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Diego A. Manrique (Pedrosa de Valdeporres, Burgos, 1950) es un grande de la radio musical española. Locutor y periodista, debutó en Triunfo en los años setenta después de quejarse por carta del trato que recibía el rock en sus páginas. Si usted puede hacerlo mejor, adelante, le respondieron los responsables del semanario, y así empezó todo.
Todo es la tele (Popgrama, ¡Qué noche la de aquel año!, Caja de ritmos), la radio (El Ambigú, en Radio 3; La Madriguera, en RNE), las revistas (Vibraciones, Rolling Stone o Efe Eme, de la que fue fundador), la prensa (sus artículos en El País dieron para el libro Jinetes en la tormenta) y los laureles (el Ondas o el Premio Nacional de Periodismo Cultural). El martes estrena El Planeador en M21Radio, la nueva emisora municipal de Madrid.
Le iba a preguntar por su infancia, pero veo que ya ha destilado su biografía en otras entrevistas.
A veces indagan en mi vida, pero hay cosas peores. En una ocasión, casi todas las preguntas giraron en torno a The Beatles. Fue un poco desconcertante.
¿Son la piedra angular de la música pop? ¿De ellos parte casi todo?
Nadie hizo tantas cosas en tan poco tiempo, ni las hizo tan bien. Son intimidantes y lo empequeñecen todo. Como decía Kurt Cobain: “Yo quería hacer pop, pero ¡cómo vas a hacer pop después de los Beatles!”. Debes tocar metal o punk, claro. Se han convertido incluso en un arma generacional, en el sentido de que hay una tropa que los utiliza para justificarse, en plan: “Lo nuestro sí que era grandioso”. Es un argumento tramposo, porque lo que logró el cuarteto de Liverpool pudo hacerse en una época determinada gracias a una serie de coincidencias astrales. Ahora sería imposible, porque la música pop no tiene la importancia social de la que gozaba en los sesenta.
Las apropiaciones generacionales también pueden ser políticas.
Claro. Es una situación con la que me encuentro con bastante frecuencia en Hoy por hoy, el programa de Gemma Nierga, en el que colaboro. Tenemos cierto miedo a los políticos porque no hablan de su verdad, sino de lo que es estéticamente correcto: un cantautor, un grupo moderno, otro de su tierra… La teórica generación de mayo del 68 se apropió políticamente de los Beatles, aunque ni hizo el mayo del 68 ni escuchó a los Beatles. Si acaso, los escucharon cuando ya habían muerto y eran el efluvio de un bonito cadáver.
Medio planeta estuvo en París y la otra mitad, en Woodstock.
Exactamente [risas]. Creen que estuvieron allí porque tal vez se hayan leído los libros y visto la película y los documentales. El problema es que lo usen para darse pisto y proyectar una imagen de modernidad que no se merecen.
¿La música te puede cambiar la vida o simplemente la hace más llevadera?
En una época, te podía cambiar la vida. Cuando el consumo de cultura era difícil, las elecciones musicales te marcaban. En parte, escoges la música para integrarte en un grupo. Era parte de la identidad: no eras un mindundi, sino un mod, un rocker, un punki o un hippie, aunque vivieses en un aislamiento total. Resultaba muy cómoda y útil.
Hoy todo es más poroso y las cadenas de tejido rápido venden camisetas de los Ramones.
Durante un tiempo, tuve ganas de ir a Japón porque me habían dicho que en Shibuya, un barrio de Tokio, había grandes almacenes en los que te vestías en función de la planta. Te metías en el ascensor y veías escrito: planta siete, mod; planta, ocho, rocker… Ahora encuentras esa ropa en cualquier sitio, pues hemos sido devorados por la industria textil. Me hace gracia que la mayor parte de los anuncios que se hacen en España esté protagonizada por hipsters, aunque tampoco me sorprende, porque las agencias publicitarias se empeñan en hacernos creer que todos los españoles somos rubios y que vivimos en grandes chalés con extensos prados enfrente.
En el ámbito musical, las tendencias también se propagan con mayor rapidez.
Para quienes venimos de un tiempo de sequía y escasez, vivir en una época en la que tienes todo al alcance del dedo es desconcertante. Quizás eso explique que las elecciones musicales —optar por una vía u otra— ahora no tengan épica. Ni siquiera es una elección comercial, porque Amazon, en cuanto detecta lo que consultas o compras, te lo ofrece al instante. Eso quita autenticidad a la experiencia de elegir, aunque hay que hacer una salvedad: nadie era un mod o un rocker puro, sino que cogías un poco de una cosa y un poco de otra. Evidentemente, las motos de los rockers son más impresionantes que las lambrettas de los mods, de la misma manera que la música de los mods es mucho más emocionante que la de los rockers. Actualmente, en vez de sujetos activos, somos consumidores a quienes nos manejan y nos encajonan.
