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Actualizado:Con su habitual mezcla de carisma, poder de persuasión y pragmatismo, Luiz Inácio Lula da Silva avanza a paso firme de cara a las elecciones presidenciales de octubre en Brasil. El exmandatario progresista ha presentado oficialmente su candidatura junto al conservador Geraldo Alckmin, en un intento por captar votantes moderados para sacar del Palacio del Planalto al ultraderechista Jair Bolsonaro. Mientras Lula encabeza todas las encuestas y el descontento popular crece por la crisis económica, el presidente brasileño sigue empeñado, con el apoyo de un sector de las Fuerzas Armadas, en cuestionar el sistema electoral. Ante las maniobras antidemocráticas del excapitán del Ejército, una interrogante recorre la precampaña brasileña: ¿Aceptará Bolsonaro una derrota electoral?
Si hace cuatro años la campaña electoral giró en torno a la corrupción, en esta ocasión la crisis económica marcará la agenda tras una pandemia que ha dejado más de 600.000 muertos y ha golpeado duramente el bolsillo de millones de brasileños. La gestión de Bolsonaro ha sido desastrosa, un lastre que le ha alejado de muchos de los que le votaron hace cuatro años. La inflación esta desbocada (12%), el crecimiento económico es menor del esperado (se prevé un aumento del 1% del PIB este año) y hay 12 millones de desempleados (11,6%). Para tratar de contrarrestar el descontento popular, el gobierno ha lanzado el programa Auxilio Brasil, un subsidio para las familias más necesitadas que trata de emular el exitoso Bolsa Familia de Lula. Las medidas de inclusión social aplicadas durante los mandatos del exsindicalista (2002-2010) lograron sacar de la pobreza a unos 30 millones de personas.
A sus 76 años, Lula tiene la victoria en su mano. Aunque Bolsonaro ha recortado distancias desde finales del año pasado, Lula continúa al frente en todos los sondeos, tanto en primera como en segunda vuelta. El más reciente, divulgado el miércoles por la consultora Quaest, le otorga al exobrero metalúrgico un 46% de apoyo frente al 29% que obtiene Bolsonaro. Datafolha, en su último sondeo, también arrojaba una diferencia de 17 puntos (43%-26%), mientras que MDA reduce la brecha a la mitad (40%-32%).
Como recuerda el politólogo Marcos Coimbra en un artículo publicado en la revista Carta Capital, desde 1989 todos los candidatos presidenciales que lideraban las encuestas seis meses antes de las elecciones, ganaron en primera o segunda vuelta. Ocurrió ese año con Fernando Collor de Mello, y volvió a suceder con Fernando Henrique Cardoso en 1994 y 1998, con Lula en 2002 y 2006, y con Dilma Rousseff en 2010 y 2014. Solo hay una excepción: la victoria de Bolsonaro en 2018. Seis meses antes de la votación, otro candidato encabezaba los sondeos: Lula da Silva. El dirigente del Partido de los Trabajadores (PT) no pudo presentarse entonces a las elecciones al ser condenado por corrupción. Tras pasar 580 días en la cárcel, en marzo de 2021 el Tribunal Supremo consideró nulas las actuaciones realizadas por el juez Sergio Moro (a quien Bolsonaro nombraría ministro de Justicia) y Lula quedó rehabilitado. La condena contra el líder progresista ejemplifica cómo el denominado lawfare (guerra jurídica) incide en la política en algunos países de América Latina. Previamente, en 2016, Rousseff había sido apartada del poder a través de otro "golpe suave": un impeachment parlamentario.
La élite económica y los grandes medios de comunicación apoyaron sin reservas a Bolsonaro hace cuatro años. Muchos brasileños de clase media y baja compraron su discurso de regeneración democrática y creyeron a pie juntillas las fake news distribuidas por WhatsApp contra los dirigentes del PT. El final de esa historia es conocido. Brasil es hoy un país arrasado por las políticas ultraderechistas de un presidente arrinconado también por escándalos de corrupción.
