Opinión
Tamagotchis


Por Enrique Aparicio
Periodista cultural y escritor
-Actualizado a
Hace unos días, una amiga me regaló un tamagotchi por mi cumpleaños. Ahora son más pequeños –me lo he puesto de llavero–, pero funciona exactamente como el que tuve de pequeño: a este bichito digital hay que alimentarlo y entretenerlo para que siga vivo y te quiera. Si está desatendido, se le acumulan los píxeles en forma de caca y acaba muriendo.
Los primeros días me traía las llaves al escritorio y tenía presente al monstruito, que estaba feliz y crecía adaptando nuevas formas. Pero me fui desentendiendo y ya solo en el ascensor, cuando entro y salgo de casa, le doy unos cuidados mínimos que me recompensa con unos corazones que explotan. No es suficiente para él; desde que tengo el aparato ya he acabado con dos o tres. Pero siempre aparece otro huevo para volver a empezar.
Puede que el tamagotchi no fuera la primera pantalla con la que conviví, pero sí era la primera que reclamaba una atención constante. Mientras la de la tele se podía limitar a ruido de fondo y la de los primeros móviles no ofrecían gran cosa, la de este cachivache iba siempre conmigo, me ofrecía un bucle de actividad –por limitada que fuera– que nunca acababa y traducía en recompensas y castigos el tiempo que pasara en ella. El tamagotchi fue para muchos la primera pantalla que no solo contemplábamos, sino que requería algo de nosotros.
Hace poco, escuchaba el interesante especial de Carne cruda Malestar digital: cómo cortar con las pantallas en el que Sara Riveiro hacía un repaso a cómo estas superficies se han convertido en indisociables de la vida actual, hasta el punto de que muchas personas están desarrollando una adicción semejante a la que producen las drogas. En un momento del programa, se retaba a los asistentes a comprobar cuál es el tiempo de uso que dedican al móvil. Yo confieso: no me he atrevido a mirar el mío.
La conexión con las pantallas está tan asumida que es la desconexión lo que nos pone nerviosos. Hace tiempo que he asumido que no hay sesión en el cine sin que alguien cerca de mí chequee el teléfono –con su molesta luz– en algún momento, pero es que últimamente me pasa también en el teatro. En casa, mi novio y yo, sin hablarlo explícitamente, sabemos cuándo nos ponemos una peli de las de ver o una de las de estar mirando al móvil. Y pareciera que cada vez nos cuestan más las primeras.
Hacer cualquier cosa sin ser consciente de que el móvil está ahí y sin caer en el impulso de mirarlo es difícil incluso para alguien que, como yo, tiene prácticamente todas las notificaciones eliminadas. Si hasta ahora me consideraba a salvo de esa pseudoadicción que uno diagnostica alegremente a gente de su alrededor, empiezo a pensar si no será demasiado tarde.
Teniendo en cuenta que ya trabajo con ordenador y móvil todo el día, me he propuesto volver a hacer cosas sin que el móvil me absorba. Leer con el teléfono en otra habitación, cocinar con la radio, bajar a hacer recados con la decisión firme de sacar únicamente el móvil del bolsillo si me llaman. A veces lo consigo; pero la mayoría no. En esas ocasiones me descubro formulando tratos conmigo mismo (cuando termine este capítulo, miro el móvil) o convenciéndome de que a la mínima que me aburra una peli tengo permiso para abandonarme a las redes sociales.
Ahora mismo, mientras escribo, me he sorprendido a mí mismo abriendo Instagram, porque llevaba un par de minutos pensando por dónde seguir y supongo que mi cerebro ya identifica ese mínimo hiato de inactividad como la señal para acudir al bucle de estímulos infinitos. Sin pensarlo. Sin pretenderlo. Igual que respiramos, que hacemos la digestión, miramos la pantalla del teléfono.
Y ese es el retruécano peligroso: como tanta gente, me estoy acostumbrando a que la sucesión sin fin de vídeos y fotos en las redes sociales sea mi manera de descanso. Desconectar significa ahora conectarnos a lo que empresas más grandes que muchos países decidan que veamos y que nos planteemos, bien sea cómo se cambia la herradura a un caballo o bien sea si de verdad las personas trans merecen derechos.
Desde que las redes sociales se han convertido en el lenguaje a través del que nos relacionamos entre los seres humanos, dejar la mente en blanco resulta casi imposible. Porque ese blanco se ha llenado con todo lo que estas empresas deciden, estas empresas que nos han convencido de que el mundo es lo que sucede dentro de ellas.
Quiero pensar que mi generación, la que tuvo acceso a internet en su adolescencia y se abrió el primer fotolog en el instituto, será la que con sus errores muestre a las siguientes todo lo que no hay que hacer con estas tecnologías. Quiero pensar que las redes sociales son nuestros zepelines. Sé que quienes tienen ahora veinte años usan Instagram o TikTok de una manera distinta a nosotros, pero que usen las redes de otra manera no significa que los usen menos.
En cualquier caso, tengo esperanza. Creo que somos listos y que, igual que tantos de nosotros hemos abandonado X/Twitter, nada impide que dejemos atrás otras plataformas que no nos convienen. Lo que está por ver es si una vez se derrumbe el imperio de las redes sociales tal y como lo conocemos seremos capaces de reconectar con una capacidad de atención que parece tocada gravemente. ¿Hacia dónde miraremos cuando muera el último tamagotchi?
Comentarios de nuestros suscriptores/as
¿Quieres comentar?Para ver los comentarios de nuestros suscriptores y suscriptoras, primero tienes que iniciar sesión o registrarte.