a través de dos detectives de ideas antagónicas que terminan pareciéndose demasiado entre sí.
Javier Gutiérrez interpreta a Juan Robles, un funcionario franquista que no termina de adaptarse al garantismo democrático y que lleva a sus espaldas la sombra fúnebre de la Brigada Político-Social. Educado en la canalla de la comisaría de Vallecas, es de sangre caliente y no le tiembla el pulso si hace falta sacudirle una hostia a un testigo. Raúl Arévalo interpreta a Pedro Suárez, un policía de jóvenes ideales que acabará aprendiendo de su compañero las artes del encubrimiento y la violencia. En La isla mínima, como en la vida misma, no hay ruptura democrática sino continuidad doctrinal con la dictadura. No hay transición sino coexistencia.
La mitología popular atribuye a los gobiernos de Felipe González la paternidad del terror de Estado. Es un relato parcial y sin sustento. En realidad la guerra sucia obedece a una superestructura de poder que ha operado sin interrupción desde el franquismo hasta la democracia. Lo único que evolucionó fueron los mecanismos de la impunidad y el secreto. Pensemos por ejemplo en Jean-Pierre Cherid, mercenario adscrito a los servicios de inteligencia, cuyo nombre resuena desde las últimas fechorías del franquismo hasta que voló por los aires en 1984 cuando preparaba un artefacto explosivo contra refugiados vascos en Biarritz.
Es verdad que el Ministerio de Gobernación —o de Interior— pasó por muchas manos pero también es cierto que José Barrionuevo marcó un punto de inflexión. Una linde. Una línea divisoria. No tanto por lo que cambió, que fue poco, como por lo que mantuvo intacto a pesar del soplo renovador que había prometido el PSOE. Nada cabía esperar de Manuel Fraga, jefe del tinglado durante la matanza de obreros en Gasteiz y de carlistas de izquierda en Montejurra. Nada de Rodolfo Martín Villa, que justificó la escabechina de los Sanfermines del 78. Tampoco de Juan José Rosón, que corrió un tupido velo sobre el sadismo policial del caso Almería. ¿Pero de Barrionuevo?
A Felipe González, como al policía joven de La isla mínima, se le suponía una escrupulosa sensibilidad democrática y un retorno a las esencias republicanas. De hecho, el personaje interpretado por Raúl Arévalo está vagamente basado en Jesús Merino, un agente de Alcobendas que en 1979 escribió a favor de la libertad de prensa y terminó expedientado. “La democracia no se puede quedar a las puertas de la Policía y del Ejército”, dijo en solidaridad el concejal socialista Alonso Puerta. No era para menos. Aquellos días, los servicios de seguridad de Adolfo Suárez mandaron cancelar una investigación policial sobre el mercenario Jean-Pierre Cherid.
José Barrionuevo reprodujo en los despachos de Interior los más oscuros procedimientos del último franquismo. No hay hipérbole en estas palabras. En primera instancia, el Gobierno instaló mediante el Plan ZEN un ámbito de excepción inspirado en la contrainsurgencia militar estadounidense que garantizaba la barra libre policial y ponía alfombra roja a la tortura y a las desapariciones forzadas. El padre de la estrategia era el teniente general Andrés Cassinello, fallecido el pasado noviembre, cuyas labores de inteligencia impregnaron los mandatos de Carrero Blanco, Adolfo Suárez y Felipe González. Cuando el Plan Zen entró en vigor, los GAL entraron en escena.
Hasta la fecha, Barrionuevo solo ha respondido por el secuestro de Segundo Marey. Aunque “responder” es una palabra demasiado generosa. Lo metieron en el penal de Guadalajara y Aznar lo indultó tres meses después para que pudiera pasar la Navidad en familia. Eso también nos lo enseñaron los policías de La isla mínima. “Si tú mataras a alguien también te cubriría. ¿Te parece mal?”, le dice el agente franquista al agente demócrata. Perro no come perro. De hecho, ningún perro comió a Barrionuevo cuando ahogaron a Mikel Zabalza en una bañera de Intxaurrondo. Ni cuando ametrallaron a los parroquianos del hotel Monbar. Ni cuando reventaron a Juan Carlos García Goena.
Pero hace un par de años Barrionuevo se fue de la lengua durante una entrevista y reconoció haber ordenado en 1983 el secuestro de Joxe Mari Larretxea en Hendaia. Cuatro policías españoles embistieron su moto, lo acorralaron a patadas y lo habrían cargado en el maletero si aquel mismo instante no hubiera aparecido un gendarme francés. Los agentes españoles fueron a parar a la prisión de Pau. El Gobierno español dijo que habían sufrido un accidente de tráfico. Mientras Barrionuevo pasaba de puntillas sobre aquel suceso, un comando de guardias civiles torturaba a Joxean Lasa y Joxi Zabala en la residencia del gobernador civil de Gipuzkoa.
Ahora las víctimas del Plan ZEN se han puesto de acuerdo para interponer una querella contra Barrionuevo. Mañana anunciarán los pormenores en Bilbao. Estarán Edurne Brouard y Bego Galdeano. Dos hijas. Dos víctimas. A Santi Brouard lo asesinaron unos sicarios en su consulta pediátrica de Bilbao. A Xabier Galdeano lo mataron en Donibane Lohitzune cuando informaba para el diario Egin sobre los atentados de los GAL. La querella vasca suma ahora sus fuerzas a la querella argentina contra el franquismo o a la querella contra Martín Villa por la muerte de Teófilo del Valle.
En 2013, durante la producción de La isla mínima, Alberto Rodríguez y Rafael Cobos comentaron un titular de actualidad que interpelaba a la película. Resulta que la jueza María Servini había dictado una orden internacional de detención contra cuatro agentes franquistas. Como la ley española anda a por uvas, los tribunales argentinos apelaban a la justicia universal y reclamaban extradiciones. En las páginas de El País, sin embargo, la noticia tenía un poso de escepticismo: “no es de esperar que España los detenga ni que los envíe a Argentina”. La Transición los protege igual que ha protegido a Barrionuevo. La democracia mínima. Qué película tan larga y tan oscura.
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