madrid
Este año, Felipe VI nos ha sorprendido con una lógica -y tardía- apelación a los/as españoles más jóvenes; exactamente a aquéllos que menos comulgan con una Jefatura de Estado monárquica, según los pocos sondeos privados que manejamos y a falta de un CIS público (pagado por usted y yo) que sigue sin preguntarnos por el papel del rey y familia para hacer menos estruendoso su declive. Innegable.
Esta Nochebuena, el monarca ha salido del palacio para darse una vuelta campechana -aunque sin el gracejo de su padre emérito- por una fiesta de adolescentes, universitarios, veinte y treintañeros emigrados y primeros parados y ha entrado en un piso alquilado que comparten varios/as de ellos para tomarse una copa y hablar de esas cosas que les preocupan. A saber: “la violencia contra las mujeres”, el “futuro” poco halagüeño, las nuevas tecnologías, las “causas sociales”, “la lucha contra el cambio climático y la defensa del medio ambiente”, el paro, la cualificación sin expectativas, la conciliación o la “igualdad real entre hombres y mujeres”.
Felipe de Borbón, mirando la estancia con la misma curiosidad que el Metro de Madrid, ha trasladado a sus escépticos anfitriones que es consciente de su responsabilidad como jefe de Estado de apelar a mejores condiciones que terminen con los problemas de la juventud española. Además, les ha pedido que apuesten por un futuro de convivencia que se construya a través del modelo que dio luz verde a la Transición y a la Constitución de 1978, poniendo fin a la dictadura de Franco. Pero “sin rencor” ni “resentimiento”, que para eso gozamos de una “democracia asentada” y no queremos ver cómo renace “nuestra peor historia”.
Esa “peor historia” que los colocó a su padre y a él al frente de las instituciones tras 40 años de dictadura franquista.
Acabado su comprensivo relato, el rey ha dejado los restos del cubata sobre una mesa de Ikea y se ha despedido de la pandilla que lo escuchaba en silencio, pidiéndoles apoyo con la mirada. Este último gesto ha sido el más sincero y espontáneo de Felipe VI, aunque no lo ha verbalizado: ha cogido la puerta del piso y ha vuelto a sus jardines, su palacio, sus regias estancias, sus macizos muebles, su belén de coleccionista, su personal de servicio y de seguridad, su despensa a rebosar, sus formadísimas hijas y su impecable (y silenciosa) esposa.
La cultura del esfuerzo que impregnaba su discurso se la sacudió de encima ya en el piso mal insonorizado de los jóvenes precarios.
Cuando el jefe del Estado abandonó el botellón, los/as chicos siguieron hablando imperturbables en el punto donde el rey había interrumpido la conversación, al mismo tiempo que su privilegiada vida de monarca porque sí; porque nació así. Hablaban de ellos/as mismos, enfadados e impotentes ante los dos millones de entre 16 y 29 años que viven en la pobreza en España, 600.000 ya en un grado de “pobreza severa”, con problemas para vestir o comer (informe del Consejo de la Juventud de este mes) Hablaban del 47% de ellos/as que están en riesgo de pobreza y/o exclusión, un 20% más que el conjunto de la población española.
La mitad de los/as jóvenes españoles está en riesgo de pobreza, de ser expulsada del sistema y el jefe del Estado le habla del ejemplo de la Transición desde su atalaya real, licuando con términos eufemísticos el precariado de una realidad obscena, que nada tiene que ver con el 78, donde al menos, nuestros padres sabían que si se acababa la dictadura, solo podían ir a mejor.
La juventud clama por una vida digna mientras el rey les pide que mantengan la suya de privilegios a cambio de nada. Porque cuándo los chicos/as del botellón se preguntaron quién era ese hombre trajeado que les había hablado con una de sus copas en la mano, el veterano del grupo (35) contestó: “Es el rey: no puede hacer nada, pero puede impedirlo todo”.
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