PIGNA (CÓRCEGA)
"Cuando yo era joven tenía dos sueños", dice Toni, sonriendo (porque Toni siempre sonríe). "Comprar una casa en Pigna y comprar una guitarra, una guitarra española. No te lo vas a creer, pero la segunda costó casi más que la primera", y hace un gesto con la mano así, como abarcando todo el pequeño salón donde estamos sentados sobre sillas de mimbre.
Toni fue el primero. Lo veremos después. El primero en venir, el primero en pensar que aquello no se podía perder, que la mejor forma de no perder lo que se había sido (los vecinos, las casas, la misma pervivencia de los pueblos) era, quizá, volver a lo que siempre fueron.
Toni fue el primero. El primero de los artesanos que llegó a Pigna. Hoy son docenas, tienen asociación y suponen motor económico de la isla. Pero él fue el primero.
A lo lejos Pigna es solo un pueblo encantador. Encaramado en ladera, con sus casitas de colores ocres, sus tejados naranjas, sus contraventanas azul mar. Tiene, también, iglesia rústica, humilde, casi el edificio que dibujaría un niño. Dos pequeñas torres, dos pequeñas cúpulas, una puerta en el centro con sendas ventanas a los lados, como si el templo estuviese siempre un poco sorprendido y con la boca abierta. Nada espectacular. Tranquilo, casi silvestre. Pero hay más.
Porque Pigna es el pueblo de los artesanos.
Pigna está en Córcega. En el interior de Córcega. Bueno, no muy al interior, pero en esa isla las distancias se multiplican, porque las carreteras no tienen una sola recta, y hay cerditos en semilibertad hozando aquí y allá, y vacas que comen hojas de castaño alcanzándolas con la lengua como si fuesen jirafas de cuerpos no normativos, y la tranquilidad es, siempre, algo a tener en cuenta. Así, además, puedes quedarte un poco embobado con los paisajes.
Pigna está en Córcega, decíamos, en la comarca de la Balagne. Puedes llegar desde la mismísima mar. Desde L'Île-Rousse, por ejemplo. O L'Ìsula, como dicen allí, porque para los corsos las cosas tienen dos nombres (al menos), y uno les suena más suyo que los demás. "Yo me llamo Maria Anghjula", me dice una ancianita en el mercado de L'Ìsula, y pronuncia mucho hasta la última letra de su bautismo. Maria Anghjula tiene pelo corto, blanco, con un mechón de color morado que cae sobre la oreja derecha. Es pequeña, nervuda. Vemos puestos de pescado, de embutidos, de hierbas aromáticas recién cogidas desde el maquis, ese bosque bajo que cubre toda la isla y se te mete en el paladar con tonos de salvia y tomillo. Producido de forma artesanal, hasta las joyas más inesperadas. Dos puestos más allá un hombre me coge del brazo. Mira, mira... esta miel es mía, la tienes de todos los sabores. Chapurrea el idioma, hace gestos como si tocase una trompeta, habla muy alto, salpica con risas cada cinco palabras, más o menos. Hay miel de brezo, y de madroño, miel de mirto, y de castañas, que es amarga y profunda. También insiste en que pruebe el hidromiel. La bebida alcohólica más antigua de la humanidad, dice, y luego se pone a cantar, en aceptable castellano, eso de que el vino que tiene Asunción no es blanco, ni tinto, ni tiene color. A estas alturas ya hay varias personas mirando. El licor es dulce, muy fuerte, y te deja en la garganta gustillo a bosque. Muy bueno, ¿eh?, grita, y todos asentimos.
Desde allí a Pigna apenas hay ocho kilómetros.
A esta carretera le dicen la Ruta de los Artesanos, porque pasa por varios pueblos donde hombres y mujeres de todas las edades se han establecido para plantar negocios relacionados con arte y manufactura. Puede parecer algo naif, pero no solamente hablamos de un motor económico. Es algo más. La mera supervivencia de aldeucas que décadas antes parecían condenadas al olvido. Una nueva vida para lugares solitarios y duros.
La Ruta de los Artesanos fue creada en 1995. La idea que se vende es preservar una determinada forma de hacer las cosas, cierta tradición a punto de perderse. Pero hay algo más, claro. Como cuenta Toni, la región iba decayendo, presa de una despoblación cada vez más acelerada. Los jóvenes abandonaban sus pueblos para irse a la universidad de Corte o, más frecuentemente, trabajar en alguno de los centros turísticos de Córcega. Todo el maquis se asalvajaba, con apenas un puñado de vecinos practicando ganadería en semilibertad. Decadencia.
