Opinión
Todos tus vecinos follan más que yo

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Por Leonor Cervantes
Graduada en Filosofía y Ciencias Políticas. Cofundadora de Filosofía en Los Bares
-Actualizado a
Hace calor. Estoy tumbada en una playa paradisíaca y mis piernas son largas, en este sueño no mido 1,59. Miro hacia mi derecha y veo a mi monitora del gimnasio caminando por la orilla. Es tan guapa. Me quedo mirando sus brazos musculados. El agua del mar moja sus pies, va descalza y viste con el chandal corporativo. Viene hacia mí, me está sonriendo. Comienzo a ponerme nerviosa. Me pregunta si puede tumbarse en mi toalla, a ella se le ha olvidado la suya. Le digo que sí y le hago un hueco. Entonces ella me acaricia el cuello, acerca su boca a mi oreja y me susurra al oído: “Llevo años sin tener sexo y soy feliz así”. Suena la alarma. Mi fantasía erótica es que me digan que está bien no tener ganas de follar.
Entre comer, dormir y follar, escogería siempre la primera por encima de las demás. Dependiendo de mi nivel de estrés, de mi ciclo menstrual y de cómo estuviera el patio en ese momento, me quedaría con horas de sueño o de sexo como segunda opción. Aunque siendo francos, rara vez follar está entre mis prioridades. Y no me importa. He pasado largas temporadas sin acostarme con nadie y mi vida ha seguido siendo plena. Quizás porque no tener sexo significaba, precisamente, actuar siguiendo mi deseo.
Sin embargo, siempre he vivido esto como un asunto problemático. Desde mi adolescencia he intentado desvelar la misma incógnita: ¿Es mi libido La Correcta? A día de hoy aún me acecha este runrún cuando atravieso periodos en los que follar es el último de mis pensamientos. Me comparo con los testimonios de mis amigas o con los protagonistas de las series y miro con desdén mi cuerpo tranquilo.
Pienso en lo que me gustaría que existiera una analítica de sangre del deseo, algo que me pudiera indicar si mis niveles de concupiscencia son los saludables. Soy incapaz de aceptar mi falta de interés sexual como algo Válido. Vivo con la eterna sospecha de tener alguna tara, una especie de anemia de la lujuria. Releo esta frase y siento agobio, me da apuro dejar esto por escrito. Cuando el chico que me gusta lea este texto ¿seguirá queriendo tener una cita conmigo o ya no le resultaré atractiva?
Esta angustia por tener que encarnar el deseo sexual óptimo no nos persigue solo a las mujeres que queremos follar menos de lo que parece en la Isla de las Tentaciones. También acosa a las que quieren hacerlo con más frecuencia, y a todas las que queremos hacerlo de formas diferentes a las convencionales.
Últimamente existe una tendencia falsa, pero sobre todo conservadora, que consiste en repetir una y otra vez que hemos llevado demasiado lejos la revolución sexual (signifique esto lo que signifique) y el feminismo. En consecuencia, ahora estamos pagando los platos rotos: Lo que se lleva es follar muchísimo, de formas “alocadas” y contarlo todo el rato… ¡Y los niños! ¿Pero es que nadie va a pensar en los niños?
Me gustaría preguntar a quienes creen que el sexo ya no es un tema tabú, sobre todo para las mujeres, si tras una reunión de padres y madres del AMPA contarían que participan en orgías con la misma tranquilidad con la que dirían que forman parte de un club de pádel. Si les daría igual que sus compañeros de trabajo supieran sus gustos sexuales tal y como conocen cómo toman el café. O si no les importaría subir un vídeo manteniendo relaciones sexuales a Instagram, justo después de la foto enseñando la paella del domingo. Probablemente alguno de estos escenarios les incomodaría. Porque lo sexual no ha dejado de ser considerado un asunto sensible, privado e, incluso, sagrado.
No obstante, es cierto que actualmente las mujeres podemos hablar con mayor libertad sexual que nuestras antecesoras, y esto es un logro social. Pero seguimos pudiendo hacerlo sólo en algunos espacios y solo de Ciertas Formas. Aún en los entornos en los que la sexualidad parece menos castigada, continuamos diferenciando entre un deseo sexual permitido y otro desviado. Un apetito de mujer decente y otro de tía guarra.