Dada la abundancia de información, resulta más necesaria que nunca la figura del prescriptor, ¿no?
Esa es la teoría que todos esperamos que se confirme [risas]. Vivimos en medio de una oferta oceánica y alguien te tiene que guiar. Yo me fío más de un ser humano que de un algoritmo. Todo el mundo conoce a alguien del que se fía o del que no se fía, como la famosa tropa que va a ver las películas que odia Carlos Boyero. Creo que somos necesarios, aunque no podría decir otra cosa, porque si no estaría confirmando la peor noticia: hemos sido reemplazados por las máquinas.
¿Es la crítica, por sí misma, elitista?
Sí, porque no tiene nada que ver la forma en que nosotros escuchamos música con la forma en que lo hacen las personas normales. No sólo buscas la música que necesitas, sino también estar informado de la que se está haciendo en cada momento, investigando callejones sin salida o mutaciones raras. Y, felizmente, el público es mucho más sencillo y consume de todo. Puede asistir al concierto de un cantautor, luego comprar un disco de AC/DC y finalmente escuchar a un flamenco. La gente es ecléctica, mientras que nosotros no somos oyentes convencionales, porque buscamos la novedad, la frescura, lo rompedor…
¿Convertir una pasión en trabajo puede conllevar el riesgo de terminar saturado o asqueado? Es como si pones a trabajar a un goloso en un obrador de pastelería...
Yo no pongo música en reuniones de amigos, porque prefiero que me enseñen ellos. Tienes que mantener un equilibrio entre la curiosidad —que te obliga a estar al tanto y a investigar en álbumes rarísimos y antiguos— y la desconexión. A veces, sencillamente te apetece escuchar un disco clásico que siga sonando fresco cuarenta años después.
El análisis tiene mucho de práctica forense, ¿no?
Suena feo, pero es así. Yo escucho varias veces un disco y, al menos, una de ellas con auriculares. Intento captar lo máximo, al tiempo que tomo notas. Luego lo escucho de forma más relajada en el coche o mientras friego los platos. Debes combinar el sombrero del experto y el sombrero de la persona normal, que quiere vibrar. Los críticos suelen ser muy poco populistas, pues quieren estar a la vanguardia y ser los descubridores de una zona secreta. En cambio, me emociona muchísimo cuando tu gusto coincide con el de millones de personas, porque sientes que formas parte de algo que conmueve a la gente. Lo ves en el Reino Unido, donde se apasionan por un artista al que sigue todo el mundo y que sale hasta en la prensa popular. Allí, la música ha penetrado en la vida cotidiana y quieren más a los artistas. Aquí somos mucho menos musicales. España es un país duro de cabeza y de oído: hasta tenemos problemas con el flamenco, que es lo más universal que ha dado la península.
Respecto al placer que supone el gusto compartido, hay a quienes le sucede lo contrario: dejan de interesarse por una banda cuando se hace popular.
Hay un elemento de esnobismo: “Esto es bueno porque lo conocemos unos pocos”. En realidad, un grupo no quiere tocar sólo para ti y tus amigos, sino para todo el mundo, y tienes que tolerarlo. Otra cosa es ejercer de mosca cojonera y advertir a la banda de que está cediendo y simplificando su arte, algo que puede suceder. Es un pecado creer que todo lo que triunfa es malo. Si ves el mundo de la música como una competencia entre catorce críticos, donde se lucha por ser el más moderno del gremio, estás acortando tu visión general. Hay que ser más generoso.
Mejor no fiarse de un solo crítico...
Claro que no. En el mundo de la radio sucede algo terrible: los locutores no escuchan las emisoras de la competencia. Mover el dial es un ejercicio sanísimo. Cada vez que lo hago, alucino, porque te encuentras con sorpresas en radios latinas y cristianas. El rock cristiano es acojonante, porque existen grupos que imitan a los grandes artistas (Carlos Vives, Shakira, etcétera), pero con un mensaje cristiano. Es como si estuvieras en un universo paralelo: ¡hasta hay unos Café Tacvba —la banda más vanguardista de México— cristianos!
¿Qué locutor le gusta?
