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Actualizado:El 6 de enero de 1923, Federico García Lorca le hizo el mejor regalo de Reyes a su hermana Isabel y a los niños granadinos, hijos de vecinos y amigos del poeta: un espectáculo de títeres de cachiporra, con música a cargo de Manuel de Falla, en la casa familiar de la Acera del Casino.
Allí llevó a escena una adaptación del cuento tradicional andaluz La niña que riega la albahaca y el príncipe preguntón, germen de La Zapatera, Don Perlimplín o la Tragicomedia de don Cristóbal y la señá Rosita, que cosecharía éxito de crítica y público. Aquel día de Reyes de hace un siglo, la escogida audiencia la conformó apenas un centenar de personas.
El argumento del viejo cuento andaluz en dos estampas y un cromo era sencillo: la niña Irene, hija de un humilde zapatero, riega las plantas en la ventana, un príncipe la observa desde su palacio y se enamora de ella. Luego comienzan los juegos y las farsas. Al final, todo termina bien, entre el alborozo de los críos presentes.
Sin embargo, el drama infantil tiene miga. Lorca y Manuel de Falla trabajarían juntos en algún otro proyecto, como la ópera cómica Lola la comedianta, recuerda Juan Antonio Rodríguez Pagán en el libro El otro lado de El público de Lorca (Isla Negra).
En él se recoge la impresión de Gerardo Diego, que la considera una colaboración "sin par" y el "ejemplo de excepción en toda la historia del arte teatral".
Según el poeta cántabro, "ver por dentro cómo trabajan y se ponen de acuerdo un gran poeta y un músico excelso y mutuamente barajan sus terrenos es un milagro del que sólo, y precisamente por quedar incompleto, podemos gozar en su plenitud". Lorca, además, dejaría inconclusa Cristobical, apenas siete páginas de una farsa también englobada en el teatro de títeres.
Además de La niña que riega la albahaca y el príncipe preguntón, aquella tarde se interpretaron el auto sacramental El misterio de los Reyes Magos y el entremés cervantino Los dos habladores, que contó con un arreglo de La historia del soldado, de Stravinski, a cargo de Manuel de Falla, en lo que supuso su estreno en España.
También sonaron Debussy, Albéniz, Ravel y Pedrell. Acompañando al piano del compositor gaditano, el violinista José Gómez, el clarinetista Alfredo Baldrés y el laudista José Molina. Lorca se encargó de los decorados y manejó las marionetas, obra de Hermenegildo Lanz. El artista sevillano consideraba la obrita como un prolegómeno de El retablo de Maese Pedro, compuesta por Manuel de Falla, representada en París bajo el mecenazgo de la princesa de Polignac y en la que Luis Buñuel llegó a ejercer como director de escena.
Además de su hermana Isabel, también cantó villancicos otra niña, Laura, hija del diputado socialista Fernando de los Ríos, amigo de Lorca y Falla. "A ellas les dedicó la función, un regalo de Reyes que no era material, sino vanguardista. Toda una lección, porque lo esencial es invisible a los ojos", explica Paco Paricio, fundador de Los Titiriteros de Binéfar, que este jueves conmemorarán el centenario de la función granadina durante la representación del Retablo de Navidad en el Teatro del Mercado de Zaragoza (12 horas).
"Es un cuento tradicional que se mueve entre lo grosero y la picaresca, aunque lo más interesante es que Lorca recoge una historia popular protagonizada por un personaje femenino. Nada casual, porque él fue un visionario que reivindicó a las mujeres hace un siglo", añade Paricio, convencido de que para el poeta granadino "la buena vanguardia es la que le da la vuelta a lo popular".
La adaptación lorquiana para títeres de cachiporra de La niña que riega la albahaca y el príncipe preguntón trascendió su casa. Un mes después, el 10 de febrero de 1923, José Francés firma en la revista La Esfera de Madrid un artículo titulado En Granada resucita el guignol, donde aconseja que se le preste atención "a aquellos hombres que conocimos capaces de toda hombría y que, sin embargo, se detienen a veces para que sus pasos ni sus pensamientos asusten a la niñez que se ha despertado".
En el texto, agradece a Lorca y Falla el "generoso propósito de que despierte el íntimo adormecido"; invoca a Caraguezz, Polichinela y Pierrot; reivindica las "farsas clásicas" que hunden sus raíces "en la literatura de ayer" y en los cuentos populares; y aconseja que los guiñoles se alejen de "la bélica obsesión", es decir, de "las luchas, los golpes y las caídas del muñeco", porque para eso ya están los horrores de la guerra. "Los niños ya no ríen [...]. Y nosotros necesitamos su risa como un refugio, como un bálsamo. Que nos venga de ellos el bienestar".
Una década después, en la escala en Montevideo durante un viaje a Buenos Aires, el periodista Pablo Suero entrevista para Noticias gráficas a Lorca, quien describe al compositor como un santo y un místico. "Yo no venero a nadie como a Falla".
Entonces, recuerda la representación de aquella tarde de Reyes de 1923: "Tres días antes del estreno de nuestro teatro, entro yo en casa de Falla y oigo tocar el piano. Con los nudillos golpeo la puerta. No me oye. Golpeo más fuerte. Al fin entro. El maestro estaba sentado al instrumento ante una partitura de Albéniz.
- ¿Qué hace usted, maestro?
- Pues estoy preparándome para el concierto de su teatro.
Así es Falla. Para entretener a unos niños se perfeccionaba, estudiaba. Porque Falla es eso, conciencia y espíritu de perfección".
En realidad, el compositor gaditano era un aficionado al género, pues de niño había mamado la tradición de los títeres de La Tía Norica, luego compañía con espacio escénico estable en 1915. Incluso tuvo en casa su propio teatrillo, donde ejercía de autor, músico, escenógrafo, director y actor.
La afinidad de Federico la ilustra Rafael Mínguez en el libro Lorca (Akal): "Un día llegaron al pueblo [Fuente Vaqueros] unos titiriteros que deslumbraron a Lorca, tanto le gustaron que, tiempo después, su madre le compró un teatrico en donde se representaron las obrillas que él mismo escribía, y entre todos, rebuscando en los baúles ropas viejas hicieron los títeres que divirtieron a toda la familia".
"A Lorca le apasionaba el rito del oficiante y encontró en los títeres la herramienta perfecta", concluye Paco Paricio, convencido de que el granadino es "un titiritero inconmensurable cuya gran lección es el juego". Un pueblo, una plaza, unas marionetas. Arte para críos, "pero como pensaba que se merecían lo mejor, encargó los muñecos a Hermenegildo Lanz y la música a Falla".
Imagínense por un momento a Federico, un día de Reyes de hace un siglo, desempaquetando su regalo ante los ojos atónitos de la chiquillería: "Oigan, señores, el programa de esta fiesta para los niños, que yo pregono desde la ventana del guiñol ante la frente del mundo…".
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