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¿Mujeres de vida licenciosa o emprendedoras que se enfrentaron a las convenciones de su tiempo para poder vivir y trabajar en libertad? Cuando la actriz Pepa Zaragoza comenzó a investigar sobre las comediantas del Siglo de Oro, se dio cuenta de que muchas no solo actuaban, sino que también ejercían como empresarias y directoras teatrales, aunque para ello debieran contar con el permiso de sus padres o maridos. Y, de entre todas ellas, se fijó en Francisca Baltasara de los Reyes, una popular intérprete que de la noche a la mañana, cuando disfrutaba del éxito, se esfumó de las tablas.
Como tantas coetáneas, la Baltasara permaneció durante siglos en el olvido, pero en aquella época su desaparición de los corrales de comedias fue tan sonada que se mitificó su adiós. Así, en la obra de 1652 que lleva su nombre, Antonio Coello, Francisco de Rojas Zorrilla y Luis Vélez de Guevara plantean que la actriz se retiró a una ermita cercana a Cartagena tras una revelación divina. Una comedia de santos con ingredientes atractivos para los espectadores: una pecadora toma conciencia de su vida disoluta, reniega de las malas costumbres y se consagra a la meditación.
Sin embargo, los autores "tomaron los motivos propios de las piezas hagiográficas, tan del gusto del público barroco, para crear la obra y convertir el llamativo arrepentimiento de Baltasara en una ejemplar conversión, digna de una santa, acorde con los parámetros e ideales de la época", señala la filóloga e investigadora Almudena García González en el artículo Un suceso real como argumento de comedia: la conversión de La Baltasara, publicado en Revista de Literatura (Editorial CSIC).
Esa salida de escena no convenció a Pepa Zaragoza, quien le encargó un texto a la novelista Inma Chacón que sería dirigido por Chani Martín. La actriz creía que el argumento seguía vigente: la invisibilidad de la mujer, quizás hoy presente en el escenario o ante la cámara, pero diluida en otros ámbitos de la sociedad. Quizás sin pretenderlo, la obra también refleja la desaparición de las actrices cuando comienzan a cumplir años y se ven abocadas a un retiro forzoso, que a veces llega a su fin cuando las llaman para interpretar a ancianas.
"Lo peor no es eso, sino que tampoco hay papeles de ancianas", se queja Chacón. "Hay un vacío tremendo, porque los papeles secundarios escasean y hasta las jóvenes tienen pocas oportunidades, pues actúan siempre las mismas", añade la poeta, quien subraya que el objetivo de La Baltasara, que se representará en el Teatro de la Comedia (Madrid) del 11 al 21 de noviembre, es "rendir homenaje a todas las mujeres que se han dedicado a la interpretación, pues han tenido que luchar mucho".
Lo hicieron las comediantas del siglo XII, quienes buscaron la libertad sobre las tablas conscientes de que el desafío implicaba la condena social. "Eran mujeres que tenían una vida completamente diferente a la del resto, porque ellas trabajaban en vez de estar sometidas al ámbito del hogar. Eran cultas, viajaban, sabían leer y escribir... Tenían otra visión del mundo, mucho más amplia y con una capacidad crítica, porque los conocimientos que adquirían les proporcionaban un espíritu que iba en contra de lo establecido". Y eran capaces de pensar por sí mismas, no en función de lo que les dijesen sus padres, sus maridos o sus confesores", explica Inma Chacón.
Sin embargo, en los siglos XVI y XVII las mujeres no eran consideradas sujetos legales, por lo que dependían de una figura masculina para ejercer: su marido en el caso de las casadas o su padre en el caso de las solteras. Así, la Baltasara se desposó con Miguel Ruiz, un actor que interpretaba papeles de gracioso a quien había conocido en la compañía de Heredia, cuyo propietario era el padre de la artista. Luego formaron una propia y ella alcanzó tal fama que las funciones se resentían sin su presencia.
"Las crónicas han sugerido que la Baltasara y Ruiz mantenían fundamentalmente una relación de socios: la comedianta atraía al público y a su dinero, mientras Ruiz se encargaba de llevarle las cuentas y darle protección. Su actuación siempre producía expectación y entusiasmo y su presencia en la escena era tan vital para los intereses de la compañía, que si se retiraba de ella no quedaba quien desempeñase sus arcas, es decir, quien pagase las deudas del autor. Tan apreciada fue del público, que se decía que si ella hubiese dejado de trabajar algunos días, el teatro donde actuaba habría tenido que cerrarse", recordaba Alberto Castilla en Seis autores en busca de una actriz: La Baltasara, recogido en las Actas del VIII Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas.
Nacida en Madrid durante el reinado de Felipe III, la Baltasara era la primera dama de las compañías en las que trabajaba e interpretaba papeles masculinos. "Era de ver la gentileza y sin par donosura con que ora en hábito de hombre guiando por el tablado un brioso caballo echaba retos y blandía la espada, ora con arreos femeniles lloraba las ausencias de algún gallardo mancebo, a quien había hecho dueño de su corazón", escribió el dramaturgo Luis de Eguilaz. También en la vida real tuvo varios amantes, lo que hace suponer que su matrimonio con Miguel Ruiz había sido un arreglo para poder ejercer como actriz, profesión en la que destacó. ¿Qué motivó, pues, que se retirase cuando gozaba del éxito?
"La libertad la llevó a dejarlo todo", opina Chacón. "He intentado dar una explicación a un hecho que entonces se justificó a través de la influencia de la religión, por lo que llegaron a calificarla como santa. Pero a nadie se le ocurrió pensar que se fue por culpa del cansancio de soportar el acoso permanente de los hombres, la discriminación de la Iglesia y la falta de libertad". Una respuesta que entonces no podía darse, cree la autora de la obra, quien está convencida de que su versión no podría haberse representado en el Siglo de Oro: "Sería un escándalo tremendo".
Entonces, una comedianta no podía ser enterrada en sagrado y, en el ocaso de su carrera, algunas veían su entrada en un convento como única alternativa de jubilación, según Pepa Zaragoza. "Eran consideradas unas venus malditas que incitaban al pecado, pero el pecado está en los ojos del que mira, no en los bailes de la Baltasara", razona Chacón, cuya visión de la actriz difiere de la penitente que busca salvar su alma. Por eso descartó los motivos divinos —como si en la época fueran la única salida digna a ojos de quienes llevaron a escena su vida— y se centró en los de una mujer.
Una mujer que atrajo al público con sus papeles masculinos, aunque el gancho no eran los personajes en sí mismos. "La clave era la indumentaria, porque ver a una actriz vestida con pantalones seducía mucho a los hombres. En aquel tiempo, a la mujer no se le podían ver ni los tobillos. Sin embargo, vestida de hombre se percibían más sus formas". Mientras ellos se fijaban en eso, ellas podían disfrutar de la libertad de poder ser durante unas horas lo que se propusiesen. Es decir, su personaje: rico o pobre, mujer u hombre, montado a caballo y blandiendo una espada.
Así, La Baltasara (de actriz barroca a santa anacoreta), con Pepa Zaragoza y Nacho Vera sobre las tablas, es una revisión de la popular comedianta que pretende homenajear a las actrices del Siglo de Oro y, por extensión, a todas sus contemporáneas. Retirada en una cueva, Francisca reflexiona sobre los motivos que la llevaron a renegar de la fama durante una función en el valenciano Corral de la Olivera. Un ejercicio de emancipación, insiste Chacón, quien rechaza la condición impuesta de santa, pues entiende que fue solo una mujer que quiso ser libre, pese a que terminó pagando cara esa libertad.
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