Opinión
Palestina: el problema del apaciguamiento


Por Itxaso Domínguez
Analista especializada en Oriente Próximo y Norte de África
Israel no rompió simplemente un alto el fuego la semana pasada. Lo que ocurrió fue la intensificación de un proceso que lleva más de 78 años en marcha: la limpieza étnica de un pueblo entero. La ruptura de la tregua no es solo una violación de un acuerdo temporal, sino un recordatorio brutal de que la colonización nunca se ha detenido, solo ha cambiado de forma. Mientras el mundo pide lo mínimo, como un nuevo alto el fuego, se ignora el hecho de que el verdadero objetivo de Israel no es la paz, sino la erradicación del pueblo palestino. Esta lógica no es exclusiva de Gaza. En un contexto global donde la violencia se normaliza, las demandas de justicia se reducen a concesiones simbólicas que nunca cuestionan las estructuras de poder que las sostienen.
Palestina: la lucha por la existencia
Como los palestinos nos han repetido durante meses y años, lo que está ocurriendo en Gaza y en el conjunto de la Palestina histórica no debe ser interpretado como un simple quiebre de una tregua en un conflicto territorial. Israel, al romper el alto el fuego, ha intensificado un proceso mucho más complejo y perverso: la eliminación sistemática del pueblo palestino de su propia tierra. Esta no es una guerra tradicional; es una campaña genocidiaria, una estrategia que persigue la erradicación de la identidad palestina bajo la forma de un proceso de limpieza étnica, camuflado por operaciones militares y políticas de ‘seguridad’ que sólo buscan disimular la violencia estructural que lo sustenta.
Más de 78 años de colonización no han sido suficientes para Israel, que sigue buscando una ‘solución definitiva’ a lo que considera su ‘problema palestino’. Este ‘problema’ no es otro que la resistencia de los palestinos a desaparecer y permitir que su territorio sea colonizado y transformado en algo completamente ajeno a su historia y cultura. Gaza, hoy convertida en un campo de muerte, es testigo de un proceso acelerado de exterminio y desplazamiento. No solo se mata a las personas, se destruyen los espacios de vida, se elimina la capacidad de sobrevivir, y se convierte a los palestinos en prisioneros en su propia tierra, sin derechos, sin futuro.
Israel, a través del corte de ayuda humanitaria, energía y recursos vitales, está llevando a cabo un experimento de asfixia y desgaste a escala masiva, un proceso gradual pero sistemático de exterminio que no depende de una confrontación abierta, sino del control absoluto sobre cada aspecto de la vida palestina. El hambre, la falta de atención médica, la pérdida de acceso a agua y energía, la destrucción de viviendas, hospitales, escuelas y mercados, son las herramientas de un proceso de deshumanización que no deja margen para la supervivencia. Las evacuaciones forzadas no son un mero desplazamiento de población, sino un intento sistemático de borrar a Gaza, tanto física como culturalmente, del mapa. Cada muerte, cada destrucción, cada expulsión es parte de un proyecto más grande: el de despojar a los palestinos de su derecho a existir como pueblo, de borrar su historia y su presencia en la tierra que han habitado durante milenios.
Es crucial señalar que, aunque se insiste con fuerza en que la ruptura del alto el fuego refleja únicamente el deseo de supervivencia política de Netanyahu, esta interpretación corre el riesgo de desviar la atención del carácter sistemático y estructural de la limpieza étnica que está teniendo lugar. No se trata solo de un líder que actúa por pura conveniencia o para asegurar su permanencia en el poder, sino de un régimen que ha adoptado la eliminación del pueblo palestino como objetivo central desde sus inicios. Este proceso no es un producto de la coyuntura actual, sino el resultado de una estrategia de despojo y desplazamiento.
Otro problema de interpretación es que las demandas de paz que solo exigen un alto el fuego o una tregua sin abordar la raíz del conflicto, acaban representando una forma de legitimación de la ocupación. Y mientras el mundo se conforma con las demandas de ‘apaciguamiento’, los palestinos siguen enfrentando la violencia sistemática de un régimen que no está dispuesto a negociar la desaparición de su pueblo. Este ciclo de exigencias mínimas ha sido una constante en las últimas décadas, una y otra vez se ha repetido que ‘un alto el fuego’, y la promesa de una ‘solución de dos Estados’, es la solución, y mientras tanto, Israel continúa con su agenda de anexión y expulsión. Esto no solo perpetúa la injusticia, sino que mantiene la lógica de un orden internacional que ha normalizado la violencia y la represión. Las intervenciones internacionales, en lugar de ser un desafío efectivo al régimen israelí, se limitan a mediaciones superficiales que refuerzan la dinámica del poder colonial.