Pragmatismo electoral y político
La elección de Alckmin como candidato a vicepresidente es toda una declaración de principios por parte de Lula. El exgobernador de São Paulo, uno de los fundadores del centroderechista Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), fue rival de Lula en las elecciones presidenciales de 2006. Más tarde abandonaría su formación, muy debilitada en los últimos años. Su fichaje supone para Lula una poderosa baza para pescar votos en el caladero de las clases medias de centroderecha (siempre recelosas del PT) y, al mismo tiempo, ganarse la confianza de los mercados con un compañero de viaje apreciado por el establishment financiero.
No es la primera vez que el PT promueve alianzas con el centroderecha. Alckmin ha prometido lealtad institucional, algo que no cumplió Michel Temer, el vicepresidente derechista que traicionó a Dilma y se sumó a la conspiración parlamentaria para destituirla y quedarse un par de años en el poder sin respaldo popular. El PT también ha precisado de pactos contra natura en el Congreso, donde pequeños partidos sin una ideología definida (el denominado Centrão) acaban siendo fundamentales para sacar adelante la agenda legislativa.
La fórmula Lula-Alckmin es, por encima de todo, una valla de contención ante la amenaza neofascista en Brasil. La elección está así totalmente polarizada (el resto de candidatos no llega a los dos dígitos en los sondeos y el exjuez Moro ha retirado su candidatura) entre el totalitarismo que representa Bolsonaro y la apuesta por preservar los principios democráticos que defiende Lula.
La amenaza golpista
Ante una posible derrota electoral, Bolsonaro (67 años) ya está maquinando cómo impugnar el resultado de las urnas. El pasado 7 de septiembre, el Día de la Independencia de Brasil, movilizó a sus simpatizantes (entre los que se encuentran las temidas milicias paramilitares que siembran el terror en las favelas) en una suerte de ensayo general involucionista. Es conocida su admiración por los espadones que perpetraron el golpe de Estado en 1964 y que impusieron dos décadas de dictadura. Ahora está promoviendo la participación de las Fuerzas Armadas en el control de los votos en octubre al margen del Tribunal Superior Electoral. El peso de las Fuerzas Armadas en el gobierno de Bolsonaro es abrumador. El dirigente ultraderechista ha abierto las puertas de la Administración a más de 6.000 militares que deben obediencia a su comandante en jefe.
La estrategia de Bolsonaro sería similar a la que orquestó Donald Trump frente a Joe Biden: la denuncia de un supuesto fraude electoral. El excapitán ya ha cargado las tintas contra el voto electrónico vigente en el sistema electoral brasileño. La amenaza golpista no es una fantasía ni un arma propagandística de la campaña de Lula. Bolsonaro fue durante casi tres décadas un diputado raso en el Congreso que abogó en más de una ocasión por una asonada militar. Si Lula vence con claridad el 2 de octubre y evita la segunda vuelta, las opciones de impugnación de Bolsonaro se debilitan. Por el contrario, el escenario de un triunfo ajustado de Lula en segunda vuelta (el 30 de octubre) daría alas al mandatario para llamar a una movilización violenta de sus seguidores bajo el argumento falaz del fraude.
Organizaciones como Human Rights Watch (HRW) ya han dado la voz de alarma: "Al sembrar dudas infundadas sobre el sistema electoral y proponer un sistema de conteo alternativo que estaría bajo su control, el presidente Bolsonaro parece estar sentando las bases para impugnar la voluntad de los votantes si no resulta reelegido, o incluso para intentar cancelar la votación”, dijo en un comunicado María Laura Canineu, directora de la oficina de HRW en Brasil. Los comicios de octubre serán los más decisivos para los brasileños desde el retorno de la democracia en los años 80. Como suele repetir Lula en sus actos de precampaña, "nunca fue tan necesario hacer una elección correcta".
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