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MADRID.- Resulta difícil de cree, incluso para las encuestas, que no supieron otear el espectro del populismo del Brexit, ni mucho menos la victoria de Donald Trump en EEUU. Pero el año que ahora toca a su fin pasará a los anales de la historia contemporánea como el de la irrupción del fantasma del nacionalismo exacerbado. Y eso que el factor sorpresa, el mismo que no ha sabido valorar convenientemente la mayoría de sondeos de opinión, comulga mal con la sucesión de vestigios encadenados que apuntaban a este sombrío horizonte.
Mucho antes de que, en otoño, Trump lograra persuadir a 61 millones de americanos, contra el viento de las élites políticas de ambos partidos ─el republicano, con el que concurrió a las elecciones, y el demócrata─, y la marea del establishment económico-financiero. O de que, ya en primavera, Nigel Farage, el primer interlocutor de Trump tras su triunfo y máximo exponente de la salida de Reino Unido de la UE, enarbolara las consignas anti-immigración, arreciara contra los ciudadanos del mundo o modelara como eslogan de campaña el regreso a la Vieja Gran Bretaña.
El totalitarismo de derechas ha logrado instaurar en la sociedad la inseguridad y la insolidaridad colectiva después de años de creciente desigualdad en el reparto de la riqueza
En Europa ya campaban a sus anchas el Frente Nacional francés, el Fidesz húngaro o el Partido Justicia y Ley polaco. Sin olvidarse del ultraderechista Norbert Hofer, a punto de hacerse, en una doble contienda reivindicativa ─con denuncia de recuento de votos por medio─, con la jefatura del Estado austriaco, némesis posterior del fallecido Jörg Haider, que logró sortear, como Viktor Orban un decenio después en Hungría, las teóricamente estrictas normas comunitarias contra las ínfulas totalitarias. Todos, en definitiva, utilizan un denominador común: la apelación a la nostalgia nacionalista y a la recuperación del perdido orgullo patrio, aderezado con un contundente rechazo a todo componente de liberalismo que ha imperado en el orden global.
El resultado ha sido el fulgurante tránsito desde unos años de creciente desigualdad en el reparto de la riqueza ─efecto de la crisis financiera de 2008 y del cúmulo de errores en las políticas económicas y sociales de los gobiernos de las potencias industrializadas─ a otros, los actuales, en los que se ha instalado la insolidaridad y la inseguridad colectiva, así como el pánico individual ─entre un extracto social cada vez más amplio─, a nuevas pérdidas de derechos adquiridos por razón de la nacionalidad, como las pensiones o los servicios sanitarios o educativos … ¡en beneficio de extranjeros!
Stieg Larsson, el autor de la saga Millenium ─experto, crítico y estudioso de los movimientos de extrema derecha europeos, especialmente en los países escandinavos─, ya advertía en vida, a mediados de la década pasada, del irónico lenguaje que usan los líderes ultras. Con constantes alusiones a la democracia, la justicia y la libertad. Pese a sus perfiles autoritarios y a sus constantes referencias a la ley y el orden. Y a pesar de su palpable falta de respeto por los derechos civiles y de sus aversiones a cualquier adversario o rival político. Dentro o fuera de sus partidos. Incluso si, como en el caso de Marine Le Pen, es el padre de la criatura. Dicho de otro modo. Usando y abusando ─avisaba Larsson─ de falsos argumentos en defensa de los de los principios de libertad, igualdad y fraternidad que rigieron la Revolución Francesa de 1789 y que se asentaron en las constituciones democráticas posteriores. Pero mensajes, al fin y al cabo, que calan en sociedades cada vez menos permisivas con el diferente, primero, y con la globalización, después.
Los ejemplos son múltiples. Detrás de esta dialéctica aparecen las protestas en Reino Unido contra los inmigrantes ─primero, polacos; luego, rumanos y, en general, islámicos─ que trabajan en la ilegalidad y cuyos hijos copan las aulas del selecto sistema educativo del país, y contra el retroceso del poder adquisitivo de sus nacionales o el desprecio al concepto de ciudadano del mundo, al tiempo que surge el apoyo visceral al restablecimiento de la soberanía nacional para hacer leyes propias. Con independencia de que sean equivocadas y vayan contra el necesario multilateralismo que debe imperar en asuntos como la batalla del cambio climático, sobre el que ha resurgido, de nuevo, las teorías negacionistas y conspiranoicas.
Los extranjeros han sido el caldo de cultivo idóneo en el que se ha cocido, a fuego lento, el miedo a la globalización o la nostalgia nacionalista
Aunque también se deben incluir en este pasaje del terror las proclamas islamófobas de su líder holandés, Geert Wilders, que le han situado a la cabeza de los sondeos para las elecciones del próximo marzo o la amenaza que, para el generoso Estado de Bienestar sueco y sus pensiones, supone para Demócratas Suecos la alta fertilidad de los inmigrantes musulmanes en general ─con especial fijación en los asilados sirios e iraquíes─ y que les ha encumbrado también en las encuestas, hasta otorgarles una de las llaves de la gobernabilidad futura.