No es lo mismo decir que disfrutas el sexo vaginal a reconocer que lo tuyo es la penetración anal. Uno es lo normal, lo otro ya es un poco lascivo de más. No recibe la misma mirada contar que has participado en un trío que hablar de tu experiencia haciendo cruising. La primera puede parecer incluso sexy, la segunda depravada. Podría seguir con los ejemplos. Aunque no hace falta siquiera hablar de prácticas consumadas, vale con pensar en nuestras fantasías para que se cuelen los juicios sobre si está bien que nos exciten ciertos escenarios imaginarios. Nuestra sexualidad está continuamente sometida a un juicio en el que la vara de medir rara vez está puesta en nuestro propio deseo, que siempre tiene que ser cuestionado y tutelado.
Fruto de este machaque, a mí me tocó creer que mi ritmo era demasiado rezagado y crecí asustada pensando que eso tendría consecuencias. Recuerdo cuando en el instituto mis compañeras reivindicaban que, cuando tuvieran sus propias casas, follarían continuamente con sus novios sin miedo a ser descubiertas por sus padres. No sé si ellas cumplieron esta promesa. Pero a mí siempre me preocupó no poder tener pareja, únicamente porque yo no fantaseara con ese escenario.
Existe una ley no escrita según la cual la frecuencia con la que tienes sexo con tu pareja indica lo bien o mal que va vuestra relación. Nunca me he sentido cómoda con ese baremo. Puestos a evaluar por periodicidades, ¿por qué no tomar como indicativo cada cuánto tiempo me río a carcajadas con mi novio? O cada cuánto somos capaces de tener una conversación en la que ninguno mire el móvil. Parece que estas muestras no valen. La prueba del algodón es con qué asiduidad se termina en la cama, incluso si a los miembros de la pareja esto no les importa demasiado.
Quizás por esto en cada noviazgo he llevado de forma íntima y silenciosa un temporizador. Un calendario que me he encargado de revisar mentalmente, aunque nadie me lo pidiera, para estar atenta a una cuestión que ni siquiera me interesaba: que no pasara demasiado tiempo sin que mi pareja y yo echáramos un polvo.
Aunque sea de forma tácita, a día de hoy sigue presente la concepción patriarcal de que debemos tener sexo con nuestras parejas para que no “se cansen” de nosotrxs o, incluso, para que no vayan a “buscarlo fuera”. Basta con ver cómo se justifican infidelidades porque él o ella “no le daba lo suyo”, o cómo sigue asentada la peligrosa idea de que quien tiene pareja es un afortunado que puede follar cuando quiera. Esto último es, simple y llanamente, cultura de la violación.
De la mano de esta idea, también es frecuente toparse con la creencia machista de que en las relaciones heterosexuales ellos siempre tienen ganas de tener sexo y nosotras solo en algunas ocasiones. Esto es falso y genera unas presiones insoportables para los hombres. Pero además, en esta concepción nosotras quedamos retratadas como aguafiestas o como magnánimas, todo depende de si permitimos o no el encuentro. En consecuencia, somos también las que tenemos que marcar el ritmo, pues depende de nosotras que suceda o no una relación. ¡Perfecto! Por si no teníamos suficiente carga mental, ahí va otra tarea más.
Todo este imaginario me parece el entramado perfecto para aniquilar cualquier posibilidad de erotismo. Pocos escenarios me producen menos ganas de follar que este. Noto como una carga enorme se deposita sobre mí. Nadie me seduce, tampoco me interpela, y no siento que tenga cabida dudar o tantear mi propio apetito. Tampoco que pueda explorarlo en compañía. No encuentro nada lúdico ni lúbrico en entender el deseo como una excitación que debe iniciarse por arte de magia y a priori en mí misma. Mi rol en el inicio de una relación sexual no es únicamente dar luz verde al encuentro. No se trata de emitir un graznido que anuncie el comienzo del apareamiento. El consentimiento es fundamental en el sexo; pero no es el único ingrediente.
Sobra decir que en este cliché sobre las relaciones heterosexuales tampoco salen beneficiadas las mujeres que desean tener sexo con mayor frecuencia que sus novios. Ellas son tachadas de viciosas en el mejor de los casos; de ninfómanas en el peor. Una vez más en el mismo callejón sin salida. Hay que ser lo suficientemente sexual como para no ser una frígida; pero tampoco serlo demasiado, no vaya a ser que asustes o acomplejes a tu chico.
Pocas veces en la vida compararte con los demás te lleva a un lugar feliz. Pero en lo relativo a la sexualidad, es prácticamente un atajo hacia los remordimientos. Pienso en todas las personas que en algún momento hemos vivido nuestra calma sexual con culpa o bajo la sospecha de estar haciendo algo mal. Me gustaría agarraros de la manita y recordarnos una cosa: Para tener una vida sexual satisfactoria no hace falta follar.
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