Las protestas y revueltas que señalaron el inicio del conflicto sirio se iniciaron hace exactamente diez años en la ciudad sureña de Deraa, al calor de los sarpullidos primaverales que azotaron a varios países árabes. Las protestas enseguida dieron paso a la guerra más terrible que el mundo ha visto en muchos años, donde todos los agentes jugaron sucio.
Aunque la literatura publicada suele indicar que las protestas de Deraa fueron espontáneas, nada hay más lejos de la realidad. El último embajador de Estados Unidos en Damasco, Robert Ford, tenía la debilidad de recorrer el país incitando abiertamente a la rebelión, y las actividades encubiertas de distintos servicios secretos occidentales, con el británico a la cabeza, se empeñaron en desestabilizar el país, lo que sucedió de manera despiadada.
Fue necesario esperar varios años para tener la certeza de las injerencias occidentales, publicadas en medios del Reino Unido, Estados Unidos y otros países europeos, aunque estaba al alcance de cualquier observador comprender que los occidentales, sin olvidar a Israel, desde el principio se metieron en el conflicto hasta los corvejones.
Es difícil creer que todos los agentes occidentales implicados creyeran, como dijeron ampulosamente sus líderes, que lo que buscaban era la democracia. Así que cuando, poco después, como era previsible, los yihadistas asumieron el descontrol de la situación, ya todo era irreversible. Para más inri, los occidentales alimentaron generosamente los arsenales yihadistas de manera directa e indirecta.
No solo ocurrió desde las bases occidentales en Turquía, aunque fue desde ese país desde donde más se contribuyó a la desestabilización, sino también desde el sur, desde Jordania y sobre todo desde Israel. La filtración no deseada de un informe interno de los cascos azules desplegados en la línea que separa Israel de Siria, proporcionó abundantes datos sobre los continuos contactos y el apoyo directo, en armas y suministros, de Israel a los yihadistas.
Como donde las dan las toman, el caos sembrado pronto se volvió contra los occidentales con una interminable serie de atentados cometidos por parientes directos de los yihadistas que los occidentales habían engordado y armado hasta los dientes en Siria. Numerosas ciudades europeas vieron cómo corría a borbotones la sangre de sus ciudadanos, que era del mismo color que la que sus delicados mandatarios vertían en Siria.
Los resultados de esta intensa actividad fueron escandalosos. El número de muertos ha sido de 387.000, según el cómputo del opaco Observatorio Sirio de Derechos Humanos de Londres, aunque hay estimaciones superiores. Nadie se ha preocupado de establecer el número de heridos. El número de desplazados, incluidos los que abandonaron el país, es superior a la mitad de la población.
La economía ha naufragado. La libra se ha hundido exponencialmente. Las colas en las panaderías son multitudinarias. Los salarios no sirven para nada. Las infraestructuras están destrozadas y la reconstrucción no está a la vista por la sencilla razón de que los mandatarios occidentales prefieren continuar con las duras sanciones hasta que el país entre en una vía de "democratización".
Los tribunales internacionales tienen trabajo. Se acusa al presidente Bashar al Asad de haber usado armas químicas y de una serie de "crímenes de guerra". Estas acusaciones parecen calmar a los mismos mandatarios occidentales que incitaron y financiaron a los grupos opositores, es decir a yihadistas que rebanaban el cuello a quien se ponía por medio delante de cámaras de vídeo.
El cinismo imperante llega al punto de que los mismos mandatarios que entre lamentos se rasgan las vestiduras una y otra vez atribuyendo ataques químicos del régimen de Damasco, se olvidan de que son responsables de la muerte de un ingente número de sirios, por haber armado y financiado a los grupos opositores después de impulsar la guerra civil.
Está claro que esto no va a cambiar, que las sanciones continuarán vigentes, lo que impedirá la reconstrucción y permitirá que el hambre y la pobreza sigan castigando a toda la población. A los mandatarios occidentales no les importa un comino, porque lo que quieren es implantar una democracia liberal modélica sin contar con la realidad social y religiosa de Siria.
Los occidentales saben que Rusia e Irán, aliados del gobierno de Damasco, no pueden emprender la gigantesca tarea de reconstrucción necesaria por sí solos. Esto significa que los sirios van a continuar hundiéndose hasta convertirse en un país de pobreza extrema y con una sanidad insuficiente, un estadio en el que ya se encuentra pero que siempre podrá agravarse otro poquito más.
El relevo de administración en Washington debería significar un cambio también para Siria, pero el presidente Joe Biden no ha dado ninguna indicación en esa dirección. Washington mantiene unos cientos de tropas en el nordeste del país, justamente donde están los principales yacimientos de petróleo, lo que impide a Damasco acceder a esa riqueza.
Después de diez años de conflicto, el panorama no puede ser más dramático. Con pocas diferencias, los occidentales van a seguir metiendo presión al régimen, lo que va a pagar muy caro el conjunto de la población, mientras que el presidente Asad, salvo imprevistos que no parecen probables, va continuar al mando del país, ostentado el poder pero sin que eso repercuta en el bienestar de la población, algo que ya les va bien a los occidentales.
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