Padrón La pandemia dispara la fuga de la gente de la gran ciudad por la contaminación o la vivienda
O por crisis existencial o por cuestiones más terrenales; el coronavirus ha provocado el aumento de empadronamientos en pueblos pequeños, todo propiciado por la llegada del teletrabajo.
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madrid,
"No sabemos qué va a pasar mañana, la vida se puede ir al carajo, así que dejamos Madrid y nos fuimos al Puerto de Santa María", espeta Diego, un madrileño que tras el confinamiento y el estado de alarma de marzo tomó la decisión junto a su familia de dar esquinazo a los rascacielos en pro de una vida en Cádiz, provincia de la que se confiesa enamorado.
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El poso que ha dejado el confinamiento de mediados de año empieza a verse en las caras de los ciudadanos, que aprovecharon esos meses para reflexionar y enfrentarse a la peor cara de las ciudades. Es noticia cómo en pueblos pequeños, costeros, de montaña e incluso a las afueras de las grandes urbes, los empadronamientos se han disparado. Diego es uno de esos 4.000 nuevos vecinos del Puerto de Santa María, instalados tras la instauración de la nueva normalidad. El próximo enero de 2021, el Instituto Nacional de Estadística (INE) publicará los datos oficiales y confirmará que, tal y como ya se ha comunicado desde algunos ayuntamientos de España, muchos de los que han visto cómo el teletrabajo ha llegado a sus vidas han aprovechado para dar la espalda a la jungla de asfalto.
"Hemos alquilado nuestra casa en Madrid. El 12 de marzo ingresaron a mi madre por coronavirus, con 80 años y muchas patologías", recuerda. La pandemia le tocó de lleno y confiesa que le hizo replantearse de algún modo su realidad. "Mi mujer y yo queríamos vivir en Cádiz, y habíamos pensado en hacerlo cuando nuestros hijos se fueran a la universidad, pero no quisimos esperar más", confirma, ya instalado en Andalucía, este desarrollador de softwares para centros de yoga y pilates.
El teletrabajo ha predispuesto a España ante un nuevo paradigma: se puede laborar sin transbordos de metro, sin atascos, sin coger el desvío de la autopista que lleva a la máquina de café de la oficina. Este incipiente contexto permite mirar el día a día con otros ojos, bajo otras prioridades. Los pisos pequeños del centro, los disparados precios de la vivienda, el ruido, la contaminación..., esos contras con los que vivir, hay quien no ha tardado en dejarlos fuera de su ecuación vital. La violencia de las ciudades puede haber cometido su último crimen contra muchos vecinos.
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Pedro Uceda Navas, profesor de sociología urbana de la Universidad Complutense de Madrid (UCM), sin embargo, constata una evidencia de clase ante esta realidad: "No todo el mundo puede teletrabajar, por lo que el hecho de hacerlo se convierte en una cuestión de clase, sin lugar a dudas", aunque matiza: "No hay que generalizar, pues hay miles de teletrabajadores que son precarios en grandes empresas y no dejan de serlo por trabajar en casa".
Huir de forma meditada
Lejos de clases privilegiadas, el abrazo al teletrabajo puede venir desde variopintos lugares, como el caso de Silvia, una pamplonesa de 30 años, programadora en una empresa instalada en el centro de Madrid, a escasos pasos de la parada de metro de Gran Vía. "En septiembre, cuando aumentaron los casos de coronavirus y la cosa se volvió a poner fea, nos dejaron teletrabajar de nuevo, así que me volví a Navarra. Aquí puedo vivir más tranquila, hay menos gente y cuando salgo a la calle no siento que esté respirando covid, aunque ahora estamos casi peor que en Madrid", arguye.
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Silvia es una de tantas que, al temer la toxicidad de los humos, la boina negra que cubre la ciudad, ha encontrado motivos para poner kilómetros por medio: "Lo que más me echa para atrás de la ciudad es la contaminación. Además, en Navarra tengo el monte a veinte minutos andando, tengo la naturaleza más accesible", asegura. Sin embargo, no ha dejado de pagar su alquiler en la capital, porque no sabe qué le deparará el futuro y confiesa que "Madrid tiene cosas que no tiene Pamplona".
"Suena atractivo residir en un entorno con naturaleza exuberante, libres de todo tipo de contaminación y con una menor carga económica a los hogares, pero tristemente el coste a pagar por vivir esa realidad es muy elevado", asegura el profesor Uceda. No en vano, desde 2017, el padrón de Madrid no ha dejado de aumentar, cosa que el sociólogo justifica con que, a fin de cuentas, "en las ciudades es donde pasan cosas: la universidad, el ocio, la cultura...".
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Entre los decididos a cambiar de aires otean varios fundamentos, diferenciados en dos bloques: los que aprovechan la tesitura para aliviar la carga económica y el coste salubre que conlleva vivir en una gran ciudad, y los que durante el confinamiento vieron sacudidas sus prioridades. ¿Quiero vivir para siempre en la ciudad? Si puedo teletrabajar, ¿qué pinto aquí?
