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Teodomira Gallardo fue la única mujer topo del franquismo. O, al menos, la única conocida por haberse enterrado en vida para escapar de las fauces de la represión. Hubo hombres que llegaron a pasar años —e incluso décadas— escondidos durante la posguerra, aunque la venganza se cernió sobre las republicanas de otras maneras, algunas terribles, pero que no pasaron por el encierro autoimpuesto.
Nacida a principios del siglo pasado, su marido era el alcalde de Zarza del Tajo cuando estalló la guerra civil en 1936. Comunista, pese a que la localidad conquense no contaba con una delegación organizada, Valerio Fernández cogió el fusil a los treinta y combatió en el Cuerpo de Carabineros, que en su mayoría permaneció fiel al Gobierno de la Segunda República.
Un camarero del casino de la vecina Santa Cruz de la Zarza que llegó a ascender a teniente. Y que, cuando terminó la contienda y regresó a casa, se encontró con que el regidor del municipio donde trabajaba había sido molido a palos por los falangistas. Un amigo le advirtió del peligro que corría, aunque él consideraba que no había hecho nada malo.
Sin embargo, las represalias no tardarían en llegar a su pueblo, donde al comienzo de la guerra unos anarquistas madrileños habían matado a los hombres que aparentaban ricos, mas quienes tenían dinero ya habían huido y pocos varones quedaban, pues muchos habían sido llamados a filas. Así lo recordaba Teodomira Gallardo, más conocida como Teo, cuando ya había cumplido los setenta y vivía en el barrio de San Blas, en Madrid.
Su testimonio fue incluido en un prólogo “para españoles menores de cuarenta años” del libro Los topos, de Jesús Torbado y Manuel Leguineche, originalmente publicado en 1977 y reeditado por Capitán Swing. Aunque su investigación se centraba en los hombres ocultos, de algún modo hacían justicia con ella, entrevistada en la salita de su humilde casa, presidida por un retrato del Che y otro de Dolores Ibárruri, la Pasionaria.
“Ejemplifica con precisión suprema lo que fue el terror de la guerra —el terror impuesto por unos y por otros; especialmente por unos, evidentemente— y la inagotable venganza de los vencedores, una verdadera orgía sangrienta, sobre seres no sólo indefensos, sino muchas veces absolutamente inocentes”, escribían los periodistas.
Valerio, su marido, huyó, pero fueron a por ella. Registraron su vivienda en busca de armas, en vano, después del chivatazo de un viejo camarada que la había traicionado. La echaron de su hogar, sin comida ni ropa, y tuvo que irse con una bebé y un niño de cuatro años a casa de su suegra, cuyo esposo había sido detenido. Ante las amenazas, buscó a su pareja y se echaron al monte.
Tres días tardaron en llegar a Aranjuez y se escondieron en una habitación que su cuñada tenía en el patio, donde permanecieron enclaustrados seis meses. Allí escucharon gritar de desesperación a Las Cuelvas, como eran apodadas una madre y sus dos hijas, quienes serían fusiladas por no revelar el paradero de un tercer hijo que se había ocultado.
Sin embargo, cuando su cuñada enfermó, se vio obligada a dejar el escondrijo para cuidarla, porque pedir ayuda o llamar a un médico los habría descubierto. Aun así, la policía comenzó a sospechar y tuvieron que volver a huir, esta vez de pueblo en pueblo, haciéndose pasar por hojalateros.
Agazapados de noche en un tejar, una vecina de Huecas, en la provincia de Toledo, les advirtió de que no tenían pinta de quincalleros, por lo que no tardarían en caer. Estaba dispuesta a alojarlos en su vivienda, al menos hasta que pariera. Teo estaba embarazada.
A Crescencia, su ángel de la guarda, le habían matado a una hermana y pronto ejecutarían a su marido.