La cuestión no es simplemente si un alto el fuego es posible o no, sino si estamos dispuestos a aceptar que la justicia solo será alcanzable cuando cuestionemos la estructura misma que posibilita esta violencia estructural.
El apaciguamiento internacional y la perpetuación de la opresión: un análisis del ciclo global de violencia
Algo que también se nos ha recordado durante años es que lo que ocurre en Palestina no puede entenderse de forma aislada; es el reflejo de un sistema global que, durante décadas, ha confiado en un orden internacional que se ha presentado como el garante de la paz y la justicia, pero que en realidad ha sentado las bases para la perpetuación de la opresión y el crecimiento de fuerzas autoritarias. Este orden no solo ha consolidado el poder de las potencias coloniales, sino que ha reforzado una estructura económica global basada en el capitalismo racial, que continúa explotando y despojando a individuos y pueblos de sus recursos, tierras y derechos, mientras les niega su humanidad.
En Palestina, mientras se clama por un alto el fuego, las estructuras que sostienen esa ocupación siguen intactas, reforzadas por el apoyo tácito de aquellos que pretenden representar los ideales de justicia y derechos humanos a nivel internacional. El patrón de apaciguamiento mencionado se repite en muchos otros contextos globales. Las demandas mínimas de justicia, como la exigencia de un alto el fuego en Palestina, no abordan las raíces de los problemas. Pensemos en formas de abordar el racismo estructural en Europa, o en debates sobre cómo estructurar la lucha contra la emergencia climática o la desigualdad, de las manos de nuevas formas de apartheid global. Exigir lo mínimo, y aún más presentarlo como si fuera una victoria, solo perpetúa las dinámicas de poder existentes y permite que las élites políticas y económicas sigan adelante con su agenda. La comunidad internacional, replicada en cientos de otros círculos de decisiones, parece estar atrapada en un ciclo de demandas simbólicas que nunca se traducen en cambios estructurales. Este ciclo, lejos de ofrecer soluciones reales, refuerza las dinámicas de opresión y perpetúa el sufrimiento de los pueblos y comunidades oprimidos.
Es fundamental entender que el actual auge de las fuerzas autoritarias no es un fenómeno exclusivamente reciente o coyuntural. Durante décadas, se ha depositado una confianza ciega en un orden internacional ‘liberal’ que, en teoría, se fundamentaba en principios de justicia, democracia y derechos humanos universales. Sin embargo, lo que realmente ha hecho este sistema es consolidar el poder de los mismos actores -con algunas excepciones- que han sido responsables de las violaciones de derechos humanos más atroces en la historia reciente. Este orden, en lugar de ser un mecanismo para garantizar la justicia, ha servido para estabilizar los regímenes que perpetúan la opresión global, al mismo tiempo que se presenta como un modelo de estabilidad y legitimidad. El capitalismo racial, en su manifestación más brutal, sigue explotando a billones de personas a lo largo y ancho del mundo, extrayendo recursos de territorios mientras mantiene la narrativa de un progreso global que solo beneficia a unos pocos. La confianza depositada en las instituciones internacionales, en su capacidad para mediar en los conflictos y promover la paz, ha resultado ser un espejismo. En lugar de desafiar las estructuras de dominación, estas instituciones han permitido que las mismas fuerzas que causan sufrimiento y violencia sigan actuando impunemente, manteniendo el statu quo de un orden injusto y desigual.
Y es que a medida que las fuerzas autoritarias ganan terreno, las demandas de justicia se vuelven incluso más tibias, más moderadas, como si el mundo hubiera aceptado que el sufrimiento de los desamparados es inevitable. Este ensañamiento en la naturaleza de las demandas es una señal peligrosa. Si no se exige algo más que gestos simbólicos, el ciclo de violencia y represión no solo continuará en Palestina, sino también en otras partes del mundo donde el autoritarismo y el fascismo están ganando terreno. Quizás lo que quepa preguntarse de una vez por todas es si esta moderación de las demandas no es sólo una forma de apaciguamiento, sino simple y llanamente una señal de complicidad. La progresiva aceptación de soluciones superficiales y la falta de voluntad para desafiar las estructuras de poder existentes son las que permiten que el autoritarismo, el (neo)colonialismo y la opresión sigan avanzando de manera imparable.