Me impresiona la sangre fría de Carles Francino. No cede a los impulsos negativos. Es un señor admirable.
¿A quién lee con placer?
A periodistas que están en mis antípodas, como Jaime Gonzalo [fundador y director, junto a Ignacio Juliá, de la revista Ruta 66]. Un crítico muy quemado y amargado, con una visión casi nihilista, pero cuyos textos te dan un patada en las partes íntimas y te provocan cierta indignación, algo que está bien.
Tanto trabajo para reseñar un disco en un puñado de líneas, donde hay más síntesis que análisis
La crítica en papel es una broma. Más que una crítica, es una descripción, ya que no puedes argumentar nada. En la prensa diaria española, se presta más atención a un concierto que a un disco. Trato de entenderlo, pero no lo pillo. Cuando salga el nuevo álbum de Joaquín Sabina, habrá entrevistas que reflejarán sus gracias, pero no críticas. Simplemente, se dirá “qué grande es” o “está acabado”, pero no verás en ninguna cabecera una crítica razonada de tres folios.
¿Concierto en pequeño o gran formato?
Me pueden gustar ambas cosas, aunque es más emocionante cuando le puedes lanzar un escupitajo al cantante [risas]. Ahora bien, hay determinadas músicas que no tienen sentido en un recinto pequeño. Yo soy más de discos que de conciertos, aunque no se pueda decir en público, porque me gano la enemistad de mis amigos artistas, quienes aseguran que se realizan en directo. No obstante, el concepto de disco me parece maravilloso y el grado de control que tienes sobre ese objeto me emociona.
¿Cuántos discos no tiene?
Es una desgracia como otra cualquiera [risas]. Me ha limitado mucho responsabilizarme de algo que ahora tal vez no valga nada. Aunque, si lo pienso bien, no creo que sea tan absurdo tener los discos originales.
La venta de vinilos ha repuntado.
Bueno, yo defiendo los cedés, un invento absolutamente mágico para quienes nos hemos deslomado cargando treinta kilos de vinilos para pinchar o ir a la radio.
¿Tiene menos mérito hacerlo con ordenador que con vinilo?
Nunca lo he hecho. Yo necesito un objeto físico. Cuando uso una tableta, no tengo la sensación de que haya leído el libro. Con los discos me sucede lo mismo: los abres, los miras, lees el libreto… Cuando hago el programa de radio, quiero tenerlos en la mano y poder mirarlos, porque me he acostumbrado a esa sensación. Supongo que es fruto de la carencia en la época de escasez, pero me gusta el objeto físico, aunque posiblemente sea una visión lamentable en los tiempos que corren. Hasta guardo los recibos y ahora, cuando veo lo que pagué por ellos, me dan verdaderos berrinches: ¡veinte libras de 1996, cuando hoy cuestan cinco! ¡Qué gilipollas era yo y qué cabrones, ellos!
¿En qué medida las discográficas fueron culpables de la crisis de la industria?
No fueron ágiles, pero ahora es muy fácil repartir culpas. Era una industria muy voraz que no pensaba mucho en el consumidor.
¿Y en el músico?
Un poquito más, porque son conscientes de que el talento es el único elemento que nadie sabe de dónde sale y que no se puede reproducir. El gran misterio de la edad de oro de la música grabada era que un organismo corrupto e impresentable sabía cómo empaquetar a los artistas, o sea, cómo hacer atractivas las propuestas. Eso es un arte. Si lo trasladas a la industria del cine, por ejemplo, al principio Ronald Reagan iba a interpretar a Rick en Casablanca. ¡Pues menos mal que, en un momento dado, alguien decidió que fuera Humphrey Bogart!
En un arte tan colaborativo como el de la música popular, ese mecanismo tan dudoso y mercenario resulta que ha funcionado maravillosamente. No me sirve lo de echarle la culpa a las discográficas, aunque no reaccionaran a tiempo. Pero tenían enfrente a las empresas de hardware, que querían vender aparatos. A veces, eran la misma compañía, como sucedió con Sony, que te vendía el software y, al mismo tiempo, el hardware para copiar los discos que ellos mismos editaban. ¡Esas contradicciones capitalistas! Insisto, nadie estaba preparado para la revolución digital. Me hace mucha gracia que los periódicos tuviesen una actitud de descojono ante las discográficas y ante las sociedades de autor, algo que ya no sucede, porque a ellos también les ha llegado el día del juicio final.