A finales de marzo de 1940, justo un año después de que Valerio se escapase, Teodomira dio a luz una niña. No había pasado ni un mes del alumbramiento cuando la policía los detuvo: ella fue ingresada en la cárcel de Ventas y su pareja, en la de Santa Rita, en el barrio madrileño de Carabanchel. “Más de cuatro años estuvimos nosotros sin juicio. En ese tiempo, a él le habían sacado cinco veces para darle palizas que lo dejaban medio muerto”, contaba Teo a los periodistas.
Finalmente, fueron juzgados por rebelión militar y les atribuyeron el asesinato de un cura, aunque —¡milagro!— don Pedro estaba vivo en el momento de la acusación. Condenado a muerte, otro marzo para el recuerdo, en este caso el de 1945: Valerio cayó ante un pelotón de fusilamiento. A ella la seguirían deteniendo intermitentemente por comunista hasta 1970, cuando arrestaron a un hijo suyo en una manifestación proamnistía y, tras protestar, entró detrás de él en los calabozos de la Puerta del Sol.
“Eso es lo peor del mundo”, relataba en referencia a la Dirección General de Seguridad, donde la habían encerrado tantas veces. “Una noche se presentó un policía con todas las partes fuera. Yo cogí un zapato y le dije: Se va usted de aquí ahora mismo o le reviento los cojones con este zapato”.
Tuvo más suerte que otras compañeras: “A una amiga le pasaron encima nueve tíos seguidos, uno detrás de otro, la misma noche. Nueve policías, uno detrás de otro. La pobre está pirada. Y a otra que tenía un cuerpo precioso, y no quería desnudarse, la ataron al techo, le quemaron un brazo, la desnudaron y la violaron también. Y otra amiga salió embarazada de allí...”.
Tiempo atrás, en 1948, la habían retenido durante un mes en la higadilla [sic] de la estación de Atocha, donde recibió veintisiete palizas en nueve días, a razón de tres al día, aseguraba a Torbado y Leguineche. “Los guardias me llevaban donde estaban las porras, los vergajos, y me hacían elegir con cuál quería que me pegasen. También me obligaban a hacer el gato: dar vueltas agachada alrededor de la mesa mientras todos me iban arreando”.
Cuando confesaba el sufrimiento vivido, Teodomira se había casado en segundas nupcias con otro militante comunista y ambos, jubilados, vivían en una “modesta casa” del barrio obrero de San Blas. Sin embargo, las palizas permanecían selladas en su memoria y las secuelas, en su cuerpo: “Tengo varias costillas desviadas, la columna mal y las muñecas torcidas desde entonces”.
Los autores de Los topos justificaban en el prólogo, titulado El terror franquista, los fugados, los ocultos y una venganza interminable, la inclusión de su relato en una obra protagonizada por hombres: “Por tratarse de la única mujer topo de que tenemos noticias y porque ofrece un abanico bastante completo de los horrores de la guerra y de la posguerra”.
Apenas hay literatura ni información publicada sobre ella. El filólogo e investigador José Colmeiro señala que sus declaraciones no fueron incluidas en la primera edición, sino en otra de 1999 a cargo de Aguilar. Y apunta el motivo, más allá de su condición femenina: “Ocupa el primer lugar el testimonio de Teodomira Gallardo, como signo de los tiempos, [...] por dar un panorama de todos los tipos de represión, incluida la violencia sexual”, escribe en Memoria histórica e identidad cultural: de la postguerra a la postmodernidad (Anthropos).
Albert Buschmann y Luz Souto, coordinadores del libro Decir desaparecido(s). Formas e ideologías de la narración de la ausencia forzada (LIT Verlag), aportan una escueta ficha, donde consta que pasó seis meses como topo, desde 1939 hasta 1940: "Acaba en la cárcel de Ventas. Sale en libertad en 1947. Su marido es fusilado en 1945”. También identifica como su topera una habitación en el patio de la casa de su cuñada en Aranjuez.
