El hambre ya no solo no vende para los medios de comunicación, sino que tampoco cotiza en el mercado de la solidaridad. Por primera vez desde la fundación de la ONU, los fondos recibidos para emergencias humanitarias han disminuido con respecto al año anterior: de 30.000 millones de dólares en 2022 a 21.000 en 2023. El Programa Mundial de Alimentos (PMA), la agencia de las Naciones Unidas encargada de evitar las hambrunas en un mundo que produce y desecha comida para 2.500 millones de habitantes más de los que tiene el planeta, no tiene presupuesto siquiera para evitar la que, advierte, será la "peor crisis de hambre en décadas". Los casi dos millones de personas que han tenido que huir de Sudán por la guerra y por una limpieza étnica no merecen siquiera tener garantizado un paquete de comida al mes que les impida morirse.
Los grandes donantes del PMA -Estados Unidos, Alemania, la Unión Europea y Japón- no encuentran aliciente en contener la crisis humanitaria más grave que está viviendo el mundo. Así que sus responsables en Chad y Sudán reciben los fondos mes a mes, sin saber si recaudarán lo necesario para el siguiente reparto, y cada vez menores cuantías. Hasta el punto de que en el reparto de abril han tenido que reducir las raciones y suprimir el aceite. Varios centenares de miles de refugiados –el 90% mujeres, niños y niñas– sólo han recibido sorgo y legumbres, y sólo en la cantidad mínima para cubrir las necesidades calóricas básicas. Y para los menores con síntomas de malnutrición, sobres energéticos específicos para frenarla.
Analistas internacionales hablan del desgaste que ha vivido el concepto "necesidad" entre los países ricos, especialmente cuando afecta a los Estados africanos más pobres. Es decir, las naciones que deben su riqueza y poderío al expolio de los más empobrecidos ya no ven la necesidad de enviarles migajas a sus habitantes para que no se mueran de hambre. Atrás quedaron los años de las grandes movilizaciones para que el Norte Global destinase un 0,7% de su presupuesto a reparar mínimamente el daño ocasionado durante siglos a través de la cooperación al desarrollo. Y en las promesas electorales ya nadie habla de erradicar el hambre y, aun menos, de justicia social y solidaridad internacional. Y no lo hacen, sencillamente, porque son cuestiones que no atraen votos ni repercuten en reputación o visibilidad.
En Estados Unidos y Europa el debate político sobre la ayuda a terceros países se reduce a cuánto armamento hay que enviar a Ucrania para defenderse de la invasión rusa, a Israel para seguir masacrando a los palestinos y, mínimamente, sobre la comida y los medicamentos que enviarán a Gaza mientras su socio predilecto sigue bombardeando, asesinando, mutilando y dejando huérfanos a miles de niñas y niños.
Mientras, el hambre –que también emplea como arma de guerra Israel– avanza imparable en el mundo. Según datos de 2023, 735 millones de personas viven atenazadas por la falta de comida, 122 millones más que en 2019. Sólo en Centroamérica, una de cada diez personas viven en la inseguridad alimentaria, es decir, no tienen acceso a los alimentos necesarios para su bienestar. Más de 15 millones de personas. Y en México, uno de cada cuatro habitantes. Treinta y dos millones de seres humanos. Mientras, un tercio de los alimentos producidos en todo el mundo termina en la basura. Porque el hambre no tiene que ver con la capacidad de producción agrícola y ganadera, sino con un sistema económico mundial en el que tiene que haber excedentes de comida y de seres humanos para que el negocio siga engrosando los bolsillos de las grandes fortunas.
Observado todo esto desde la frontera de Sudán, donde más de 18 millones de personas dependen de la ayuda internacional y desde Chad, donde sobreviven 700.000 almas abandonados en medio del desierto, cubiertas con una tela y sujetas con palos, sin apenas agua, ni comida, ni letrinas, ni las mínimas condiciones de vida para ponerse a salvo de la malnutrición, de las diarreas, de las infecciones de todo tipo, resulta obvio que para el sistema mundial estas vidas no tienen ningún valor, que estos niños y niñas sudaneses son desechables, apenas carne oscura con lagrimales legañosos acosada por las moscas y la muerte.
Por eso, la crisis humanitaria más grave del mundo es también la más invisibilizada: dicen que lo que lleva pasándole décadas a los mismos de siempre -guerras, expolio, genocidios y hambruna- no es noticia. ¿Qué debería ser noticia entonces? ¿Que, por primera vez en el siglo XXI, la llamada comunidad internacional no va destinar el dinero necesario para impedir que volvamos a las grandes hambrunas de los años 90? ¿O que la Unión Europea se haya apresurado a firmar nuevos acuerdos con Túnez para impedir que los refugiados sudaneses puedan llegar a Europa?
En los campos de refugiados de Chad la mayoría de los hombres no ven otra salida que migrar. Aun teniendo conocidos sufriendo en Libia o ahogados en el Mediterráneo. Y aun así, si no siguen su ejemplo es porque no pueden conseguir el dinero necesario para intentarlo. Porque aquí, en medio de este secarral sin apenas agua ni comida, el único horizonte es el hambre. El hambre que sufren cada vez más personas en un mundo al que le ha dejado de interesar.
¿Será porque nos hemos olvidado de lo que significa pasar hambre? ¿Se nos habrá olvidado porque muchos medios consideran el hambre "caballo muerto"? "Caballo muerto" es una expresión inglesa que se emplea para decir que ya no se le puede sacar más rédito a algo. Y es la que algunos directivos de medios de comunicación emplean cuando los periodistas les ofrecemos reportajes sobre la pobreza o el hambre. Rodeada de niños y niñas hambrientos me pregunto: ¿quién está más muerto? ¿El bebé que agoniza en un campo de refugiados o quienes nos hemos creído que puede haber mayor urgencia política que erradicar el hambre?
Este texto es parte de la alianza de periodismo colaborativo otrasmiradas.info
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