Opinión
Todas las libertades, ¿la libertad?

Por Daniel Brea
Doctor en teoría política y crítico de libros.
The Economist saca en portada una fotografía de Javier Milei y, sobre él, un titular que dice: “Mi desprecio por el Estado es infinito”. El semanario británico, un bastión de la ortodoxia del libre mercado (advierte David Graeber), posiblemente sea el espacio idóneo para las palabras del presidente argentino. Antes, Donald Trump anunció que Elon Musk formaría parte del Departamento de Eficiencia Gubernamental, cuyo objetivo es agilizar la “burocracia federal asfixiante y masiva”.
Son dos afirmaciones contemporáneas, claramente vinculadas entre sí gracias a dos primeras espadas políticas que sintonizan en sus planteamientos. Y, sin embargo, hunden sus raíces en una serie de ideas que ya gozan de cierta solera. Es más, no sería aventurado decir que, de haber sido publicadas en 2021 o 2022 y no en las postrimerías de 2024, muy probablemente Naomi Oreskes y Erik M. Conway les habrían hecho un hueco en su obra más reciente: la ambiciosa El gran mito.
Si David Harvey publicó una Breve historia del neoliberalismo, ahora nos ocuparemos de la versión extendida, ya que los autores de Mercaderes de la duda cumplen exhaustivamente, a lo largo de 744 páginas, la promesa del subtítulo que Capitán Swing ha dado a la edición española: Cómo las empresas nos enseñaron a aborrecer el Gobierno y amar el libre mercado. Y de pronto nos asalta una pregunta: ¿es posible que las empresas nos enseñen a aborrecer… y a amar? La respuesta de Oreskes y de Conway es que ellas han hecho todo lo que han podido para lograrlo.
No obstante, la problemática no solamente gira alrededor de cuál de los dos entes es el que mejor gestiona los asuntos colectivos. Digámoslo ya: según los autores, lo ideal sería un mercado adecuadamente regulado por el Estado. La problemática parte de una idea clara de qué libertad debe regir la vida en común. Siempre la libertad.
Dos esferas, dos libertades
En un artículo previo vimos con Albert O. Hirschman que, desde la antigua Grecia, estructuramos la realidad humana en dos esferas: el oikos y la polis, el domus y la res publica, la esfera privada y la esfera pública, cada una con lógicas singulares.
De forma simultánea, se iba a dar un salto cuyas consecuencias seguimos experimentando ahora: la libertad, que Arendt nos había dicho que solo existía en la esfera pública (es decir: en la política [democrática, para más señas]), iba a pasar a la esfera privada (es decir: a la economía [capitalista, para más señas]). Benjamin Constant lo confirmó en 1819 cuando explicó ante el Ateneo de París que ahí radicaba la “libertad de los modernos”: en la posibilidad de que las gentes cuidaran de sus asuntos privados, a la vez que los gobernantes se ocupaban de los colectivos.
Si la libertad se había asentado en la esfera privada y el capitalismo había engendrado un animal faber ávido de empleo, pronto habrían de surgir ideas que animaran al Estado y la política a escorarse en favor de la economía y el capital. Los ciudadanos ya no salían a la Asamblea para escucharse y legislar colegiadamente, sino al ágora para competir con el resto por un empleo digno y un sueldo suficiente.
A principios del siglo XX, dichas ideas se aglutinaron alrededor de un grupo de pensadores austriacos que continuarían su apostolado en Estados Unidos: Ludwig von Mises, Friedrich Hayek y sus muchos seguidores darían cuerpo y fama al pensamiento neoliberal. Por su parte, Oreskes y Conway han sugerido en El gran mito un concepto que les resulta más adecuado: el de fundamentalismo de mercado.
No obstante, fundamentalismo de mercado hubiera sonado excesivamente crudo para seducir a los que habrían de ser sus fieles, por lo que eligieron el dulce sonido de una vieja palabra: si querían la explotación, se prepararon para la libertad.
La fe en el capital
En La gran transformación, Karl Polanyi explicaba que una sociedad “de libre mercado” era una en la que el dinero, la tierra y el trabajo (asalariado o dependiente) se habían convertido en mercancía. Ello significaba, de facto y de iure, que a la gente se le había dado luz verde para considerar no solo que su valía personal se igualaba con su valía profesional, sino además que sus posibilidades de lograr que el mundo y sus vidas fueran más prósperas pasaban por una ocupación laboral (adecuada).
A resultas de lo cual, la libertad ha pasado a ser la capacidad de venderse, cuya cima es alcanzar un grado de riqueza que libere de la obligación de ganarse la vida.
No es extraño que Stuart Hall, uno de los observadores más lúcidos del gobierno de Margaret Thatcher, advirtiera en El largo camino de la renovación que en el en Reino Unido de los ochenta se completó una “evangelización capitalista” en virtud de la cual una gran parte de la población pensaba que ser ambiciosa en el ámbito laboral era “la única forma disponible de progresar en una sociedad en la que la competitividad y la elección son los nombres que se le ha dado al juego”.
Sin embargo, a pesar de que dicha letanía se ha convertido prácticamente en el sentido común de una época, la que va desde la primera Administración Reagan hasta hoy, Oreskes y Conway han alertado de que es un mito, una suerte de fe en el capital que los autores y políticos neoliberales han sermoneado con gran éxito.
Qué fácil recordar a Walter Benjamin diciendo que el capitalismo es una religión.
Por sus frutos los conoceréis
Ahora bien, si el fundamentalismo de mercado es una fe, ¿cuáles han sido sus obras?
El gran mito abunda en ellas. No hay espacio para sintetizar sus quince capítulos, pero sí para decir que, en opinión de sus autores, el fundamentalismo de mercado es una ideología “brutal e ignorante” que, izando la bandera de la libertad, ha ofrecido un fundamento teórico cuestionable a una práctica política peligrosa.
De hecho, solo en Estados Unidos, dicha política ha expropiado tierras sin cuento a la población indígena, se ha opuesto a la abolición del trabajo infantil, ha precarizado la situación de los trabajadores y las trabajadoras, se ha alineado en cada ocasión con los más ricos, ha contaminado a gran escala sin castigo, ha contado en centenares de miles las víctimas por la crisis de los opiáceos y la pandemia de covid-19, además de haber favorecido el agravamiento de la ansiedad y la crisis climática.
En España no lo ignoramos. Siempre con la libertad por delante.
Julio Cortázar sugería en el título de uno de sus cuentos que todos los fuegos venían a ser el mismo fuego. Sin embargo, no todas las libertades vienen a ser la misma libertad. Y a pesar de los estragos de su versión más funesta, los gestos de Milei, Trump y sus epígonos no hacen vaticinar que su signo pueda cambiar pronto.
Aun así, no sabemos si un día una persona volverá a sentarse ante un Ateneo para confirmar que la “libertad de los posmodernos” ha superado a su antecesora, que gozó de larga vida. Con suerte, la misma le recordará más a la de los antiguos.
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