La limpieza de las calles y la ausencia de vagabundos tirados por el suelo llaman la atención nada más llegar a Los Álamos (Nuevo México), el lugar donde se gestó la Bomba Atómica, bajo la paternidad de, ya saben, Oppenheimer. El silencio, las calles vacías, la perfección del césped de las casas idénticas, los bancos urbanos impolutos y la felicidad de algunos niños que miran silenciosos a los forasteros con pinta de europeos (el abrigo de lana nos delata) resultan incómodos y, después de un par de horas, es algo aterrador. Una está acostumbrada al bullicio, a los gritos de un homeless discutiendo con su enemigo invisible o al baile de ir dando saltitos para no tropezar con los pies de una y otra víctimas del fentanilo. Pero a las cinco en punto de la tarde, es todo mucho más tranquilizador. Por fin un poco de movimiento y aparece el paisaje habitual de gorros de lana medio rotos embozados sobre greñas; zapatos sucios; un plumas con manchas y agujeros de cigarros... la indumentaria de esa gente que no te mira a los ojos, aferrada a sus vasos de cartón que les sirven para calentarse las manos.
Un ojo poco entrenado lo daría por supuesto: son los homeless que salen de algún refugio a esa hora. Pero una ya ha vivido esa experiencia, meses atrás, en un viaje a la cuna de Silicon Valley, Santa Cruz (California), y sabe que no. Que ese joven con ojos vidrioso, sentado en aquel banco podría ser el creador de Paypal y que el del gorro de lana y los mitones agujerados y, eso sí, las zapatillas Allbirds limpias, probablemente es uno de los ingenieros que trabajan en Los Álamos Labs y que pertenece a la clase media de este pueblo, la que gana unos 400.000 dólares al año.
Los Álamos y Santa Cruz pueden considerarse el epicentro de este fenómeno de billonarios o casi que optan por disimular. Por llevar al extremo esa falsa austeridad que propugnaron en los 2000 Zuckerberg o Steve Jobs. Todo por esconder su riqueza y por (no nos engañemos) demostrar su estatus social. El CEO de alguna start up tecnológica puede permitirse el lujo, como las estrellas de rock, como los actores de Hollywood, de vestir con harapos, con ropa que se vende solo por internet, con rotos de fábrica y colores suavizados, como si arrastrara años de uso. Es el lavado a la piedra de los pantalones vaqueros de los 90 pero llevado al extremo.
Pero alguien que está empezando en este mundo se delatará por pequeños detalles clase media, como ponerse zapatos limpios o guantes con dedos en vez de mitones. Por supuesto, los chicos de mantenimiento esas oficinas no pueden permitirse ese lujo, ni se les ocurría porque probablemente un primo lejano o un compañero de primaria vive en la calle y lo último que quieren es parecerse a él, pero esencialmente porque en su contrato habrá alguna clausula sobre la normativa en el aliño indumentario. Para permitirse parecer un desharrapado hay que ser muy rico y muy poderoso.
Algunos dicen que esta tendencia digamos homeless chic está conectada con algo que no paramos de ver en las revistas de moda y en el Instagram de las influencers: el lujo silencioso. Esas marcas de a 500 euros la camiseta de algodón, que son la resaca de la era de los logos por doquier y la ostentación. Pero no, esto va más allá, da la vuelta a ese estilo tan Bill Gates yo-todo-lo-gasto-en-mi-fundación y se trata de una nueva clase social, con sus claves y su mirada puesta, en el fondo, en cronistas de los desheredados como Burroughs o Gingsberg, que también transitaron por Los Álamos y la cercana Ruta 66. Y una, al dejar el pueblo camino de Santa Fe, no sabe si compadecerse o envidiar a esos chicos (y pocas chicas). Esas mentes más brillantes de su generación devastadas por el aburrimiento; cabezas de ángel abrasadas por gorros de lana en plena primavera que parece agosto.
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