ARGENTINA
En 1994 Nelson Mandela alcanzaba la Presidencia de Sudáfrica, luego de sufrir persecución, tortura y un encierro de 27 años. Su lucha y la de miles de sus compatriotas, que padecieron las peores atrocidades, habían logrado terminar con el régimen del apartheid. Era el fin de la humillación y el sometimiento de la población negra por parte de una minoría blanca. [Columna publicada originalmente en Página 12]
ese mismo 1994, del otro lado del Atlántico perdía su segunda elección presidencial un dirigente sindical de izquierda. Un tornero que también había sufrido en carne propia la exclusión de la mayoría. Con la derrota parecía desvanecerse el sueño de darles voz a los excluidos, a los pobres, a los negros, a los mulatos y a los trabajadores del Brasil.
En Bolivia, entonces el país más pobre de Sudamérica, transitaba su primer gobierno Gonzalo Sánchez de Lozada, “Goni”. Aún hoy es recordado por dos cosas: sus políticas conservadoras y su castellano de acento estadounidense. Ya en ese momento un dirigente sindical recorría el país para generar conciencia social y para construir una fuerza política capaz de alcanzar el poder. Perseguido, golpeado, inclusive dado por muerto en un barranco luego de una brutal golpiza a manos de las fuerzas de seguridad, el cocalero de origen aymara tenía su hoja de ruta para vencer a la élite de la plata, el estaño, el petróleo y el gas que sometió durante siglos a la mayoría indígena.
Eran distintos campos de batalla de una misma pelea contra el sometimiento de los invisibilizados mientras Sudamérica padecía la ola neoliberal del Consenso de Washington, que tenía mucho de Washington y poco de consenso. En esos años duros de la década del 90 pocos creían posible que alguna vez dos dirigentes sindicales llegasen a gobernar desde dos palacios, el Palacio Quemado de La Paz y el Palacio del Planalto en Brasilia, las sedes presidenciales. Los dos vivieron una infancia dura. Los dos fueron perseguidos. Los dos son sobrevivientes de la miseria. Los dos llegaron por el voto popular. Uno en 2003. Otro en 2006.
Nelson Mandela subvirtió la realidad de Sudáfrica, donde una minoría excluía de derechos a la mayoría. Lula y Evo también encabezaron procesos políticos basados en la reivindicación de las mayorías.
El Brasil de Lula inició el final de otro apartheid, el que sufrían mulatos, negros y pobres. Lula lo dijo siempre. Todavía lo repite cuando recuerda sus dos gobiernos: “Los pobres dejaron de ser un problema para ser parte de la solución”. La solución, claro, era que dejaran de ser pobres y fueran la llave de la reactivación económica. Evo Morales, en su tercer mandato, hoy encabeza el proceso de transformación más extraordinario que vive América. La creación del Estado Plurinacional de Bolivia y la toma del control estatal de los recursos estratégicos posibilitó que la tierra del rebelde Túpac Katari se transformase en el país de mayor crecimiento con distribución de Sudamérica. Túpac Katari fue asesinado en 1781. Antes dijo: “Volveré y seré millones”.
Mandela, Lula y Evo son esos líderes extraordinarios, únicos, que nacen de las entrañas de los pueblos sometidos. Se forman en las calles y en la lucha. Mandela ya no está. Murió en 2013, a los 95 años. Quedan su legado y su tarea inconclusa en búsqueda de la justicia. Lula, ya desde el llano, sufre el ataque de las élites brasileñas. Evo siente la agresión desde el Poder Ejecutivo. Cada uno a su modo, igual que Mandela, sintentizan la lucha de los pueblos por la libertad, por el derecho a la igualdad. Por la necesidad de poner límites a la concentración de la riqueza y las oportunidades.
Por eso son combatidos. Por eso las élites buscan proscribir a Lula. Por eso tantas veces intentaron tumbar a Evo. En el pasado, la interrupción de los procesos populares se daba a través de golpes de Estado con fuerte influencia de los Estados Unidos. El Informe Church, realizado por el Congreso de los Estados Unidos luego de revisar información desclasificada, confirma la maciza interferencia de la CIA en el golpe a Salvador Allende que en 1973 inauguró un ciclo de políticas autoritarias y ultraliberales basado en la tortura y la muerte. El propio Evo sufrió un intento de golpe en pleno siglo XXI. Ese intento, en 2008, derivó en la expulsión del embajador de los Estados Unidos. El gobierno, antes, probó la articulación entre la embajada y los golpistas. El injerencismo muta pero goza de buena salud.
Después de vivir bajo una dictadura entre 1964 y 1985, Brasil sufrió un golpe parlamentario en 2016. Un Congreso poblado de corruptos destituyó a la presidenta Dilma Rousseff sin causa y sin pruebas. Los hechos parecen no importar. La mentira parece volverse una verdad a través de la constante repetición y de su amplificación por parte de los grandes medios de comunicación, que en Brasil son propiedad de seis familias. El golpe fue el primer paso para interrumpir el proceso de cambio. El Brasil de los BRICS, el país de creciente influencia democratizadora en el contexto internacional, el Estado que permitió que casi 40 millones de ciudadanos superasen la pobreza, ese Brasil se convirtió en un zombie. Deambula sin rumbo propio. La segunda fase del golpe es excluir a Lula de las elecciones de octubre, porque lidera todos los sondeos. Crece con la política elitista de Michel Temer y con cada ataque mediático/judicial montado con rumores pero sin pruebas. En 1964 el Partido Militar fue el garante de los privilegios de las élites. Hoy los grandes bancos brasileños y los empresarios transnacionalizados apelan a un tándem: los grandes medios de comunicación y los funcionarios parciales de un aparato judicial subordinado a los poderosos. La incapacidad de democratizar el órgano judicial y la falta de una regulación para la concentración mediática debilitaron a los procesos de transformación.
Era previsible el fallo de segunda instancia en Porto Alegre. Solo fue la confirmación de una farsa. Lula me dijo una vez: “Si destituyeron sin causa a una Presidenta, mucho más fácil será condenar sin pruebas a un ex presidente”. Proscribir a Lula a través de una condena resuelta por el poder de unos pocos, consagrada por los grandes medios y avalada por una Justicia parcial, implica que el principal país latinoamericano seguirá bajo un estado de excepción. Las fuerzas conservadoras usarán cualquier mecanismo, e incluso destruirán la ley, para imponer por la fuerza lo que la sociedad rechaza: sostener sus privilegios a costa del sometimiento de la mayoría.
Las mayorías oprimidas comenzaron a soñar con la libertad de la mano de los Mandela, los Lula y los Evo. De aquí a las elecciones de octubre no solo se juegan la candidatura de Luiz Inácio Lula da Silva o el triunfo del Partido de los Trabajadores. Se juega el futuro del continente. Está en disputa la posibilidad de ponerle un freno al reflujo neoliberal que nos azota. La victoria del derechista Sebastián Piñera en Chile terminó de rodear a Bolivia, que resiste estoica. Un triunfo de Lula sería una enorme ayuda para Evo. Su impacto en la Argentina sería indudable y hasta podría tomarse como un sueño premonitorio. Nuestro continente mestizo sonreiría de nuevo.
La candidatura de Lula no depende de un fallo judicial. Depende de la voluntad emancipatoria del pueblo brasileño. De su paciencia, de su tolerancia. De su capacidad de reacción y de organización. La historia impone una única certeza: sólo el pueblo salvará al pueblo. Por eso nada es definitivo.
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