Al igual que el doble rasero de Le Pen, de pedir el voto a los musulmanes franceses para que elijan “a sus vecinos”, en un intento, efectivo para el Frente Nacional, de que hagan de muro de contención frente a futuras remesas de inmigrantes con los que repartir sus actuales ayudas sociales, o el intento ─en vano porque no venció en las primarias para volver a dirigir a los conservadores-─ de Nicolas Sarkozy de escarbar hasta los “ancestros galos” para recuperar el espíritu francés. Además de los esfuerzos, también eficientes, de Orban de saltarse a la torera la libertad de tránsito de refugiados procedentes de Siria dentro de las fronteras europeas para evitar que recalaran en Hungría.
Sin embargo, hay ejemplos de nacionalismo coetáneos, aunque ajenos a la doctrina identitaria de derechas. Quizás el mejor exponente sea la Rusia de Vladimir Putin, con su invasión bélica de parte del territorio de Ucrania, su uso de la energía (el gas y el petróleo) como arma de política exterior, primero frente al “régimen fascista” de Kiev ─apelativo recurrente para los medios de comunicación afines al Kremlin─ y luego contra Europa (en especial, Alemania). Sin olvidarse del resurgimiento del Sueño de China, lanzado en 2012 por el presidente Xi Jinping, con medidas de educación patriótica, la huida de los valores occidentales, la hostilidad hacia lo extranjero, la recuperación del sentimiento anti-japonés o la desempolvada propaganda contra una globalización gobernada por EEUU que impide el liderazgo de Pekín. Ni del autoritarismo del general Al Sisi en Egipto, que responsabiliza a los Hermanos Musulmanes de todos los males del país mientras se erige en Padre de la Patria. Como tampoco de la deriva islamista y democrática de Erdogan en Turquía, o del nacionalismo étnico en la India de Narendra Modi.
El conflicto entre lo global y lo nacionalista "ha logrado apoderarse del centro político", hasta el punto de ganar elecciones en Reino Unido y Estados Unidos
George Friedman, uno de los más reconocidos analistas internacionales, explica este fenómeno en que el mundo está experimentando una mutación desde el viejo debate entre un modelo liberal o conservador hacia otro en el que prima el conflicto entre lo global y lo nacionalista, y que este último planteamiento “ha logrado apoderarse del centro político”, hasta el punto de ganar elecciones en Reino Unido y EEUU. A su juicio, el multilateralismo y la globalización “están ahora a la defensiva”, pero su rearme ideológico no puede soslayar ─aclara─ dos aspectos relevantes del mayor y más reciente antecedente de totalitarismo, el periodo de entre guerras y la segunda contienda mundial.
El primero, la falta de habilidad de la comunidad internacional para forjar una alianza proactiva que contuviera a Alemania y destrozara el nazismo. Al que hay que añadir la aseveración de que la crisis económica que precedió a la Gran Guerra surgió por el colapso del comercio global y la instauración del proteccionismo. Friedman admite que hay factores que hacen compleja la reacción. Entre otros, cita la grave dolencia que afecta al capitalismo desde 2008 por sus excesos; la erosión doctrinal entre derecha e izquierda o la vulnerabilidad del multilateralismo. Pero incide en la necesidad de superar los dogmas autoritarios y que los líderes democráticos vuelvan a descubrir ─y a trasladar a sus sociedades─ las bondades de la integración política y económica, en términos de riqueza y progreso, frente a las catástrofes consecuencias de prejuicios basados en la etnia, la religión o el concepto nación.
La UE podría enfrentarse a una posible desintegración si, por ejemplo, el Frente Nacional de Pen ganara las presidenciales o Alternativa para Alemania creciera en respaldo social
Sin mencionarla, parece que la reflexión de Friedman apunta a Europa. En concreto, a más Europa. En un momento en el que acoge a la extrema derecha más poderosa que ha existido en el Viejo Continente desde la década de los treinta del siglo pasado. Y con el riesgo latente a una posible desintegración de la UE si, por ejemplo, el Frente Nacional de Marine Le Pen ganase las presidenciales de primavera y pusiera en marcha el Fraxit, el partido ultra Alternativa para Alemania creciera en respaldo social más allá del 13% actual o si detona la eurofobia en un espacio, el del club comunitario, con más del 26% de desempleo y tasas insostenibles de paro juvenil en sus llamados socios periféricos.
Porque, como atestigua Heather Grabbe, director del Open Society European Policy Institute, los dirigentes europeos pueden corregir el dumping social y hacer pasar factura a partidos autoritarios que, como el finlandés, han reducido a la mitad su respaldo electoral después de asumir la responsabilidad de gobierno en un gabinete de coalición. Friedman, al frente de otro think-tank, Geopolitical Futures, considera prioritario que Europa se consolide, avance estratégicamente en el plano económico, de defensa y de unificación política y se presente como baluarte doctrinal en un hipotético triunvirato entre la América Primero de Trump, el Brexit poco entusiasta de Theresa May o la nostálgica Rusia de Putin. Eso sí, con su eje (Francia y Alemania) a pleno rendimiento y con convicciones integradoras sin fisuras. Un dilema que, antes, tiene que salvar el escollo electoral en Francia, en primavera, y en Alemania, en otoño.
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