Opinión
La memoria que estafa

Por Álvaro Aguilera Fauró
Escritor y guionista
No sólo otro futuro y otro mundo debieran ser posibles sino también otro pasado.
La generación de los padres de los que frisamos la cuarentena se entregó a la edad adulta con la convicción firme de que, si se hacían las cosas más o menos bien, el futuro sólo podía deparar perspectivas más que positivas y halagüeñas.
Esta idea, la de un progreso incontestable y seguro que totalizaba la esperanza de las masas trabajadoras, se convirtió casi en una religión, al modo en que Ernest Bloch proponía.
Mientras, los que sólo se preocupaban por el presente, que no son otros que los que ejercen el verdadero poder económico, político y cultural, se llenaban las faltriqueras y diseñaban un nuevo orden en el que todo cambiaría aparentemente siguiendo igual en el fondo.
Años después sabríamos los niños y niñas de entonces que ese futuro erigido en religión tendría como destino desmoronarse como un castillo de naipes y dar lugar a un horizonte poblado de cenizas.
La operación ideológica diseñada tendría dimensiones políticas, sociales, económicas y culturales. La década de los ochenta supondría una suerte de borrachera en la que, bajo una pátina de diversión y libertad de cartón piedra, se abandonaría el sentimiento de clase por el de tribu, abriendo un proceso de supuesta modernización que encubriera la asunción de cánones poco propicios para los intereses de la mayoría social.
Reconversión industrial, heroína, destape o sacralización de la monarquía, la Unión Europea y la constitución recién estrenada, serían algunas de las semillas que terminarían germinando en la cimentación de un sistema que nos llevaría a la tan cacareada plenitud de progreso, cuyo cénit, en la siguiente década, marcaría el guateque de los guateques, la cogorza de las cogorzas: el año mil novecientos noventa y dos.
Luego, como detrás de cada noche con superávit de alcoholes, llegaría la resaca. Los noventa serían el terreno del exceso, de la barra libre y de la ficción de un mundo nuevo.
El individualismo supremo; la más afilada expresión de la hegemonía avasalladora del capitalismo contemporáneo.
Despertamos, tras la juerga, en un páramo desolado, gris y sucio, salpicado de desperdicios y cuerpos mórbidos, hinchados por efecto de la desmesura etílica. Mantener, en esas condiciones, el relato del futuro como fe indiscutible no era viable, así que, pasada la resaca y entrado ya el nuevo milenio, empezaron a proliferar programas de televisión y producción cultural de todo tipo (Ochéntame otra vez, Dónde estabas entonces, La tele de tu vida, etc.) que sacralizaba precisamente esas dos décadas, dando una versión idealizada de sus sucesos.
Lejos ya del dogma pretérito, se iniciaba un nuevo corpus confesional: el pasado como religión.
La nostalgia como coartada para no pensar en el presente. La melancolía como operación de despiste.
El objetivo, igual que antes, era no pensar mucho en la estafa a gran escala que se nos había perpetrado y que podríamos llamar nuevo régimen, aunque en el fondo no fuera tan nuevo. Un régimen que se constituía en un momento histórico de cambio civilizatorio que supuso, aunque aún no nos hayamos dado cuenta, el fin de la edad contemporánea con la caída de la URSS y el nacimiento de Internet.
Sobre todo esto (y algunas cosas más) trata Crónica sentimental del nuevo régimen, que acabo de publicar con Sílex Ediciones. La propuesta es un tanto osada, porque pretende recuperar la idea y el estilo que Manuel Vázquez Montalbán aplicara en su Crónica sentimental de España. Él dijo en una ocasión que hasta que se cumplen treinta años no hace falta tener memoria, y que es a partir de esa edad cuando uno necesita bucear en su propia biografía y hacer arqueología de los acontecimientos que le conformaron como la persona que es en la actualidad.
Mi generación, la de las personas nacidas entre los años ochenta y noventa, desarrolló su infancia y su primera adolescencia entre el derrumbamiento de un mundo y el nacimiento de otro.
Fuimos, quizá, los últimos en jugar a las chapas y a las canicas, y los primeros en ser niños con las nuevas formas de relación social auspiciadas por las redes sociales. No pertenecíamos de forma total ni a un mundo ni a otro. Nos quedamos en terreno de nadie.
Quizá esa perspectiva, la de un niño y adolescente en medio de aquellos cambios vistos por el adulto que es ahora, sirva para arrojar algunas ideas interesantes sobre la construcción de la memoria inmediata. Una memoria que, a juicio de este cronista sentimental, es una gran estafa, lo cual no impidió que algunos fuéramos felices en medio de aquellos días.
En cualquier caso, revisar la memoria inmediata, sea política, económica o sentimental, ha sido fruto de un impulso inevitable que, en mi opinión, es saludable y necesario. Quizá si todos los hiciéramos y buscáramos una síntesis de las memorias individuales, lograríamos escapar de la estafa de la memoria oficial, que siempre obedece a los intereses de los que la decretan.
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