La Iglesia actual debe hacer un profundo examen de conciencia y revisar su relación con la tauromaquia. Una institución que promulga valores como la caridad, la compasión, la piedad o la misericordia no puede seguir amparando la violencia taurina. Apelando a la historia, son muchos los ejemplos de destacados miembros de la Iglesia —desde papas a santos— que se han pronunciado en contra de los espectáculos taurinos. Para animar a la organización católica a una necesaria reflexión, a lo largo de este artículo recordaremos a algunos de estos célebres personajes.
Sea como fuere, lo que parece meridianamente claro es que, hoy en día, la Iglesia no puede dar la espalda a un pasado, el suyo, en el que cuenta con destacados antitaurinos en sus filas. Si la institución eclesiástica quiere adecuarse a los tiempos que corren, debería posicionarse abiertamente contra la barbarie taurina.
Comenzando con el análisis histórico, ante todo debemos ser muy claros y rigurosos. La tradicional relación entre Iglesia y tauromaquia compone un enmarañado tapiz en el que, por encima de todo, destaca el apoyo que ambas instituciones se han brindado mutuamente. A lo largo de los siglos, la organización eclesiástica ha tolerado, cuando no fomentado, la barbarie taurina, actuando incluso como blanqueadora de estas sangrientas diversiones. Pero no es menos cierto que, dentro de esta tendencia, ha habido numerosas y honrosas excepciones en las que la actual Iglesia debería fijarse y reconocer en ellas a grandes referentes antitaurinos propios. En primer lugar nos referiremos al Papa Pío V, de cuya célebre bula antitaurina se cumplen por estas fechas la friolera de 454 años.
Nuestra historia comienza el 1 de noviembre de 1567 cuando, harto ya de tanta barbarie, de desmanes y de muertes, Pío V promulga la Bula De Salute Gregis, más conocida como la Bula antitaurina ya que, en ella, el Santo Pontífice, celoso guardián de los valores más humanistas, cayó en la cuenta de que la sangrienta tauromaquia no solo atentaba contra determinadas creencias cristianas, sino que las contradecía abiertamente. Aquello había que pararlo, y el papa se tomó muy en serio la cuestión.
En una Europa casi medieval, en la que la superstición, la violencia y los espectáculos crueles con animales —como la tauromaquia— eran santo y seña del Viejo Continente, había que hacer algo. ¿Y quién mejor para intervenir que el cabeza de la Iglesia, que tenía en sus manos el poder de mandar literalmente al infierno a los maltratadores de animales? Y, al menos, lo intentó. Así, Pío V no ahorra epítetos de condena hacia la tauromaquia en su Bula. Entre otras cosas, el Pontífice asegura que los espectáculos tauromáquicos son crueles, y más propios de demonios que de hombres. Ahí es nada. Por cierto, esta prohibición de la tauromaquia fue apoyada por el jesuita san Francisco de Borja —Padre General de la Compañía de Jesús desde 1565 y canonizado en 1671—. Pero eso era antes, cuando los jesuitas eran antitaurinos, y no como ahora.
Pío V hace extensiva su bula antitaurina a todos los reinos cristianos, donde la tauromaquia pasaría automáticamente a ser proscrita. Y, como muchos y muchas de ustedes ya saben, para reinos cristianos, de verdad de la buena, ya estaba el español, que a otra cosa no, pero a cristianos no nos gana nadie. Pero hete tú aquí que España, que todo ha de haber en la viña del Señor, se puso de perfil, por no decir de espaldas, ante la palabra antitaurina del papa. Como sucede actualmente con el Papa Francisco, también a Pío V los sectores más conservadores e inmovilistas solo le hacían caso cuando predicaba las cosas que a ellos más les convenían. En caso contrario, como acaece con el bueno de Bergoglio, se saltan a la torera sus sagradas recomendaciones y, si encima se viene arriba contra las injusticias, le tachan de peligroso bolivariano, de rojo comunista y de ir con los pobres en vez de con los ricos, que hasta dónde vamos a llegar.