"Yo conocía el pueblo desde niño, gracias a mi madre. Ella era muy religiosa, y veníamos de vacaciones al convento de Corbara, seguro que lo has visto allí fuera, un poco más alto que Pigna. Entonces fue cuando me enamoré de esta región, supongo. Y luego, de adulto, me enamoré, también, en esta región", cuenta Toni.
Corbara se dibuja casi por la cima del monte, como si fuese ladrillo blanco que un gigante juguetón hubiese puesto allí. No es que rompa el paisaje, pero sí sorprende. El resto... pueblitos semiescondidos, ahora me ves, ahora no me ves, dependiendo de una carretera caprichosa y cimbreante. San Antonino, por ejemplo, o Poggio, o Praoli. Todos con sus casucas acurrucadas las unas contra las otras, como para quitarse temblor en invierno. Todos con sus iglesias (acá les dicen ghjesgia) de grandes torres y aire calmo. Todos rodeados por una naturaleza que parece no tener fin, la costa asomando a lo lejos, tímida, como si no quisiera hacerse ver, como si tuviese algo de vergüenza al marear transparente tan cerca del cielo.
Para ir hasta Pigna tienes que dejar el coche aparcado fuera del pueblo, en un pequeño mirador, porque no hay automóviles tan estrechos como las calles de las villas corsas. Mejor así, el ambiente acompaña. Hace calor de mediodía, y las chicharras runfan un poco entre muros (solo que las chicharras aquí cantan distinto, porque también las chicharras tienen acentos propios), y todo es de esa forma, como muy tranquilo, con dos o tres paseantes despistados que intentan orientarse y hablan en voz bajita.
El suelo está adoquinado con piedras gordas de contornos suaves. Y menos mal, porque en Pigna (porque en toda Córcega) hay vargas. Muchas. Carrejos angostos que no sabes dónde llevan, ángulos agudos entre dos casas, carteles pintados sobre madera que indican este taller o el de más allá. Y cuestas, todas. A veces son tan gordísimas, las cuestas, que hasta han hecho escaleras. En Pigna llegas a los sitios con el pecho que sube y baja, pero siempre merece la pena. Te puedes encontrar, por ejemplo, con una antigua forja convertida en fuente que tiene adornos de estilo picassiano, líneas escuetas, un poco primitivas. También hay un enano de jardín vestido de Papa Nöel, con su reno Rudolf y todo, porque aquí conviven tradición y modernidad, artesanía y mundillo pop. Ves, claro, pequeños jardines donde descansar a la sombra de olivos; otros, amablemente, defienden su privacidad, como escondiendo tesoros que, al menos esta vez, no son para ti. Hay remates en madera, picaportes contando historias, dos o tres flores talladas sobre puertas como si fuesen mandorlas. Y gatos, muchos. Conversan entre ellos junto a mirtos o salvias. O descansan, porque los gatos, sobre todo, descansan. Uno enorme, inmenso, reposa tendido todo lo largo y ancho que es (y es muy largo, y también muy ancho) sobre una mesa de piedra gris. Lo llamo, entreabre los ojos, decide no hacer caso. Es de color blanco y negro, como el helado que comía cuando niño.
La Strada Di l´Artigiani nace, como vimos, en 1995. Hoy reúne a veintisiete productores en la Balagne. De todo tipo. Orientados a la alimentación, agricultura ecológica, vino y licores, sopladores de vidrio, lutieres, ebanistas, joyeros... Fue un paso lógico, por así decir. Años antes, en 1978, surgió E Voce di U Commune. La idea era preservar el canto polifónico corso, una de sus manifestaciones culturales más reconocibles. Por extensión empezó a proteger cualquier actividad tradicional que estuviera condenada en los tiempos modernos. Recuperación económica, sí, pero también dignificar una identidad propia, diferente. Una alejada de uniformidades en ciudad y grandes superficies.
Hoy en día la Strada es una de las arterias económicas de Córcega, y muchos de sus pueblos contemplan el futuro de forma optimista. No solo han frenado la despoblación, sino que jóvenes artesanos se establecen casi cada año. Siguen siendo lugares tranquilos, donde el tiempo pasa muy despacio. Pero ahora nadie piensa que en unos años pasen a ser pueblos fantasma.
Llegar a la Casa Musicale no es fácil. A ver, es fácil, porque hay señas, pero sería imposible en caso contrario. Tienes que girar a la izquierda, luego otra vez a la izquierda, bajar escaleras, subir una rampa, decir las palabras mágicas, volver a girar, casi salirte del pueblo, entrar otra vez. Más o menos, que yo recuerde. Y allí, entonces, ves la Casa Musicale. Edificio de piedra y, justo detrás, una enorme terraza con mesas de madera, sillas verdes que se pliegan como animales de papel y el fresco de un olivo que lleva en ese sitio muchos más años de los que tú tienes. Desde allí puedes ver una estampa típica de la Balagne, con su monte bajo, sus carreteras retorciéndose como caligrafía de reportero y el Mediterráneo al fondo. Postal idílica.
