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Mientras un nuevo argot parece campar a sus anchas, fruto de los desmanes lingüísticos de una generación en ciernes, hay palabras que mueren lentamente. Vocablos de otro tiempo que cayeron en el olvido y que, no sin cierto denuedo, reaparecen en nuestras conversaciones como quien rescata un tesoro del pasado. Las hay jaraneras como francachela o regocijo; faltosas como pazguato, tarambana o tontolaba; íntimas como enagua, sostén o tiradillas; por no hablar de las muy castizas fetén, piscolabis o chisgarabís.
El motivo de su progresiva desaparición es incierto, responde por lo general a los usos y costumbres de cada época, un destino azaroso y funesto ante el que poco o nada se puede hacer. Rescatarlas en un escrito o conversación le puede a usted valer el apelativo de pedante, cuando no de repipi o marisabidillo, riesgo que conviene tomar a modo de efímero tributo, como si tras su pronunciación o caligrafía estuviéramos invocándolas de nuevo.
El ubicuo inglés como lengua franca y de prestigio, epítome de la modernidad y del desarrollo tecnológico, impone una optimización que va en detrimento de palabras menos sofisticadas, términos cuya mera enunciación nos retrotrae a tiempos remotos muy dados al chambergo, el zurrón y las polainas. Regionalismos, germanías, extranjerismos, términos que han cambiado su grafía, palabras relacionadas con oficios desaparecidos, expresiones en desuso… el pelotón de caídas en combate no cesa.
Hace apenas unas semanas, se presentaba en la conocida como Caja de las Letras del Instituto Cervantes de Madrid un proyecto de la artista zaragozana Marta PCampos que recopilaba en varios tomos cada una de las palabras desaparecidas del Diccionario de la Lengua Española entre 1914 y 2014. Una suerte de festín para entusiastas del palabro en forma de proyecto expositivo que hasta el 29 de septiembre se podrá visitar en la sede del Cervantes. También se ha creado un foro online "para reciclar palabras muertas", espacio en el que consultar el significado de cada entrada, añadir nuevas y debatir usos posibles.
Pero lo cierto es que este "libro de artista", que bajo el título 1914-2014. Diccionario cementerio del español recoge un total de 2.793 palabras desaparecidas, genera discrepancias entre los expertos. El profesor Pedro Álvarez de Miranda –catedrático de la Universidad Autónoma de Madrid, miembro de la Real Academia Española e inquilino de la silla Q para más señas–, prefiere matizar algunas de esas supuestas defunciones: "En la relación de palabras presentada, se cuenta entre las voces desaparecidas algunos participios que no deben estar en el diccionario, del mismo que no están los gerundios, salvo casos muy excepcionales".
Álvarez de Miranda subraya el carácter excepcional que tiene la eliminación de voces de nuestro diccionario, una tendencia que, en comparación con el número de vocablos que ingresan, no debe preocuparnos. "Nuestro diccionario es eminentemente acumulativo; entre la penúltima y la última edición han entrado a formar parte 5.000 nuevas entradas". Una cifra que si nos atenemos a las 2.793 palabras supuestamente desaparecidas en una década, nos otorga un balance para nada preocupante.
¿Por qué perecen las palabras?
Dejando a un lado los cuestionables verbicidios académicos, lo cierto es que ciertas palabras caen de forma irremediable en una suerte de decadencia que les lleva a un estado comatoso. Tal y como apunta la también profesora Pilar García Mouton –vicerrectora en la Universidad Menéndez Pelayo y miembro de la RAE–, los motivos pueden ser diversos: "Hay palabras que desaparecen porque ya no está viva la cosa a la que daban nombre, por ejemplo, chamarilero y lañador son oficios que se han perdido porque ya no tienen la función social que tenían, lo mismo que ya no hay traperos que vayan por las casas recogiendo papel y trapos. Y lo mismo ocurre con el léxico vinculado al arado o a la siega, que solo los más viejos campesinos recuerdan".
Según García Mouton, detrás de muchas de estas pérdidas suelen estar los cambios que rodean a los hablantes, "en la aparición de novedades con prestigio, que ponen de moda palabras nuevas, y también en el rechazo que, por algún motivo social, hace que se sustituyan unas palabras por otras mejor vistas, eufemismos, que los hablantes adoptan como preferibles". Dicho de otro modo; la lengua es un organismo vivo en constante renovación.
Una opinión que comparte con Álvarez de Miranda, para quien el balance histórico sale positivo y no debemos caer en relatos derrotistas. "Se habla mucho del empobrecimiento del lenguaje, olvidamos que todas las épocas han tenido su cuota de neologismos, parece que a la gente le gusta el tópico de que cada vez se habla peor, pero yo no estoy de acuerdo; las lenguas igual que se van enriqueciendo van soltando lastre poco a poco, pero si miramos en conjunto es más lo que ganamos que lo que perdemos".
Nuestra selección...
En Público no nos damos por vencidos, de modo que átense los machos porque se viene tremendo tributo a todas esas palabrejas que pasaron a mejor vida. Un guirigay terminológico con ciertas ínfulas que a buen seguro le sacará de la inopia. La redacción habló y fruto de una ardua consideración ha tenido a bien pergeñar un batiburrillo de palabros más muertos que vivos.
Palabros como mastuerzo, que le pone nombre a una planta pero también –y sobre todo– a aquella persona provista de una legendaria estupidez; jofaina, la extinta –y socorrida– palangana nocturna; cajuela, versión populachera del clásico maletero; encerado, enorme lienzo escolar de infausto recuerdo; cáspita, expresión de asombro a la que se encomendaría su tía-abuela mientras se atusa la toquilla; diantres, expresión de enfado a la que echaría mano su tío-abuelo mientras se quita la correa; o felón, término este último que creímos finado pero que, fruto de un intrépido equipo de argumentario, ha vuelto a la palestra.
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