Internet, las nuevas tecnologías y el abaratamiento de los costes les ha facilitado a los grupos la grabación de un disco, aunque ahora el problema es darse a conocer.
La democratización está bien, pero al mismo tiempo estamos en el trance de romper los canales que permitían que, de todo el universo de discos que salían, algunas personas —bien por intereses bastardos, para lograr el máximo público posible; bien por el esnobismo de escoger lo más raro— hiciesen una selección para que llegasen a ti. Ahora eso no existe, porque la nube es inmensa. Estamos en una situación terrorífica, con una abundancia de oferta lastrada por dos cosas: muchos chavales no han aprendido el ABC de cómo hacer un disco; y ha habido una bajada de la calidad sonora muy seria, aunque sé que esto importa menos porque cada vez escuchamos música de peor forma. Cincuenta años después, hemos alcanzado el sonido del transistor... Es una tragedia que se hayan destruido los grandes estudios, donde había unos técnicos con unos conocimientos asombrosos de cómo sacar sonido. Ahora los chavales lo hacen todo en su casa, pero nadie les ha enseñado cómo se graba una batería, por lo que en vez de ella hay un chis-pum, chis-pum programado. Todo esto ha generado una vulgarización del sonido y de la producción.
La crítica es un género literario: puedes leer a alguien por su forma de escribir, aunque no te guste lo que cuenta.
En El Cultural de El Mundo leo a Ignacio Echevarría. No coincido mucho con lo que él defiende, pero me gusta que le saque los colores al establishment crítico español.
Echevarría pronostica que escritores como Pérez Reverte, Clara Janés o Ruiz Zafón no estarán presentes en las enciclopedias o en los manuales de literatura del próximo siglo. ¿Qué grupos españoles superventas acusarán el paso del tiempo?
Muchos grupos considerados muy modernos en un determinado momento, no lo son tanto cinco años después. Es más, la modernidad resulta corrosiva para sus canciones. No obstante, habría que ir caso por caso.
Más fácil: ¿qué bandas no han sido suficientemente valoradas? El tiempo terminará dándole la razón a…
Radio Futura tiene muchísimas propuestas a recuperar. Junto a Malos tiempos para la lírica, de Golpes Bajos, hay unas canciones deslumbrantes y un concepto musical que entonces era único. Esos grupos han aguantado maravillosamente, porque ves que había un cerebro detrás. Quizás no querría irme de copas con Germán Coppini, pero cuando escuchas un disco suyo percibes que hay una mente pensante. Te sorprendía que fuese un señor bien interesante cuando venía de decir barbaridades en Siniestro Total.
Los vigueses apenas superaban los veinte años cuando empezaron. ¿Cree que el rock da su mejor zumo a una edad temprana?
Hace unos años, diría que sí, pero según se va ampliando la longevidad de determinados grupos… Si veo a los Rolling Stones ahora, no me sorprenden, pero entiendo que un chaval que no los haya visto nunca se quede con la boca abierta. Lo hacen muy bien y, además, tienen a ese hijo de puta que se mueve como una lagartija y sigue haciendo hijos a los setenta y tantos años. Es evidente que uno no hace la misma música a los veinte que a los cuarenta o a los sesenta, pero hay que revisar las categorías de la edad y reescribir lo que es el rock: no se trata únicamente de una música de unos jóvenes para otros jóvenes, sino también de unos mayores para unos jóvenes u otros coetáneos. Aunque es un género más apropiado para la gente más elástica y calenturienta, tampoco es necesariamente la música de la rebelión o de la revolución. En Estados Unidos te encuentras con algunos grupos cercanos a Donald Trump y con muchos roqueros republicanos.
Hay menos popero popular en España, ¿no?
Aquí es un riesgo que alguien se declare del PP, como le pasó a Russian Red [en un cuestionario de la revista Marie Claire, a la pregunta “¿Izquierdas o derechas?”, la cantante respondió: “Si me tengo que decantar, derechas”]. Eso es malo, porque limita lo que se puede cantar. ¡Canta lo que pienses y lo que creas! Y lo que le sucedió a ella tuvo lugar cuando aún no se había producido el gran terremoto del 15-M, Podemos y todas estas cosas.
Tras ser despedido de Radio 3 en 2012, vuelven a llamarlo, pero las nuevas condiciones que le ofrecen son indignas. La precarización del periodismo.
