madrid
Dicen los más románticos que el ajedrez tiene algo de revolucionario; también de idealista. Es un juego en el que el peón, la pieza más débil y negada del tablero, puede convertirse en la más poderosa y total, la reina. El rey, en cambio, tiene tan poco de especial como los que cubren el frente.
Arturo Pomar Salamanca, conocido durante el franquismo como Arturito, fue patrón nacional y abanderado de este juego durante varios años antes de ser desheredado por el mismo régimen que le alzó. Viajó por el mundo de niño deslumbrando y ya de adulto se batió en duelos extensos contra titanes como Anatoli Karpov, Bobby Fischer o Yefim Geller.
Nacido en Palma de Mallorca en 1931, Pomar fue un niño prodigio que Franco, a través del NODO y de sus campañas propagandísticas, promocionó y exhibió como un modelo de escaparate para mostrar al mundo que España tenía dones intelectuales. Que eso del analfabetismo y la miseria eran invenciones.
Famoso a los doce años
Para sorpresa de todos, su salto a la fama se produjo con 12 años, cuando en un torneo de ajedrez en Gijón en 1944 se plantó ante el entonces campeón del mundo Alexander Alekhine y consiguió arañarle unas tablas, un empate. Cierto es que Alekhine venía de una etapa de borracheras, divorcios y escarlatina, pero seguramente la propaganda pasó por alto el detalle. El ruso, que se costeaba sus vicios en España a base de partidas simultáneas, vio cómo un imberbe bien peinado que se mordía las uñas se resistía a su estilo agresivo, dicen, como su personalidad.
Desde entonces, Arturo Pomar, Arturito para las familias, fue imagen de la dictadura. Paco Cerdá, periodista y autor de la obra El Peón, donde desgaja entre otras la figura de este ajedrecista, así lo verifica: "El franquismo lo supo ver pronto, fue en los años cuarenta. Utilizó a Arturito Pomar como peón de su propia causa. De cara al exterior vendía su imagen como potencia en algo tan intelectual como el ajedrez, aunque imperaba el analfabetismo, y de cara al interior, permitía entretener con circo a muchos millones de seguidores del NODO. Fue un juguete que el franquismo se encontró", apunta.
Las crónicas de la época alimentaban su mística, ayudado por su madre, que respondía a la prensa por él. Poco se supo de Arturito, más allá de que sacrificaba peones para engañar a sus rivales. Partidas simultáneas contra catorce adultos que se saldaban con once victorias, porque la derrota siempre está presente cuando vives en el nacionalcatolicismo. Tras proclamarse campeón de España con 14 años y con un pulcro corte de pelo, comenzó a recibir invitaciones a los torneos internacionales.
De imagen del franquismo a trabajador en Correos
"Arturito fue un trébol de cuatro hojas para el régimen de Franco. Su talento innato, que no fue entrenado ni trabajado en profundidad, lo hizo empatar con 12 años con el campeón mundial (Alexander Alekhine). Cuando hizo tablas al campeón del mundo fue un auténtico boom en todos los círculos ajedrecistas del mundo", evoca Cerdá.
Siete veces campeón de España, la primera de adolescente en 1946, y con multitud de premios internacionales posteriormente –más de veinticinco– , la Federación Internacional de Ajedrez le concedió ya de adulto la categoría de Gran Maestro, el primer español en percibir semejante reconocimiento. La noticia le llegó en forma de telegrama a su oficina mientras trabajaba. Nunca nadie narró una de sus partidas como Víctor Hugo narró los goles de Maradona. Su estrellato no coincidió con su plenitud deportiva, que apenas ocupaba un renglón en las páginas de deportes.
Los focos se apagaron a su alrededor cuando se hizo adulto. Un niño prodigio tiene gracia, pero un ajedrecista adulto no es algo de lo que presumir. "Arturito se convirtió en Arturo y siguió cosechando grandes éxitos deportivos, aunque no creció tanto como esperaba, posiblemente por una falta de preparación deportiva en comparación con los soviéticos u otros países. Cuando sus éxitos, aunque eran muchos, no fueron tan importantes, fue abandonado por el régimen", recuerda el periodista Paco Cerdá.
"Y es así como en 1960, Arturito, el viejo niño prodigio, es un hombre casado y con un puesto de funcionario en la oficina postal de Ciempozuelos: auxiliar de tercera clase del Cuerpo Auxiliar Mixto de Correos, con el haber anual de nueve mil seiscientas pesetas y dos pagas extraordinarias".
