Opinión
Conciencia de catástrofe

Escritora y doctora en Estudios Culturales
De la época en que vivía en Florida, mi pareja conserva un kit de emergencia que, a la luz del mandato de Bruselas, hemos desenterrado del trastero. Probablemente, las pastillas de carbón para cocinar aún funcionen, así como una radio cuya batería se carga dándole vueltas a una manivela; los medicamentos, obviamente, ya están caducados. En la cocina, he ido a comprobar que guardamos comida enlatada y algo de cerveza, no así agua embotellada –tratamos de no generar más residuos plásticos– y, entre las disquisiciones sobre la gran tragedia que vaticinan los noticieros, nos hemos reído con una mueca irónica, de ésas que esbozan media sonrisa mientras los dientes castañean un tanto tensos, un poco inquietos pero sin miedo: al fin y al cabo, tenemos vecinos.
Europa se ha lanzado a promover una estrategia de terror que acompañe al incremento del gasto en defensa y contribuya a normalizar la violencia geopolítica. Bajo las directrices de los medios estos últimos días subyace cierta doctrina del shock (en palabras de Naomi Klein), pero también un riesgo real de peligro. Cuando ocurrió la DANA que se ha cobrado más de 200 víctimas, recuerdo haber pensado que era precisa una conciencia de catástrofe transmitida pedagógicamente a la ciudadanía: cosas tan simples como difundir el mensaje de que un sótano, siendo el lugar más seguro en caso de tornado, es el más mortal si hay inundaciones; o que un coche puede convertirse en una trampa, por mucho que socialmente se haya nutrido el ideario fosilista de su poder infinito, y el nuestro, por ende, al volante. Valorar el riesgo al que nos enfrentamos y amoldarlo a una campaña de prevención masiva es una acción inteligente digna de quienes, con nuestro voto, dicen representar el bien común. Lo viví en Estados Unidos con el huracán Sandy, o durante la tormenta de nieve que sobreviví sin electricidad gracias a que tenía ropa térmica, y un alféizar congelado donde colocar los alimentos perecederos. El problema es que el aviso de Europa llega tarde, llega desvirtuado por los manubrios discursivos de una militarización extrema, y llega en forma de protección frente a la amenaza, y no de prevención. Y aquí es donde deberíamos preguntarnos dónde estaban las voces europeas mientras se desarrollaba una emergencia climática cada vez más deletérea, en el primer mandato de Trump, o en las anteriores empresas imperialistas de Putin. Porque algunos nos encontrábamos fielmente narrando el mundo, cautelosos, y alertando de las consecuencias nefastas de la inacción, aunque no hubiese, hace unos años, oídos receptivos a tal relato.
El pensamiento ecologista quizá goce de un estatus tan premonitorio como desprestigiado en la conversación pública, a pesar de su ineludible importancia. Tachado a menudo de “catastrofista”, el ecologismo ha aglutinado una sabiduría procedente de múltiples disciplinas –la biología, la física, las humanidades– y, a quienes dentro de sus parámetros azuzaron hacer acopio de viandas y objetos útiles en caso de apagón, por ejemplo, se los ridiculizó llamándolos “preppers”. Los preparacionistas son esas personas que guardan conservas y galletas en la despensa como si no existiesen los supermercados (yo conozco a varios), pero también, a grandes rasgos, quienes afirman que reforestar nuestras ciudades disminuye las muertes por olas de calor, que recuperar los saberes del campo y aprender a cultivar tus propias verduras nos hace más resilientes y contribuye a la soberanía alimentaria, o que reducir la contaminación evita enfermedades cardio-respiratorias y eleva la calidad de vida. Otros “preppers” de esos vituperados o directamente criminalizados abogan por un proceso de des-digitalización que desvincule los servicios esenciales, desde el agua corriente al funcionamiento hospitalario, de un internet cada vez más sometido a hackeos e inundado de mentiras. El ecologismo ha permanecido insistente, asimismo, en la idea de relocalizar nuestras economías y asegurar la vida en territorios cercanos para, justamente, no depender de potencias extranjeras, y por ello ha aguantado no pocas humillaciones: abraza-árboles, come-flores, pretenden devolvernos a la Edad Media… pero ahora es Europa quien nos quiere comprando velas y leña. ¡Qué paradójico! Quizá habría que recordarles a los líderes comunitarios otra gran lección denostada: las probabilidades de supervivencia aumentan si se da una red tupida de cooperación, afectos y relaciones vecinales, como contó Rebecca Solnit en su libro Un paraíso en el infierno (Capitán Swing, 2020).
El kit de emergencia, por tanto, lleva años teorizado; en el pozo sin fondo donde han sido sepultados los estudios más exhaustivos, la literatura más consciente, el humanismo más certero laten palabras útiles a las personas no únicamente en momentos de crisis, sino también a lo largo de etapas de fiebre neoliberal durante las cuales se acrecentó nuestra vulnerabilidad con el fin de engordar los bolsillos de una minoría. Se ha producido una desinversión en bienestar que horada la dignidad común; se ha especulado con derechos básicos hasta el punto de transformarlos en privilegios; se han mofado de la debilidad humana untados por una pátina de progreso ficticio que, ya sí, tiende a desmoronarse como un castillo de naipes. Las disrupciones climáticas, no lo subestimen, se hallan también conectadas al actual mapa imperialista: desde las tierras raras de Ucrania al deshielo de Groenlandia. No era tan difícil darse cuenta, bastaba con observar detenidamente el estado de la Tierra y su enmarañada prisión económica. Claro que necesitamos conciencia de catástrofe; pero llega impuntual a nuestro aprieto, incompleta, sesgada, imbuida de un ardor guerrero que no beneficia a nadie.
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