Hoy me he enterado de cuánto están pagando en Radio 3. Hace cinco años, te ofrecían 250 euros por hacer un programa; ahora, ochenta. Es una situación muy agobiante para los trabajadores de esa emisora, porque luego tienen que pagar los autónomos y no tienen ningún tipo de derecho, ni vacaciones ni nada. Además, están condenados a ejercer funciones de disc-jockey o lo que sea necesario. La profesión está muy mal, aunque no puedes mandar un SOS cuando el resto está igual que tú. Por otra parte, siempre ha existido la idea, un poco absurda, de que cualquiera puede escribir de música. El País no me encarga un artículo de opinión o de fútbol; sin embargo, a un periodista de deportes sí le pueden pedir uno sobre música, porque les parece original. Tenemos la desgracia de que no se valore nuestro trabajo, porque no se trata de escuchar un disco dos veces, sino de llevar toda la vida escuchando música y de tener la capacidad de asimilar algo nuevo.
¿Cree que la música —y, por extensión, la cultura— está considerada una sección menor?
Desde luego.
¿Por qué ese desprecio?
Hay muchas personas que llegan al periodismo queriendo ser los cómplices o los verdugos de quienes están en el poder. Sin embargo, el mundo de la música no proporciona esos placeres. Aunque hay que tener cuidado, porque también existen vacas sagradas, con las que es mejor no meterse. Los periodistas no hemos sabido hacernos valer ni hemos logrado que nos respeten, por aquello de que cualquiera podía escribir de música. Y me refiero a cuando no había Wikipedia, porque ahora, con internet, no es que escriban del tema, sino que te fusilan páginas enteras. Aunque hemos sido como misioneros —”¡esto lo he descubierto yo y se va a enterar todo el mundo!”—, apenas nos beneficiamos. Cuando estaba en Diario Pop, en los años ochenta, sacábamos a todos los grupos; y, si tenían éxito, se iban a una multinacional y le pasaban los estrenos a Los 40 Principales. Realmente, hemos sido los palanganeros de esta historia.
En Universos paralelos, su sección fija en El País, desgrana la intrahistoria de la música. ¿Qué personaje le ha parecido más fascinante?
Me manifiesto en disidencia al respecto. Es imposible llegar a la esencia del personaje durante una entrevista. En una hora, no vas a tener una revelación sobre quién es esa persona. Y sabes que hay gente con unas historias mucho más grandes que las que te pueden contar.
¿Y, tras la experiencia, a quién no habría entrevistado?
Me gustaría entrevistar en el futuro a Pablo Milanés y a Silvio Rodríguez, para que me digan qué piensan realmente sobre Cuba y para que me hablen sobre el experimento social y político en el que han participado. Ese tipo de personas que te esconden mucho son muy intrigantes. Aquí, por ejemplo, no se han hecho buenas entrevistas a Serrat: él concede treinta minutos y lo que ocurre en ese tiempo es más un masaje del periodista al artista que una indagación sobre quién es ese personaje. La situación ideal para entrevistar a alguien y sacarle cosas sería en una isla desierta después de que se estrellase el avión y sobreviviesen sólo dos personas: tú y el entrevistado.
¿Qué otro músico, más allá de Dylan, se habría merecido el Nobel?
Leonard Cohen se lo merecía clarísimamente y con mayor razón, porque es un autor más literario y tiene más obras: dos novelas y una docena de poemarios. Creo que fue un error darle el Nobel. Yo distingo lo que hace Dylan de lo que hace un gran literato. Una cosa es que pienses que es muy grande y otra, que haya hecho lo mismo que los grandes autores galardonados en ediciones anteriores. Me parece que fue una concesión de la Academia sueca a la galería, a la moda y a la confusión posmoderna entre territorios, y bien que lo han pagado.
¿Hay buenos letristas en España?
Claro que sí. Pero aquí ocurrió algo terrible: en los sesenta, cuando empieza a nacer el pop, los chicos cultos se convierten en cantautores y los chicos gamberros, en músicos de rock. Con lo cual, los que podrían haber hecho grandes letras se quedaron atados a una guitarra de palo, mientras que los que poseían la tecnología y los conocimientos musicales —y responsables de grandes álbumes— no profundizaron en las letras. Es una carencia muy grave. Tras la muerte de Franco, surgen tropecientos cantautores, algunos de los cuales publican discos deslumbrantes. Es el caso del debut de Bibiano, aunque luego lo presentase sólo con una guitarra. La idea no era esa: editar un disco con un envoltorio muy cuidado y luego defenderlo a pelo. Todavía estamos pagando ese divorcio entre la gente con sensibilidad literaria y los músicos. Ahora, por ejemplo, vivimos la etapa Sabina: es tan enorme que todos lo imitan. No hay mucha autoexigencia a la hora de escribir las letras, que no se cuidan como debería hacerse.
