Muere Enrique de Castro, el cura rojo de Vallecas que plantó cara a Rouco
El sacerdote madrileño abrazó a los desamparados y renegó de las imposiciones de la jerarquía eclesiástica.
Madrid-Actualizado a
El sacerdocio como militancia. El evangelio como acción social, también directa. Enrique de Castro pronto entendió que la iglesia se escribía con minúsculas y que al Vaticano no solo le sobraba la mayúscula, sino también sus inquilinos. Alérgico a la pompa, él quiso ser cura para estar, como Jesucristo, del lado de los necesitados, fuesen pobres, yonquis o migrantes. Porque sus desamparados fueron cambiando con los años, pero no su condición de vulnerables.
Él pudo quedarse en la otra orilla de Madrid, donde había nacido en 1943, si bien prefirió vadear las revueltas aguas de la existencia. Formado en el elitista Colegio del Pilar, se pasó por el seminario de la Universidad de Comillas antes de licenciarse en Teología y Filosofía por la Complutense, aunque burló el destino que le había brindado una buena cuna —hijo de militar, familia burguesa— para ordenarse cuando Tarancón y ejercer el sacerdocio en una parroquia del barrio de Vallecas.
La palabra de Dios se convirtió en la voz de la lucha obrera, del sindicalismo proscrito, del antifranquismo soterrado. Apóstoles en vaqueros que hicieron comunión de la liturgia, entendida comunismo por la jerarquía eclesiástica. El régimen fue a por él, lo sometió en los temidos sótanos de la Dirección General de Seguridad y dio con sus huesos en la cárcel de Carabanchel. Enrique de Castro, quien había tomado el testigo y la cruz del padre Llanos, se convirtió en un proscrito para el orden establecido. Cura rojo, le decían, cuando podrían haberlo llamado cura humano.
No lejos de allí, en la parroquia de San Carlos Borromeo, avivó su activismo cristiano junto a los sacerdotes Pepe Díaz y Javier Baeza, pero el Arzobispado consideró un sacrilegio que aquella humilde iglesia de Entrevías fuese una trinchera de resistencia, un refugio de almas perdidas. Rouco quiso cerrarla y, pese a la oposición vecinal, rebajó su categoría a centro pastoral, aunque el lugar siguió siendo el mismo. Lo que importaba eran las personas que la frecuentaban o a las que él defendía: toxicómanos, insumisos, homosexuales, indigentes o quienes tropezaron con una primera piedra que la almidonada curia no se atrevió a lanzar.
Los focos apuntaron entonces a aquellos curas que habían prescindido de todo boato y ostentación, apenas una cruz y unos bancos, aunque el arzobispo de Madrid se quedó con el reparto de rosquillas por hostias. O, lo que es lo mismo, con que la liturgia y la catequesis no se ajustaban a la doctrina oficial. A sus ojos, aquellos árboles no dejaban ver el bosque, donde florecieron las Madres contra la Droga, la Escuela sobre Marginación, los Traperos de Emaús, la Coordinadora de Barrios o la Fundación Raíces.
En realidad, el cardenal Rouco pretendía acallar a aquellos tres teólogos de la liberación, cuyo lema podría haber sido menos parafernalia y más cercanía. No lo consiguió, porque la iglesia de Enrique de Castro estaba en aquel edificio de Entrevías, pero también en su casa, donde acogió primero a drogodependientes y luego a migrantes. Y, aunque este miércoles han anunciado su fallecimiento a los ochenta años, tampoco ha muerto, porque su espíritu se ha encarnado en compañeros valientes como Javier Baeza y sigue vivo entre los vecinos, los fieles y los desvalidos.
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