La Casa Musicale es el alojamiento más conocido para los artistas que visitan Pigna. Una antigua mansión corsa, con su molino de aceite, su horno, su olor a jara quemándose que ahora exhibe, con orgullo, filosofía de hacer cosas como antes: todo llega desde la tierra, todo brota despacio. En Pigna la música es casi religión. Cada año se organiza el Estivoce, que es festival de cantos tradicionales corsos. Hay, también, un auditórium excavado directamente en la tierra, obra del arquitecto egipcio Hassan Fathy. Allí tienen espacio para 120 espectadores sentados. Teniendo en cuenta que todos los vecinos del pueblo no alcanzan esa cifra, la cosa sorprende.
¿Cómo se ha llegado a esto? A esta riqueza cultural, a esta reconversión tan aparentemente extraña en un pueblo que antes era solo agricultura y tardes que languidecen.
"Yo creo que lo mejor es llevaros donde Toni", dice la muchacha. El hombre asiente. Ella es pequeñita y filiforme, todo nervio. Morena, ojos oscuros. Él lleva puesto un delantal blanco y parece prototipo de corso en los álbumes de Astérix... alto, pelo negro, piel bronceada, brazos velludos. Asoma cabeza desde su cocina en La Casa Musicale. Sí, llévalos donde Toni. La chica nos indica que vayamos, y empieza a caminar muy rápido por las calles de Pigna.
Seguir a alguien por un dédalo que acabas de conocer pero donde la otra persona vive es, siempre, experiencia rara. Tienes la sensación de avanzar a toda velocidad, aunque dando vueltas sobre ti mismo. Un par de veces me detengo y finjo tomar notas en la libreta solo para recuperar un poco de aliento. Al final llegamos frente a una casa modesta, ni más ni menos humilde que sus vecinas. Pica a la puerta, nadie abre. Luego prueba con el móvil. Un retinglar metálico llega desde el interior y todo nos miramos, divertidos. Toni saluda afable, la chica dice que se marcha y vuelve a sonreír.
En Córcega todo el mundo sonríe mucho.
Podríamos decir que Toni Casalonga es, de alguna manera, el padre del moderno Pigna, aunque él no lo va a reconocer. Nos cuenta en su estudio, dos sillas de mimbre la una frente a la otra, puerta abierta, luz del mediodía que entra filtrándose desde la calle. Toni habla con palabras y con gestos, mueve mucho la mano, remarca ideas con sus ojos. Alrededor, cachitos de una vida. Cuadros, figuras, tallas.
"Yo soy, sobre todo, escultor. Pero artesano. No un artista. Prefiero verme como un artesano". Pregunto si para él las dos cosas son lo mismo, y su gesto se hace aun más expresivo. "Para mí sí, la verdad". Y, ¿para los otros? ¿Para sus compañeros en la capital, en París o en Roma? Ríe en voz bajita, como quien no quiere darle más importancia a esos asuntos. "Oh, no, allí el artista es una cosa y el artesano es otra, no lo confundirían nunca". Pero allí es allí.
Toni lo sabe bien. Nació en Ajaccio, unos kilómetros al sur de Pigna. La ciudad de Napoleón, para entendernos. Pronto marchó lejos, a estudiar. Bellas Artes. Primero París, después Italia. Pero volvió, porque le tiraba su tierra. Una primera vez, por 1960, a Pigna. Tenía 22 años. Luego, la definitiva, en 1963. Nunca más se ha marchado.
"Amo este lugar y aquí llegué con mi amor", dice. "En aquel momento todos se iban, y nosotros, mi esposa y yo, vinimos. Fuimos los primeros, de alguna forma". Se escuchan palabras en voz bajita desde el zaguán, y una mujer entra al estudio, saluda, deja posada contra la pared una bolsa abultada de la que asoman puerros. Ella también sonríe, claro. A Toni se le ilumina el rostro, me mira, la señala. "Ella es mi amor", dice. Su esposa, Nicole. También artista, rama musical, estudiosa de los cantos tradicionales corsos. Ambos cruzan dos o tres frases. Toni sigue.
"Cuando vinimos a Pigna aquí habría unos cuarenta habitantes. Ahora somos en torno a cien". Igual no parecen muchos, pero la particularidad del sitio no es esa, sino el altísimo porcentaje de artesanos que hay. Toni recuerda. "Antes todo esto malvivía con pastos y un poco de agricultura. Ahora es distinto". Va enumerando con los dedos mientras se le ponen ojos de pensar. "Somos una docena, más o menos. Hay ceramistas, lutieres, escultores, hay vidrieros, pintores, grabadores, hay también un taller que fabrica cajitas de música".