Pese a los escasos datos que nos ha proporcionado la imprenta, José Sanchis Sinisterra escribió la obra teatral Terror y miseria en el primer franquismo (Cátedra), compuesta por nueve cuadros, uno de los cuales está basado en sus vivencias. "Esta dramaturgia de reelaboración se basa en el testimonio de Teodomira Gallardo para la construcción de los monólogos de dos de los personajes femeninos, Teresa y Nati. La escena se tituta Intimidad y transcurre en 1944 en la cárcel de mujeres".
Basada en su reclusión en Las Ventas, refleja la dureza de la prisión a través de los diálogos entre dos reclusas, una comunista y otra anarquista: género documental que no rehúye del lirismo. Interpretada a finales de 2002 por Teatro del Común, una compañía integrada por profesores y alumnos de institutos de bachillerato madrileños, sobre las tablas se escuchaba este diálogo:
- Intimidad, Nati. ¿Sabes lo que es eso? Aquí, oliéndonos el culo unas a otras todo el santo día… y aún más por la noche; amontonadas como animales para dormir, y en manada de un lado para otro, para trabajar, para comer, para cagar… Tener por lo menos un pequeño rincón de una misma que las otras no puedan tocar, ni ver, ni oír… Los sueños, por muy horribles que sean. Algo privado, sí… y es gracioso que yo lo diga. Privado. ¿Lo entiendes?
- Lo del culo no lo dirás por mí, que me lo lavo cada día... No, no lo entiendo. Yo me conformo con aguantar aquí, y entera, si puede ser, todo lo que haga falta. A ver si mientras llega un indulto…
Quizás no sea una casualidad, mas Nati también era el nombre de la sobrina del cura que golpeó la puerta de la casa de Teo horas después de que Valerio huyese. La chica le exigió que hiciese el saludo fascista, aunque se negó, ofreciéndole una contundente respuesta: “Yo no te he obligado a ti a levantar el puño”. Pero ésta es otra historia, que ya ha quedado atrás.
Han pasado más de sesenta años y el dramaturgo José Sanchis Sinisterra escribe Terror y miseria en el primer franquismo, que recrea la estancia de Teo en prisión en Intimidad. Tras el estreno de la obra, a finales de 2002, el crítico Javier Villán la ensalza en El Mundo: "Hay terror, vida detenida, miedo en estado puro en el temeroso comportamiento de cada día".
“Utiliza las palabras como bisturí para realizar una operación de cirugía sentimental, política y social sobre los tiempos del franquismo español. Para que esa herida —cicatrizada para algunos— no se olvide y para procurarle una justa cura basada en el recuerdo de todas las atrocidades cometidas", describe Itziar de Francisco en el mismo diario.
En cambio, Teodomira no se jactaba de aquel pasado entre los militantes del PCE de San Blas. Ya mayor, no presumía de los castigos recibidos, como si cada varazo fuese un galón. Algunos chavales de las Juventudes Comunistas, sobrados de autosuficiencia, ignoraban a los viejos camaradas. Teo tenía tanto que contar, y tanto se callaba…
“Cuando me afilié, había una serie de viejetes pululando por allí a quienes los más jóvenes no les dábamos importancia”, recuerda Valentín Calderón, militante de la entonces Agrupación Teodomira Gallardo —llamada así en honor a Teo—, hoy rebautizada Camilo Cienfuegos. Aquel chaval no tardaría en darse cuenta de quién era y había sido aquella mujer austera, vestida de negro y con una sonrisa perenne: “Un mito del partido”.
Calderón lamenta que su trayectoria no haya tenido un mayor repercusión en el distrito de San Blas-Canillejas. Al menos una calle en el este de Madrid, “pero ni la tiene ni se la espera”, algo que sucedería si se tratase de un personaje como ella en París, cree el miembro de la Asociación Amistad Hispano-Cubana Bartolomé de las Casas. “Es una pena que no tenga el más mínimo reconocimiento”.