Extracto de El Peón, de Paco Cerdá.
Ya sin diminutivos, Pomar-hombre-adulto fue un trabajador de Correos en la oficina de Ciempozuelos. Sus viajes internacionales corrían de su cuenta y de que los turnos de trabajo cuadraran para poder volver a soñar unos días con ser ajedrecista profesional. Fue entonces, cuando la fama hizo el macuto y la popularidad le dio la espalda, cuando culminó su gran hito profesional. Cosa romántica, no fue una victoria.
En 1962, Pomar acudió al torneo interzonal de Estocolmo, donde tuvo que verse las caras con Bobby Fischer, punta de lanza del ajedrez estadounidense en plena Guerra Fría contra la URSS. Varias veces campeón del mundo durante los setenta, el americano vio cómo tras nueve horas de partida y 77 movimientos, no era capaz de superar a un currela que había acudido allí sin entrenador, sin asistente y con un libro sobre aperturas básicas en ajedrez. Pomar sacó un empate cuando partía con las piezas negras, a priori desfavorables. [La partida puede reproducirse aquí].
El rumor cuenta, y Cerdá asegura que el propio Pomar y otros expertos como Leonxto García han verificado la anécdota, que al terminar Fischer dijo al balear: "Pobre carterito, cuando acabe volverás a pegar sellos". No se sabe si con tono hiriente o condescendiente. No se sabe si empatizando o humillando, pero la pura verdad, puesto que Pomar volvía de cada torneo a su rutina habitual, muy lejos de los tableros. Arturo, que de Arturito ya no tenía nada, ofreció tablas a Fischer, que no se lo tomó muy bien. El ajedrez también puede ser un sitio en el que enfurruñarse. Cuatro años después, en La Habana, Fischer se tomó la revancha y ganó a Pomar en 41 movimientos.
Un final agridulce
Lo cierto es que Pomar nunca fue lo que podría haber sido. De haber nacido en una potencia, con la importancia intelectual que se dio al ajedrez durante la Guerra Fría, hubiera accedido a becas y apoyos gubernamentales. Pero Arturo no tenía entrenadores, preparadores ni genios a su alrededor. Era un oasis en mitad de un desierto de autarquía, pesadumbre, cristianismo y derrota. Su fama fue tomada por el régimen más desde el punto de vista del que lo haría Crónicas Marcianas que del que merece una persona capaz de dibujar constelaciones en un tablero de 64 casillas.
Entre sus hitos, también queda la victoria a Yefim Geller en ese mismo 1962, dos días después de empatar contra Fischer. Geller, becado por la Unión Soviética desde joven para competir y considerado uno de los grandes ajedrecistas de la historia, vio cómo Pomar se sumaba un tanto. Solo necesitó 29 movimientos para acabar con su adversario. El español contaba 31 años pero aparentaba unos pocos más. Puede que el ajedrez desgaste más de lo que parece.
Contra Anatoli Karpov, imagen y promoción de los soviéticos que tuvo encuentros memorables contra Kasparov, se cruzó en cinco ocasiones. La épica no tenía dónde rascar y la magia no invadió ninguna de las partidas. La precariedad encontró su techo y Pomar tumbó su rey en todas las ocasiones. Para la galería también quedaron la victoria en el Abierto de Estados Unidos en 1953 y el bronce en la Olimpiada de Leizpig en 1960.
Pomar fue abandonado por las instituciones. Pero nunca estuvo solo; quedaron sus hijos, su mujer y sus recuerdos. "Jugó al ajedrez hasta casi el final. No lo abandonó nunca. Tenía un comportamiento muy frío en muchos aspectos, era un hombre muy tranquilo e iba a lo suyo. Nunca denunció que el régimen lo instrumentalizó ni se posicionó a favor. En la etapa de democracia, en los escasísimos homenajes, los agradecía, pero no los pedía ni pensaba que tenían una deuda con él", zanja Cerdá. Como si él mismo relativizara su trayectoria, en el 2000 donó sus trofeos a un museo. Dieciséis años después, con 84 años, guardó el tablero y las piezas y dijo adiós. Tras el velatorio llegaron los encomios, habitual en España, con un historial peliculero y agrio; el españolito que desesperó a Bobby Fischer.
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