Luego se detiene, hace memoria, sonríe aun más. "Bueno, y también estoy yo".
(Aun queda un pastor en Pigna. Se llama George y tiene más de setenta años).
Visitaré más tarde el sitio de las cajitas de música. Silencio casi solemne, dos mujeres trabajando con movimientos lentos, precisos, detrás de un pequeño mostrador. Pinturas, lapiceros, piezas de madera, engranajes sueltos aquí y allá. También mecanismos acabados. Tortugas que tocan melodías de Córcega mientras mueven cabeza y patas, soldaditos cantando felices, relojes de cuco que se mudaron desde los Alpes hasta la mar, porque aquí el aire tiene otro olor. "Esta tarde vienen a entrevistarnos de la televisión alemana", me cuentan. Todo el taller parece un enorme autómata a punto de engarzarse y echar a andar...
Asuntos familiares, en muchos casos. Cyril Quilichini es ceramista. Su negocio lleva allí casi el medio siglo. Desde que lo regentaba el padre. Ahora él crea en el taller mientras es su hija quien se ocupa de las cuentas, la caja, tomar encargos y mirar si la puerta retingla o no.
Todos los pueblos de la zona comparten ese vaivén demográfico. Todos ellos, también, han encontrado su nuevo maná en la artesanía, en ese volver a lo que ya fueron. Corbara, por ejemplo, alcanzó los 1.200 habitantes en el siglo XIX, y apenas sumaba 300 allá por los años sesenta. Hoy, encaramada en su piedra, coloreando el monte, anda en torno a los 900. Feliceto ha frenado una sangría continua, menos de la mitad de vecinos entre 1900 y 1960, y ahora se mantiene estable. Speloncato, Belgodère o Aregno vieron incrementado su censo.
Economía sostenible, basada en lo tradicional, para los tiempos más nuevos.
En los años setenta Toni se convirtió en una de las figuras reconocibles de la Riacquistu, movimiento que buscaba recuperar las raíces tradicionales corsas. Una forma de hablar, una forma de cantar, una forma, también, de hacerle el amor a la madera o la piedra para crear pequeñas joyas que muchos no aprecian, porque los brillos más intensos se esconden, a veces, lejos de tiendas y boutiques. Tenía su casa (primero casi en ruinas, rehabilitándose poco a poco), tenía su guitarra española, tenía, también, muchas ideas en su mente. Artísticas, claro. Toni ha expuesto por toda Córcega, también en París o Suiza. Además, como escenógrafo, sus obras se representaron por medio continente. Siempre la música, ya ven. Siempre su tierra ahí, al fondo, referencia ineludible.
En 1964, cuando aún Pigna era poco menos que pueblo semiabandonado, Toni Casalonga funda el colectivo La Corsicada, una cooperativa de artistas cuyo objetivo era que la nueva Córcega no olvidase sus raíces en tiempos de modernidad. Fue germen de lo que ahora, con las décadas, se conoce como "Ruta de los artesanos" y cubre varios pueblos de la Balagne. Espejuelo para trotamundos, artistas y curiosos en general. Si ustedes buscan información leerán historias sobre una "alcaldesa joven y decidida que quiso poner a su pueblo en el mapa". Han sido dos, en realidad. Primero Bibiane Martelli-Consalvi, que se tiró treinta y cinco años en el ayuntamiento. Luego Josée Martelli. Misma idea, salir adelante a partir de lo que fuimos, no agachar el rostro ante lo que el tiempo parece traer. El mismo Toni dice que en aquellos primeros pasos fue el ayuntamiento quien puso muchas facilidades para la implantación de artistas en Pigna. Pregunto, en voz bajita. Y tú también habrás tenido algo que ver, ¿no? Y él se echa a reír de nuevo, entre dientes, y mueve mucho las manos. Bueno, igual algo, sí...
En realidad, Toni tuvo además su importancia política. Presidente del Consejo económico, social y cultural de Córcega, en los años noventa. Asesor municipal. Suyo fue el impulso para el auditórium, suya la influencia para que brotase allí el Centre Culturel Voce. Todo lo hizo desde su pequeña casita, en esa calle angosta que hace sombra a mediodía...
Adiós. Que si gracias, que si hasta otra, que si nos volveremos a ver. Otro gato pasea, remolón, unos metros más allá. Frente a nuestros ojos hay dos o tres señales pintadas sobre madera. Madera de la zona, letras escritas a mano. Marcan talleres donde nacen instrumentos musicales, jarrones, cuadros, estatuas. Hace medio siglo este era, cuentan, un lugar condenado al silencio.
Hoy tiene sonrisas de mil colores.
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