En fin, volviendo a Pío V, en España el rey de turno, en este caso Felipe II, hizo caso omiso de su bula antitaurina y así, entre el mundo espiritual y el material, nuestro país se quedó con lo material. Evidentemente, el monarca hizo lo que más le convenía: la tauromaquia era el mejor bálsamo, por no decir adormidera, para subyugar a un pueblo fanático y entregado ferozmente al vino y a la sangre de toro, conque ¿para qué voy a quitarle yo a los españoles los toros con lo distraídos que están con ellos? Siglos más tarde, Miguel de Unamuno lo explicaría con mayor claridad: a los poderes establecidos, a los poderes fácticos —Iglesia y monarquía incluidos—, les interesa que los españoles sigan estando drogados con la tauromaquia, no vaya a ser que se la quitemos y les dé por pensar, por vigilar a los gobernantes o, lo que ya sería catastrófico, por hacerse preguntas incómodas sobre religión o política. Y así hasta hoy.
En todo caso, y volviendo a la época casi medieval de Pío V de la que hablamos, hay que advertir de que en aquellos tiempos la tauromaquia y otros espectáculos crueles con animales eran muy comunes en toda Europa. Por más que ahora nos resulte inconcebible, en aquel periodo pre ilustrado no solo España era famosa por las diversiones crueles con animales. Por todo el continente se estilaban espectáculos públicos de peleas de perros contra osos, peleas de perros contra toros o hasta incluso peleas de codornices. El público asistía feliz a estas diversiones y, mientras los animales sufrían, ellos bebían, reían y comían —como pasa hoy en día en todas las plazas, vaya—. Pero también las corridas de toros eran muy comunes en toda Europa, y no solo en España. En el Coliseo de Roma, en Italia, fue habitual, durante siglos, celebrar espeluznantes corridas de toros. En 1332 tuvo lugar una en la que murieron once toros y dieciocho toreros. Muy cultural y muy artístico todo. Se conoce que al populacho de la época, como al público taurino de la actualidad, le iba el rollo de atormentar animales por mera diversión. Pero todo esto cambió paulatinamente en toda Europa, menos en España, eso sí.
¿Qué pasó? Sucedió que una corriente de pensamiento conocida como la Ilustración surgió en el Viejo Continente para transformarlo para siempre. Los ilustrados —todos antitaurinos— proponían el conocimiento y la razón como herramienta para el progreso de la humanidad. Para ellos, el pueblo debía adquirir educación y estar bien instruido, de modo que pudiera ejercer un necesario papel de contrapeso frente a los poderosos. Así las sociedades serían mejores.
La Ilustración, como digo, supuso una transformación paulatina en toda Europa. De una concepción medieval, caracterizada por la superstición, el radicalismo religioso, la barbarie y los espectáculos crueles con animales, Europa pasó lentamente hacia un panorama en el que el conocimiento, la participación ciudadana, la educación y la razón desterraron antiguas y crueles costumbres. España, no obstante, y como ya he señalado, se quedó al margen de este progreso. Mejor dicho, 'fue quedada al margen'. De hecho en España la Ilustración no llegó a cuajar. ¿Adivinan ustedes quién podía oponerse al empoderamiento del pueblo?, ¿adivinan a quién le convenía más que el pueblo siguiera hundido en su analfabetismo y adormecido mentalmente con sus crueles costumbres? Pues sí, adivinan bien: los poderes establecidos —la monarquía y la Iglesia entre ellos— pusieron todo tipo de trabas para impedir que la Ilustración penetrara en España. Y vaya si lo consiguieron. España fue deliberadamente aislada frente a las ideas revolucionarias de la Ilustración, y así se explica uno de los motivos por los que hoy en día persisten en nuestro país los bárbaros espectáculos taurinos, mientras que en el resto de Europa, donde la Ilustración sí arraigó, desaparecieron poco a poco. Los poderosos, como de costumbre, van a lo suyo, y no van a permitir ningún progreso que ponga en riesgo sus privilegios. Y, si eso supone tener al pueblo embebido y drogado con sangre de toro, pues que así sea.
En este sentido, la Iglesia, digámoslo claramente, no se ha metido mucho con la tauromaquia. Ha habido algunos concilios en los que la barbarie taurina ha sido condenada y, a lo largo de los siglos XV y XVI, surgió un interesante debate acerca de si la funesta y sangrienta tauromaquia era pecado o no. Hubo muchos y destacados religiosos que proponían que la tauromaquia ofendía abiertamente las enseñanzas cristianas, y por tanto era pecado practicarla o asistir como público, pero también había curas que no solo la defendían sino que, vestidos con la sotana y todo, saltaban al ruedo a torear porque, como la historia evidencia, se puede ser muy cura, pero también muy bestia.
