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Un día del caluroso verano pasado, Lidia Venegas se instaló con sus cosas en la calle mayor de Kentish Town, al norte de Londres, cerca del masificado mercado de Camden en el que muchedumbres de turistas descienden en busca de algo original, entre paradas de objetos de los que ya se encuentran en todas partes. Lidia colocó sus bolsas de plástico repletas de ropa y enseres y su colchón contra la pared de la obsoleta oficina de Barclay's Bank, de puertas cerradas.
Con ella llevaba unos plásticos doblados para protegerlo todo del primer chaparrón que, entonces, parecía lejano, y de los mirones, a pesar de que los transeúntes prefieren mirar hacia otro lado cuando ven un carro desvencijado del súper como el que le era útil a Lidia, como transporte y como resguardo.
Las tiendas de la calle mayor de Kentish Town, como las de otros barrios de la ciudad, indican qué tipo de vecindario reside por allí. No hay ninguna destilería, chocolatería o floristería como las ubicadas en el vecino y adinerado Highgate. En cambio, hay media docena de tiendas benéficas o de segunda mano (la más cercana a la barricada de Lidia, la de la organización Mind, para mejorar la salud mental), las equivalentes a Todo a Cien, agencias inmobiliarias, cafés y restaurantes de conocidas cadenas o independientes y algún pub tradicional que lucha por subsistir.
Pronto Lidia conoció a las tenderas que le dejaban utilizar el lavabo o a los que la rechazaban en su local. Una peluquera arranca a llorar al ser preguntada por Lidia, se le rompe la voz y no quiere hablar porque se habían hecho amigas; le lavaba y cortaba el pelo cuando lo creía conveniente. Algunos de la ajetreada calle la conocían como la española o María por las muchas "gracias" o thank yous que les daba con un limitado inglés de palabras mal pronunciadas y frases a medio hacer. Nunca deshizo el enredo de si era Lidia, María o la española.
La joven francesa Elodie Berland, de la organización benéfica Streets Kitchen, de ayuda a los sin techo entre los que reparte comida, reconoció a Lidia en su nueva acera. Otros conocidos se paraban para comprobar el estado de Lidia, darle algo o utilizaban Street Link, una línea de contacto con el Ayuntamiento para informar de necesitados en la calle o incidentes. Lidia desconfiaba de las instituciones y de la oficialidad de la vida cotidiana. Sobrevivía día a día sin papeles; evitaba muchedumbres o grupos solo de hombres.
Una portavoz del Ayuntamiento de Camden, con la precaución que le exige no disponer de datos de Lidia (identidad completa o contacto familiar), informa a Público: "Si la persona a la que se refiere es la que creemos que es, nuestros servicios le han ofrecido ayuda durante mucho tiempo, hasta diciembre. La muerte de personas sin techo es desgarradora, damos el pésame a quienes la conocían".
El Ayuntamiento clasifica, en tres categorías, los indigentes de la calle cada trimestre. De julio a septiembre de 2022, cuando Lidia se instaló en su último recaudo, dormían al raso 262 personas en el barrio; 88 nuevas o no identificadas antes; 39 registradas con gran cantidad de chequeos, como Lidia, y 135 registradas con pequeña cantidad de chequeos.
El caluroso verano del 2022 dio paso al otoño. Lidia se proveyó de varias placas de polietileno (aislante entre el suelo y el colchón, techo y pared) para protegerse del frío que llegaba poco a poco. Un día llegaron varias furgonetas a la puerta del ex banco y le anunciaron que empezaban obras para la reconversión del local en una clínica dental. Albañiles y desvalida convivieron hasta final de año, cuando la fachada del edificio iba a ser renovada. Lidia se trasladó con su casa de polietileno a la cercana esquina de Islip Street.
Todavía calentaba el sol del verano cuando Esther Oghenekaro, vecina del barrio, empezó a hablar con Lidia y le ofreció trabajo de limpieza en su casa, y después en la de su hermana. "Las cuatro palabras que sé en español, las aprendí con ella; era muy cariñosa y agradecía el trabajo y todo lo material que le dabas, pero no quería oír hablar de albergues para pobres o de cobijos municipales; tenía un espíritu de independencia extraordinario. Había decidido vivir en la calle por razones que podríamos intuir, pero no verificar así que dejemos de especular. Antes de Navidad nevó y estuvimos bajo cero durante cuatro o cinco días, le ofrecí una habitación mientras durase la helada y no hubo forma de que la aceptase", explica Esther a Público constatando la década que llevaba Lidia pululando por Camden y el aprendizaje del inglés a salto de mata.
