Opinión
La normalidad de las personas con enfermedades raras

Por Víctor Salazar Benítez
Un ciudadano que sufre una enfermedad rara
-Actualizado a
Pedaleaba, corría, nadaba… Lo hice desde niño y solo me encontraba libre y feliz. Estudié, me formé, leía con avidez, escribía, y pensaba que había encontrado el equilibrio perfecto entre cuerpo y espíritu. Poco a poco tuve que ir renunciado a cada una de las cosas que hacía. Primero cierta debilidad, dolor que no se sabía de dónde venía, y luego lesiones en la piel, úlceras, sangre…. El infierno ya estaba aquí. Ocho años deambulando de hospital en hospital, de prueba en prueba, rompiendo incluso mis principios y acudiendo a la medicina privada cuando soy firme defensor de lo público. La desesperación te lleva a cualquier cosa. Pero tuvo que ser un hospital público, el Reina Sofía de Córdoba, donde al fin encontré respuesta a lo peor que puede haber: el no saber a lo que te enfrentas, quien es tu enemigo y qué puedes hacer contra él.
En una consulta, a un lado de la mesa, los doctores Fernández de la Puebla y Gómez, al otro Araceli, mi mujer (mi apoyo, mi sostén, mi “todo”), y yo. Me hablaron de eritromelalgia , algo totalmente desconocido para mí, de una enfermedad vascular, muy incapacitante y muy dolorosa . “Tu vida ha cambiado- me dijeron- pero no estás solo, procuraremos ayudarte en todo lo posible”. Y tanto que era desconocida para mí ya que está catalogada como “enfermedad rara” (y más asociada al Reynaud como es mi caso) Y cierto que muy dolorosa, porque yo , habituado a llevar a mi cuerpo al límite en el deporte, a sufrir lesiones y operaciones, no podía ni imaginar que tuviera que soportar el dolor las 24 horas del día y durante momentos en un grado al límite de lo soportable.
Quieres quitarte la enfermedad de la cabeza pero es imposible. Lo es cuando cada paso que da son mil agujas que se te clavan en los pies, cuando tareas cotidianas tan simples como peinarte, cepillarte el pelo o los dientes, abrir una puerta o atarte las zapatillas lo haces con dificultad o necesitas ayuda. O cuando exhausto caes rendido en la cama y tras un breve sueño el dolor te despierta en su máxima intensidad, pasándote por la cabeza cualquier cosa con tal de que esa tortura acabe.
Lo que algunos filósofos han llamado el “no poder” se apodera de ti: no tienes ya poder de obrar, de decidir , de planear nada, de escribir tu propia historia, porque la enfermedad lo impide todo. Y por supuesto caes en el aislamiento, en la “desocialización”, al no poder participar ya en actividades comunes. Lo he notado yo y muchos con problemas similares o peores que el mío: aquellos que al principio se interesan por ti, luego rehúyen, te evitan. Como si desprendieras un aura de negatividad que a ellos le afectara. Aquellos que me rodeaban con cualquiera de mis éxitos deportivos ya no estaban. Algunos de los que consideraba amigos demostraron no serlo.
Te quedas tu con tu familia más cercana, con un par de personas de confianza y con tu valentía y coraje para afrontarlo todo. Eso al fin y al cabo es algo que depende de uno mismo. Lo que ya no depende de mí es la medicina, la ciencia. Los que tenemos una ideología determinada siempre hemos pensado que el bienestar común debe estar por encima del individual y que el Estado llegue a aquellos que lo necesiten. En estos momentos aquel que se ha quedado sin trabajo, el que ha sido desahuciado, se puede sentir desamparado. Yo, al igual que miles de personas con enfermedades raras, también. Nos visibilizan cada año el día 28 de febrero (29 si es bisiesto) cuando los informativos lo recuerdan, pero poco más. No somos personas raras. Somos personas normales que sufren una enfermedad que seguramente es “rara” porque no ha sido investigada lo suficiente. La perversión del sistema capitalista llega a su máximo apogeo: una enfermedad es rara porque la padecen relativamente pocas personas. No hay mercado, no hay rentabilidad pues para investigar y llegar a un posible tratamiento. Aquí es donde debería intervenir el Estado: algo que no hace gobierne quien gobierne. En nuestro país hay excelentes investigadores, cualificados médicos, pero carecen de medios. La inversión en este ámbito no rentabiliza electoralmente. Luego se vanaglorian de que vivimos en un gran país y algunos se abrazan a una bandera que para ellos lo es todo. Imposible cuando los pilares básicos de una sociedad de bienestar fallan como es el amparo de los que más lo necesitan: la política de la vivienda, la educación y, en el caso que me ocupa, la sanidad.
No se quien leerá estas líneas. Pocas personas seguramente. Este tipo de temas interesa poco porque a pocos le atañe y nadie piensa que podrá verse afectado. Pero esta es una lotería que también toca y todas las personas tenemos números para el sorteo. Comprendo que nos cubramos siempre con un tupido velo por encima para protegernos de todo aquello que nos amenaza y que nosotros y toda la sociedad siga girando en su narcisismo cada vez más acusado. Pero jamás perdonaré que todos aquellos que se dicen “servidores de lo público” dejen abandonados a su suerte a tantos aquellos que como yo sufren una enfermedad rara. Solos, sin los tratamientos y cuidados necesarios, con una pensión o prestación irrisoria al haber interrumpido de manera abrupta tu carrera laboral, dependiendo de terceras personas ¿Qué te queda? Tu lucha. Bukowski lo definió mejor que nadie: “Hay veces que un hombre tiene que luchar tanto por la vida que ni tiempo tiene de vivirla.” Ni tiempo ni oportunidad. Pero, pese a todo, yo sigo pensando que la lucha sigue mereciendo la pena.
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