La psicóloga Judit Parejo, cofundadora del Centro de Psicología Ínsula, asegura que es "normal y totalmente saludable" iniciar cambios en la vida después de malas experiencias o ante modificaciones de nuestra realidad, siendo la pandemia del coronavirus el porqué principal de estas alteraciones: "Es un proceso propio de la migración, un proceso difícil, pero saludable. Eso es la supervivencia, imprescindible para continuar ante la adversidad, y modo de resistencia ante el dolor y los sentimientos depresivos más paralizantes", argumenta.
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Sin embargo, la toma de decisiones tiene que ser meditada. Juan Cruz, psicólogo clínico del Colegio Oficial de Psicólogos de Madrid, advierte de ciertos peligros: "El riesgo de actuar bajo un calentón es dar respuestas fóbicas y tomar decisiones desde la presión de la angustia, el miedo o el estrés, y es más probable arrepentirse con el paso del tiempo de la decisión tomada", sostiene, aunque entiende las nuevas necesidades surgidas desde el estado de alarma: "Los días de confinamiento han hecho conectar más con la necesidad de disfrutar y recargar pilas en espacios naturales o, cuando no sea posible, actitudes sugeridas por la psicoterapia, al ser una manera saludable de serenar la mente, como puede ser cuidar plantas o contemplar la naturaleza".
Traumas repetidos
Los últimos meses, donde los psicólogos consultados ven mimbres de sobra para hablar de "trauma colectivo" o "estrés postraumático", han provocado acontecimientos que ya vistos a lo largo de la historia. La peste bubónica de 1347 también desbocó efectos negativos, que aunque no supusieron el abandono de los grandes focos de población, sí recuerdan a algunas de las características más arquetípicas de las actuales ciudades: "Se empezó a desconfiar del vecino, se rompieron muchos vínculos, porque como la medicina no era capaz de dar solución a la peste, se llegó a creer que la enfermedad se transmitía por la mirada", recuerda Pedro García, catedrático de Historia moderna de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM).
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Además, la cantidad de muertos por esa peste terminó por provocar un cambio en la actitud de la población mundial: "La cantidad de muertos provocó una insensibilidad enorme. Bocaccio dijo: No se lo van a creer en el futuro. Se tardó un siglo y medio en volver a los niveles de población previos a la pandemia, y ésta provocó una pena generalizada, que queda reflejada en obras como Coplas a la muerte de mi padre, de Jorge Manrique. La peste dejó miedo y reforzó la visión de la Iglesia", lo que afectó al saber científico, algo que podría tener su reflejo en el actual auge de las teorías de la conspiración, desconfiadas de la medicina y los remedios científicos.
¿El precio de la vivienda traerá el fin de las ciudades?
Uceda Navas, aunque descarta que se haya iniciado un proceso de descentralización de las grandes ciudades o incluso la propia desintegración de las mismas, no niega la crisis de modelo que se ha desatado por el coronavirus: "El hacinamiento y las condiciones de los barrios son elementos que han salido a relucir tras esta pandemia", aporta el sociólogo de la UCM.
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Uceda Navas: "El hacinamiento y las condiciones de los barrios son elementos que han salido a relucir tras esta pandemia"
Es el caso de Kike, un trabajador de 34 años criado en Benissa, un pueblo de Alicante. En 2012 se trasladó a Madrid para trabajar en una de las grandes compañías de telecomunicación de España. "Dejé mi piso el 1 de marzo, porque me iba de vacaciones y a la vuelta pensaba instalarme con algún familiar. Tenía contrato desde hacía dos años, pero el propietario nos tanteó para subir el alquiler y, como no queríamos, nos dijo que iba a entrar un familiar y que teníamos que dejarlo. Lo típico. Eso antes de la pandemia estaba a la orden del día", recuerda.
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El estado de alarma, por tanto, le pilló de vacaciones en Andalucía y sin residencia en Madrid. Decidió volver a su pueblo para ordenar sus prioridades y la empresa le concedió el teletrabajo desde su región natal. Eso fue en marzo, y Kike no ha vuelto a la capital. "Me pesaban muchas cosas de la ciudad. Cuando estoy varias semanas sin ir por Madrid, al volver me pican los ojos y noto la respiración más pesada, y el precio del alquiler está claro que aprieta bastante", añade. Aunque siempre tuvo claro que prefería la naturaleza a la ciudad, el confinamiento fue el detonante para acelerar el proceso que dejaba atrás la urbe.
"Ahora vivo con mi pareja, que estaba en Barcelona. El cambio es abismal, he pasado de vivir en Lavapiés a estar en mitad de la montaña con el mar debajo", alega, mientras describe su actual paisaje. El ruido de los bares del centro de Madrid no es comparable al del las olas contra la orilla.
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Está por ver si este proceso que lleva a huir de las ciudades termina de asentarse, pero lo que sí es seguro es que consolida un capítulo más en la relación de amor-odio del ser humano con la metrópoli: "Las ciudades vienen siendo hostiles para ciertos colectivos desde siempre, desde el Londres de la revolución industrial, al Madrid de posguerra y la Barcelona de las barracas con la llegada de población rural a la ciudad, pero es que hay lugares que siendo menos hostiles, no ofrecen las oportunidades que se generan en las urbes", culmina Pedro Uceda.