Al principio, Valentín y los cachorros de la Unión de Juventudes Comunistas de España (UJCE) procuraban que aquellos veteranos, entre los que se encontraba la histórica Concha Carretero, no les diesen la chapa. “Luego me enteré de que había chupado años de cárcel y torturas. Sin embargo, no hablaba del sufrimiento ni del maltrato, sino que me lo contaron viejos camaradas de la agrupación. Ella jamás estuvo con el yo en la boca: yo he estado, yo he vivido, yo he sido…”.
Calderón, quien no ha cumplido los cincuenta, echa cuentas y cree que falleció hace unos quince años, aunque nunca dejó de pasarse por el local del partido. “Destacaba por su modestia, desde su ropa hasta su vivienda. Era extremadamente austera y, al mismo tiempo, un encanto de persona. Sobresalía por su militancia activa y siempre animaba a los jóvenes, pero sin tirarse el pisto ni presumir de pasado ni de militancia”.
"Un mito del PCE"
¿Qué fue de aquella bebé y de aquel niño de cuatro años que se llevó a cuestas cuando tuvo que refugiarse en casa de su suegra? ¿Y de la niña que nació en casa de Crecencia, la señora que los acogió cuando iban de pueblo en pueblo arreglando ollas, cacerolas y lebrillos, haciéndose pasar por hojalateros gracias a que Valerio era muy mañoso? Un pasaje de la historia personal de Teo que se pierde tras la detención, el juicio y la condena a muerte de su marido.
Ella rehace su vida en Madrid. Allí conoce a un trabajador de la construcción y militante comunista, Antonio López, con quien se casa y tiene dos hijos. Ella, probablemente, trabaja limpiando casas para sacar adelante a la prole, según sus camaradas de San Blas, donde residirá hasta el final de sus días. Sobrevivió a ambos hijos, Jesús y Antonio, quienes habían heredado su ideología y fallecerían de cáncer, como Andrés Cabrera, una figura del movimiento vecinal de Canillejas.
Julián Escribano traza a sus setenta y siete años una sentida semblanza de Teo. “Era seria, combativa y muy dada al pueblo y a la gente. En los setenta y ochenta, gozaba de una gran reputación en el barrio y era un mito entre las mujeres comunistas”, recuerda este militante del PCE de San Blas, en cuya sede su marido atendía el bar.
“Fíjate que integridad tenía que, antes de irse a casa, Antonio se miraba los bolsillos. O sea, que se registraba a sí mismo, no fuese a ser que se llevase algún cambio que no le correspondía”, añade Valentín Calderón. Ella era muy querida entre sus camaradas, aunque desconocida para muchos vecinos. “Un barrio obrero no significa que sea netamente de izquierdas. De hecho, hay mucha más conciencia comunista en otras zonas”, matiza Escribano. “Sin embargo, Teo, pese a no haber estudiado, estaba muy politizada y sí que la tenía”.
Ella hablaba con criterio y sus palabras sonaban con firmeza. “En cambio, no ocupaba cargos dirigentes, ni lo pretendía. Ejercía, eso sí, de conciencia moral entre los más jóvenes, pero sin pretensiones”, apunta Julián Escribano. “Nunca se permitió un consejo más allá del ánimo”, corrobora Calderón.
Lo hacía sin apelar a su currículo, impregnado de polvo y sangre, redactado en la topera y en la cárcel. “No contaba por lo que había pasado, porque el presente y el futuro siempre priman más que el pasado. Pese a que es fundamental conocer la historia para no repetir los errores, le importaban los problemas del momento”.
Teodomira Gallardo, “una mujer enérgica, tajante y fuerte, porque así la hizo la vida”.
Teodomira, “discreta, como otros cientos de compañeras, aunque ella era ejemplar: un mito del PCE”.
Teo, una leyenda tan humilde y prudente que ni en su madriguera comunista de San Blas sabían que fue la única mujer topo de España.
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