Pero, para ser justos, conviene reconocer que en el cristianismo español también ha habido, como dije antes, destacados representantes antitaurinos. Y es en estos en los que la Iglesia debería fijarse, pues expanden los tradicionales valores de la religión universalizándolos. El padre Benito Feijoo o su discípulo Martín Sarmiento, por ejemplo, combatieron con fuerza la tauromaquia. También lo hicieron santos como Tomás de Villanueva, quien durante toda su vida mantuvo una postura netamente antitaurina. Por cierto, cuando, años después de su muerte, el antitaurino Tomás de Villanuena fue canonizado, ¿adivinan cómo lo celebramos en España? Sí, con corridas de toros. Así somos en este país: honramos la memoria de un santo antitaurino torturando a unos cuantos toros, porque, total, son sólo toros, y han nacido para eso.
El caso es que, en términos generales, la tendencia histórica de la Iglesia al respecto de la barbarie taurina ha sido la de permitirla, cuando no la de fomentarla, permitiendo que la sangre de inocentes toros se derramara en honor de vírgenes y de santos, como pasó con Santo Tomás de Villanueva. Y es que, como digo, la Iglesia también ha actuado como el mejor detergente blanqueador de la sangrienta tauromaquia, siendo el mejor remedio para 'limpiar' la barbarie revistiéndola de mantos celestiales.
En fin, para ilustrar mejor la relación entre la Iglesia y la tauromaquia nos referiremos a uno de los conflictos más graves que hubo entre ambas instituciones. Este se produjo en determinado momento, cuando los curas se dieron cuenta de que, celebrándose las corridas de toros en domingo, las plazas estaban llenas y las iglesias vacías. Parecía que los españoles, puestos a elegir, preferían la sangre y el cuerpo del toro a la sangre y el cuerpo de Cristo, y esto no, así no. Resulta que evangelizaban más las corridas que los sermones, y hasta ahí se podía llegar. Cada domingo sucedía lo mismo: templos vacíos y plazas de toros a rebosar. Menudo negocio. Había que hacer algo, y cuanto antes mejor.
La solución fue muy simple: las misas dominicales no se podían celebrar entre semana —solo faltaba—, pero las corridas sí. Así que se acordó que el día del Señor seguiría siendo el domingo, mientras que el día de la tauromaquia pasó a ser el lunes. El domingo todos a misa, y el lunes todos a la plaza. No hay por qué enfadarse, si será por días. La Iglesia se quedaba con las almas los domingos, y la tauromaquia con las mentes los lunes. De este modo, y durante años, la cosa quedó de esa manera. La tauromaquia no le pisaba la manguera a la Iglesia porque, al fin y al cabo, qué más da acribillar a los toros un domingo que un lunes. Además, eso les servía para reconciliarse con el estamento eclesiástico, quitándose de encima la posible amenaza de un poderoso enemigo.
Y así hasta hoy. No en vano, ambas instituciones, la Iglesia y la tauromaquia, son, junto a la monarquía, de las organizaciones más tradicionalistas, inmovilistas, reaccionarias, conservadoras y casposas que hay. Y, como es bien sabido, entre amigos no hay que hacerse la competencia.
Ahora, en la actualidad, existen algunos "intelectuales" taurinos que, rizando el rizo de la verborrea tauromáquica, pretenden hacernos creer que la barbarie taurina es subversiva (sic), revolucionaria (sic), feminista (sic), moderna (sic), ecologista (sic) y hasta progresista (sic). Evidentemente esto, como dirían ellos mismos, no tiene un pase. Sin embargo, en un desesperado intento por seguir imponiendo el pensamiento único taurino, dicen estas cosas porque ya no saben qué inventar. Y no podemos permitir que sus ponzoñas lingüísticas y su palabrería nos alejen de la realidad: la tauromaquia es de las instituciones más conservadoras, machistas, reaccionarias e inmovilistas que hay. El progreso, evidentemente, es lo contrario a la tauromaquia. Y lo revolucionario, lo feminista, lo moderno, lo ecologista y lo subversivo, otro tanto de lo mismo. El resto es solo verborrea.
Y, mientras la Iglesia siga permitiendo que los espectáculos tauromáquicos se celebren en honor a santos, y que los curas, con su presencia en los palcos, legitimen la violencia taurina, esta institución seguirá siendo cómplice de la tortura, sufrimiento y muerte de decenas de miles de toros. Señores de la Iglesia, revisen su relación con la tauromaquia. No den la espalda a su pasado antitaurino y tengan piedad también con los toros. Recuerden a Pío V pero, sobre todo, recuerden aquello de 'dime con quién andas, y te diré quién eres'.
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