Lo más alarmante -aunque quizá también lo más revelador- es que solo ahora parecemos tomar plena conciencia de estas dinámicas, justo cuando la violencia en Palestina y el deterioro de las condiciones en el Norte Global se hacen innegables, cuando incluso quienes han disfrutado durante años de los privilegios cimentados sobre la opresión de otros comienzan a percibir que su propia estabilidad podría estar en riesgo. Sin embargo, en lugar de dirigir la mirada hacia las estructuras que sostienen estas desigualdades, muchos han optado por señalar a los ya oprimidos como los responsables de esta crisis, convirtiéndolos en el blanco perfecto de las fuerzas neofascistas que hoy claman por más militarización, más vigilancia y más miedo a todo lo que escape a su definición restringida de ‘nosotros’. Frente a ello, una minoría -insuficiente, pero cada vez más consciente- empieza a reconocer que la raíz del problema no reside en quienes han sido históricamente marginados, sino en el propio andamiaje de dominación global. Aun así, el temor a perder sus propias posiciones de seguridad y la inercia de los marcos políticos dominantes hacen que muchas de sus respuestas se limiten a una repetición de demandas mínimas, evitando confrontaciones directas con el sistema, aunque con una lectura cada vez más acertada de la realidad.
Contra la normalización de la violencia: por un futuro de justicia radical
En un contexto global marcado por el ascenso de regímenes autoritarios y fascistas, la lucha palestina resuena como un símbolo de resistencia contra la opresión. Es un recordatorio de que la lucha por los derechos humanos nunca puede ser vista como una demanda mínima, ni mucho menos como una concesión negociable. Los altos el fuego y las demandas moderadas parecen extremadamente necesarias, pero también al mismo tiempo meras herramientas de apaciguamiento que permiten a los opresores ganar tiempo y continuar con sus objetivos de dominación, sin ser desafiados de manera efectiva. Mientras el mundo se conforma con exigir solo un alto el fuego, la ocupación y la violencia continúan, las vidas palestinas siguen siendo tratadas como desechables, y la limpieza étnica sigue su curso, sin interrupciones.
Si el mundo no comienza a exigir lo esencial - el fin de la colonización, el reconocimiento pleno de los derechos del pueblo palestino, el fin de la limpieza étnica y la restauración de su dignidad - nos enfrentaremos no solo a la continuación, sino a la intensificación de un ciclo interminable de sufrimiento y desplazamiento. Otra vez. Obligados además a comprender de una vez por todas que este ciclo de violencia no es algo aislado; se trata de una manifestación de un sistema global de opresión que, bajo la fachada de la "seguridad" y el "orden internacional", perpetúa la injusticia. Solo ahora, cuando este ciclo nos afecta de forma directa, cuando las estructuras de poder impuestas por el Norte Global tienen repercusiones palpables para sus propios ciudadanos, comenzamos a comprender la magnitud de la crisis que hemos permitido que continúe.
La lucha por la justicia no puede seguir reduciéndose a demandas de moderación o a la expectativa de que un orden internacional que se ha mostrado reiteradamente cómplice en la perpetuación de la opresión finalmente aplique sus propios principios. Las demandas limitadas, que pretenden ‘reducir la violencia’ o ‘restaurar la calma’, nunca desafiarán las bases del poder que sostienen a los regímenes autoritarios. Estas demandas son funcionales al statu quo, perpetuando la desigualdad y reforzando las estructuras coloniales que permiten que el sufrimiento de los pueblos oprimidos continúe de manera sistemática.
Es hora de exigir un cambio radical, de desafiar los sistemas de opresión que perpetúan la violencia y el sufrimiento. Ya no basta con condenas tibias o intervenciones superficiales; es hora de apoyar sin ambigüedades a aquellos que luchan por un futuro libre de colonialismo, fascismo y violencia. La resistencia palestina no es un asunto aislado, ni una causa secundaria. Es parte de una lucha global por la justicia y la dignidad, que debe ser abrazada y entendida como un referente para todas las luchas por los derechos humanos en el siglo XXI.
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