Opinión
Ella no estuvo en Stonewall, pero sabe quién dio la cara


Por Andrea Momoitio
Periodista y escritora
De fondo, algo que parece música chill out se mezcla con las sirenas de la policía. Quedamos en El Almodóbar, el único bar con apariencia hipster de Cortes, el barrio bilbaíno en el que vive. La gentrificación no ha arrasado todavía la calle en la que se ha ejercido históricamente la prostitución en Bilbao. Nos ha costado mucho encontrar un momento que nos encajara a las dos para volver a vernos. Alguien nos puso en contacto hace años. Tardé en retomar el contacto con ella y me pidió que le mandase una foto por WhatsApp para reconocerme: “Sí, sí, ahora caigo”, me dijo. A mí se me amontonan las preguntas y a ella, las respuestas.
Hablamos de Jeanette, de Paco España, de Pierrot, de las luces de neón que ya no iluminan este barrio, de algunos nombres de relevancia para la historia del transformismo en el Estado español. De sus años de su moza, de su vida en Canarias, del tiempo. A veces se va por las ramas, pero retoma el hilo. Entre pitillo y pitillo, saluda a las vecinas. Estos días, que hemos conocido el fallecimiento de Kim Pérez, volver la vista atrás parece que calma algo las ausencias.
Llegó a Bilbo el día que hacía 22 años: el 18 de noviembre de 1980. Dice que siempre ha tenido la cara de su madre y el cuerpo de su padre, “pero transformado por las hormonas”. Me enseña una foto y, la verdad, su padre parece un hombre con mucho carácter. Tuvieron mala relación durante muchos años, pero “luego lo comprendes todo con el paso del tiempo”. A mí me cuesta entenderlo y ella trata de explicármelo: “Mi padre se quedó viudo con ocho hijos. Se amargó. Fue un hombre muy, cómo te diría yo, muy triste. Perdió al amor de su vida”.
—Algo habría de transfobia, me imagino.
—¿Por parte de mi padre?
—Sí
—No, no, no. Mi padre era el clásico machista. Entonces no se sabía lo de trans ni nada, lo único que no quería era tener un hijo maricón.
“Me veía a mí y veía el diablo”, cuenta, pero dice que ella nunca se bajó del burro.
—¿De qué burro ibas a bajarte, mujer?
—Es una forma de hablar, muyaya.
Sí. Lo sé.
Marchó de casa, prácticamente con una mano delante y otra detrás, tras una discusión fuerte con su padre. Había dejado ya el cole, que no se le daba especialmente bien. Trabajó en la agricultura, en cocina, de camarera, de freganchín, recogiendo plátanos. Entonces, los alquileres no eran tan caros y tuvo, además, alguna amiga que le echó un cable. Ha perdonado a su padre.
No es que se identificara con ese niño maricón del que hablaba su padre, pero de crío ella tampoco conocía otros términos para entenderse. Empezó pronto a hormonarse, ayudada por una conocida que le echaba una mano para inyectarse progynon. Estaba a la venta en las farmacias porque se usaba también para tratar los síntomas de la menopausia. Empezó con una pequeña dosis. Ni endocrina ni nada, claro. Agradece haber empezado el tratamiento siendo una cría y, por eso, entiende la petición de muchas personas trans de poder usar bloqueadores hormonales antes de la adolescencia. Ella pasó de “la pubertad a ser una mujer”. El cambio de nombre llegó mucho después. A pesar de las dificultades, dice que no ha tenido nunca miedo: “No soy mejor que nadie, pero el miedo te paraliza”. No es su caso, desde luego.
No ha perdido el acento canario. Entre un “¿Me entiendes?” y otro, recuerda a Marisa Castillo, una de las primeras mujeres transexuales que consiguieron el cambio de su nombre en el Registro Civil. En julio de 1987, la Sala Primera del Tribunal Supremo hizo pública una sentencia, aprobada por nueve votos a favor y cuatro en contra, por la que se autorizaba el cambio legal de sexo en España. El diario El País publicaba que “la sentencia se refiere al caso del transexual canario Antonio Castillo, que podrá llamarse Marisa, nombre que adoptó tras realizarse el cambio de sexo, e inscribirse como tal”. La sentencia recogía también que había sufrido "una transformación total" de sus caracteres sexuales "tanto primarios como secundarios" y, por eso, admitían que la solución que se adoptaba entonces era "netamente jurídica". No todos estaban de acuerdo. Los magistrados que votaron en contra consideraban que "el sexo es inmanente al ser humano".
—¿Qué te parece que ahora digan algunas feministas que estáis borrando a las mujeres cis?
—Mira, iba a decir una palabrota. ¿Que estamos borrando a las mujeres? Mentira. Son unas paranoicas. Qué absurdo. ¿Tú me ves que yo te voy a anular? Tú naciste mujer, tú puedes tener un hijo. Yo soy transexual. Es mi libertad sexual, es mi sexualidad. Es mi forma de ser. Soy femenina, me siento mujer. ¡A las trans no nos han dado ningún derecho!
Repasa todos los ámbitos en los que siguen siendo especialmente vulnerables. Lo tiene claro: “Todavía nos rechazan por ser trans”.
—Fuimos de las primeras que apoyamos. A ver, yo no porque no estaba en Stonewall, pero las primeras que salieron fueron transexuales y transformistas.
Tiene claro lo que quiere para las que vengan detrás: “Que tengan la opción de trabajar y estudiar lo que quieran. No pedimos extra nada”. Ella ha trabajado de prostituta cuando no ha tenido trabajo en el espectáculo, pero le ha pasado factura. Sabe que hay compañeras con experiencias muy distintas a las suyas, pero ella lo ha pasado mal. Nunca ha tenido chulo y ha trabajado con compañeras cercanas que la han tratado bien. Eso sí, tampoco duda cuando le pregunto por la regulación actual: “¡Que las dejen en paz! Que sigan a las mafias, pero no te metas con las que ejercen por su cuenta porque las estás marginando más. Eso está bien”.
Es una tía muy coqueta. Se cuida. El día 20 de cada mes, al menos durante el invierno, toma una ampolla de vitamina D. En verano, a veces, también vitamina C. Esa es la clave: “Cuidarse, alimentarse bien”. Come de todo, pero no le gusta el pescado. A veces, eso sí, toma pulpo. Nada que tenga escamas, que le repelen. Le gusta pasear, hablar con sus amigas, ver documentales. Le gusta aprender: “Hay que abrirse la mente”. Ella lo hace. Me cuenta que era chavala cuando, una noche, volvía a casa con una amiga. Conducían por una carretera estrecha cuando avistaron una luz verde, una luz verde e intensa, en la carretera, a su altura, a su ritmo: “Si quieres creértelo, créetelo”, dice ante mi cara de sorpresa. Pero yo ya me creo cualquier cosa.
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