Inseguridad, vulnerabilidad, traumas, violencia, rechazo… El amable silencio de Lidia convertido en una reserva inquebrantable. "Se encontró con los obstáculos de la burocracia de la inmigración, creo que temía las deportaciones; si le ofrecía una ducha, se aseaba y desaparecía, agradecida, dando 'gracias' y thank you; no le gustaba ir sucia, mantenía un cierto decoro", recuerda Esther más intrigada desde la muerte de Lidia que antes.
Los voluntarios de Streets Kitchen, las tenderas y quienes se paraban ante su destartalada trinchera se percataron, cuando los adornos navideños iluminaban el polietileno, que Lidia tosía con frecuencia, una tos arraigada que ella atribuía a una infección de pecho. Pedía antibióticos, pero estos necesitan receta médica y para ello tenía que ver al médico y estar registrada con un médico de cabecera. No, Lidia no quería registrarse en organismo público alguno porque recelaba.
El día 23 de diciembre el Ayuntamiento recibió por Street Link una llamaba sobre la posible infección de pecho de Lidia. El martes 3 de enero, cuando la mayoría de vecinos repetían "Happy New Year", no contestó, no respondió a quienes le traían comida. Estaba muerta. Llamaron una ambulancia, llegó, la trasladaron al Royal Free Hospital de Hampstead, allí certificaron la muerte. ¿Causa? No se sabe todavía, ni se sabe cuándo se sabrá.
El semanario local Camden New Journal y el párroco anglicano de la iglesia Saint Michael organizaron un funeral para el 19 de enero, sin ataúd ni urna ni foto de ella, en recuerdo y despedida. En la redacción se recibieron numerosas llamadas preguntando por ella. Ramos de flores fueron depositados en su trozo de acera, persisten todavía, ya mustias, donde se abrirá la clínica dental.
El funeral fue muy emotivo y muy extraño: la presencia de la ausencia de Lidia, desconocida para muchos, y algunos no le pueden poner ni cara ni ojos. Acudió un centenar de personas, de ducha diaria, ropa limpia y aspecto pulcro. El barrio se conmovió. Quienes hablaron de Lidia, lo hicieron con sincero respeto. El organista, un joven que no la conocía, provocó más de una lágrima con sus composiciones, entre las estridencias del órgano y la suavidad de las partituras. Música de contrastes, como Concierto en Cologne, de Keith Jarrett.
El reverendo Michael Thomas conocía a Lidia desde hace tiempo. "En las temporadas que aceptaba habitación le perdía el contacto, después volvía a la parroquia, a veces le guardaba sus cosas en mi casa, solía llamar a la puerta los domingos por la mañana trajinando con sus bolsas, se llevaba una, dejaba otra, siempre disculpándose por las molestias con su inglés básico y difícil de entender, agradecida, siempre agradecida", recuerda el párroco. Todos coinciden en que tenía sesenta y pico de años. Nadie le vio un pasaporte o un documento de identidad.
El cuerpo sin vida de Lidia Venegas permanece en la morgue a la espera de que un médico forense lo analice para dar la causa de la muerte. El coroner o Juzgado de Primera Instancia informa de que llevan mucho retraso, muchos fallecidos acumulados, y más aún, los que no tienen a nadie que los reclame. En primavera, le podría tocar el turno a Lidia para saber de qué murió y, entonces, el Ayuntamiento se hará cargo del entierro o incineración del cuerpo. Mientras, intentan localizar a algún familiar de Lidia, María o la española, aunque ella decía que era de Bolivia. ¿Cambia eso el sentido de su historia?
En la Embajada de Bolivia en Londres atienden a la llamada de Público sobre Lidia Venegas. Es la primera vez que oyen este nombre. "A nosotros nadie nos ha comunicado nada de una ciudadana fallecida". Se perdieron el funeral, que ha dejado huella. Lidia vivió en el frío de la calle; se fue con el calor de las velas, la música y la despedida de un centenar de personas que se congregaron (casi sin conocerla) para no dejarla sola.
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