Presenta El Mapa Secreto en Radio Gladys Palmera y El Amplificador en el El País. ¿Ha logrado llenar el vacío de Radio 3?
El programa diario tiene una ventaja: tiene que salir y va a salir. Te proporciona una disciplina y una mecánica. Metabolizas cada canción que vas escuchando y cada información que vas recibiendo. Resulta enérgico y vibrante. En cambio, la periodicidad semanal resta urgencia al proceso, al tiempo que procuras hacer programas para que puedan ser escuchados a la larga tanto aquí como en Antofagasta. Echo de menos un programa diario.
En los últimos años han surgido iniciativas interesantes como la radio de El Estado Mental y las anteriormente citadas. ¿Cree que la creatividad se ha avivado con la crisis o ese planteamiento le parece un topicazo?
Aunque no es mi caso, se están haciendo podcasts formalmente muy atractivos, que pueden suponer una enseñanza para la gente, pero va a ser un proceso lento de cojones. En todo caso, sus oyentes son muy militantes, porque primero te han buscado y luego han encontrado un momento para escucharte. En la radio convencional, en cambio, simplemente se han podido cruzar contigo. Estamos educando a un nuevo tipo de oyentes, aunque no sé si ese nuevo público conformará una masa crítica.
La primera entrega de El Planeador, su nuevo espacio en M21Radio, versará sobre la música de la beat generation. ¿En qué consistirá el programa?
Ejerceré de observador de todas las cosas que están ocurriendo y buscaré los puntos de conexión entre la música y otras artes: literatura, películas, series, cómics… Cuando leí los clásicos de Dashiell Hammett y Raymond Chandler, me llamó la atención la falta de referencias musicales, aunque asociamos a sus personajes con la música jazz, porque los conocemos a través del cine. Felizmente, los literatos actuales pertenecen a una generación mucho más sensible al sonido y la música se ha convertido en un argumento narrativo más, aunque a veces resulte impostado. En El Planeador intentaré trasladar series y novelas a la música, bien porque en ellas se habla de determinados artistas y canciones, bien porque te sugieren unos mundos sonoros concretos.
¿También le pondrá banda sonora a libros que no incluyen referencias musicales?
Es otra de las ideas. De hecho, aunque no lo hago normalmente, estoy escuchando mucha música sinfónica contemporánea. Aunque algunos compositores graban discos, otros han facturado trabajos que han nacido con el pecado original, pues fueron producto de encargos y becas, por lo que apenas son conocidos. Me refiero a autores como Max Richter o John Adams, que poseen una gran capacidad de sugerencia. Hay que ir más allá del jazz y buscar otros fondos sonoros.
¿Qué se pierde y que se gana con el relevo generacional en la crítica?
Se gana todo. Mi hijo también se dedica a esto y no puedo preguntarle, pero cuando estoy a su lado aprendo, aunque tampoco puedo reconocer que lo estoy haciendo [risas]. Me imagino que él también aprenderá a su manera. Este tipo de relevos está bien, porque te sacan un poco de tus comodidades y de tus automatismos.
M21Radio está concebida como una radio escuela y hay chavales viendo cómo se hacen los programas. Me gustaría que se estableciera un sistema para saber si me entienden o si no les interesa lo que hago, aunque cuando trabajas tampoco puedes estar pensando en llegar a un gran público. Confías en que, con el paso del tiempo, alguien lo entenderá. En todo caso, no soy un predicador. Yo no digo: “Esto es lo bueno y vosotros tenéis que seguirme porque llegaremos al reino de los cielos”. Como mucho, sugiero: “Esto es interesante por estos motivos, y si vamos juntos quizás aprendamos unos de otros”.
Por cierto, al final no ha confesado cuántos discos tiene...
Errr… Los tenía en dos pisos y hace unos años los trasladé a un sótano. Un arquitecto tomó las medidas para construir unas estanterías. Contó los metros que ocupaban e hizo la cuenta. Me negué a procesar la cifra, porque tener 30.000 o 300.000 discos —no recuerdo cuántos eran— es un absurdo y una locura. Haría bien en venderlos e irme de vacaciones a Hawai [risas].
El Planeador se emite los martes, a las 22 horas, en el dial 88.6 FM de Madrid o en M21Radio.
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