El Loira es un río... en fin, un río muy francés, un río pantagruélico, un río Racine. Por su valle solazaron, conspiraron, asesinaron y hasta gobernaron unos cuantos reyes de Francia. Aquí, mirando estas aguas, fueron infieles o pecadores, hicieron complots, protegieron artes y letras, quebraron costumbres y libertades, reinaron a todo reinar. Y por eso hay tanto castillo, y por eso hay tanto château, en las veredas del Loira.
Hoy tú puedes recorrer las orillas del Loira hasta casi rozar riberas. Hay un camino pensado para las bicis que dicen: La Loire è Vélo, con bonitos carteles, sirgas que rodean viñedos y entran en bosques, sendas tamizadas con erizos esmeraldaos de castañas aun por coger. En el Loira siempre corren aires, y a veces se pone el cielo así, barruntos grises, y truena a lo lejos, y huele como a peluquería antigua, peluquería de cuando iba tu madre. Por aquí tenían muchos molinos, y de algunos conservan restos, maquilas abandonadas como platillos volantes que lamen la corriente. Hay garzas, garzas reales, enormes, garzas de cuello finísimo y modales aristocráticos. Y, cuentan, también puedes ver castores, pero yo no vi ninguno, porque los castores gustan de esconderse a escritores curiosos.
El Loira es un río que suena, silboteos bajos de flauta dulce hojarascada, salces esnugándose en principiar el tardíu, bardales que arrancan quejidos al aire. Asoman algas a la superficie, algas con forma de gusiluces sin pilas. Y hay bolas de muérdago colgando como adornos de navidad para alcaldes horteras. Huele a río, claro, un olor fuerte, intenso, que picotea la nariz. Como si le hubiesen dado la vuelta al mundo.
Justo frente al Loira está Amboise, y Amboise es un pueblecito coqueto, arreglado. Tiene su castillo, su palacio, su iglesia casi-gótica-de-libro, su calle principal con tiendas caras, bares y casucas entramadas en madera. Si te despistas pensarías que es trampantojo, un decorado de cine. Algo tipo Truffaut, o Resnais, una película de esas tranquilas, con planos largos y atardeceres color ámbar. En los alrededores hay cavas naturales donde hacen vino desde el amor cortés, y algunos zarcillos de parra se te enredan en el pelo como si fuesen caricias color otoño. El clásico sitio donde la gente lleva foulard, hay mucho escritor retirado y dos o tres familias que aun recuerdan a los últimos Borbones.
Y aquí vino a morir Leonardo. A Amboise, sí, al castillo de Clos Lucé. O lo trajeron, para ser exactos, con ofertas libérrimas y muchos dineros.
Para llegar a Clos Lucé coges la calle principal de Amboise y la remontas por completo. Al principio hay edificios cuquis, mucha terraza y losetas finísimas. Después subes un poco, y el asfalto se encrespa, y bordeas casas con viejitas asomando, y al fondo hay un bosque color verde oscuro, y una ardilla cruza la carretera, una ardilla roja y blanca, como la Spip de Spirou, y llegas a una curva de herradura, y justo allí está Clos Lucé, que tiene muros de ladrillo naranja, sillares en las esquinas y unos tejados pindios de pizarra casi-negra, tejados de lluvias en invierno. Ruta el agua de un arroyo aquí, justo frente a la puerta principal.
Vale, aclaremos cosas... esto está dedicado a Leonardo, porque la figura de Leonardo... en fin, vende mogollón, pero también veremos muchas veces la narizota ganchuda de Francisco I. Sí, el rey de Francia, el que se las tuvo tiesas con Carlos de Habsburgo y te pintaban como malo durante el insti. A Francisco lo crio en Clos Lucé su madre, Luisa de Saboya, y el buen mozo continuó mostrando querencia por esas paredes. Fue él quien se llevó a Da Vinci hasta el Loira. Tres meses de viaje, que no es poco. Y sobre mula, que aun no estaba inventao el interrail. Mira, Leo, aquí podrás hacer lo que te venga en gana, porque yo te admiro mogollón, eres un genio, eres lo más grande. Y al artista... en fin, al artista lo camelas siempre desde el halago. Desde el halago y desde los 360.000 euros anuales que, al cambio, se embolsaba Leo. Que para ser un hijo ilegítimo y dejar siempre los proyectos a medias está bastante bien, creo yo.
El interior es un laberinto de pasillos, escaleras, habitaciones. Puedes ver la de Leonardo, que era austerísima cual Marco Aurelio, y tenía una cama bien pequeñuca. Eso siempre llama la atención, cuando visitas estos sitios... lo bajita que era la gente. Leonardo allí... como un rey. Total libertad, dos o tres encargos para que le diese vueltas al magín, unos jardines preciosos para pasear y pensar en sus cosas. Si hasta tenía cocinera propia, porque era vegetariano, y en aquel entonces la gente con pasta solo comía carne, que era lo chulo, lo vigorizante, lo cool. Ah, también se bebía, se bebía mogollón. Unos siete litros de morapio al día, aunque éste era de baja graduación (y a los niños se les servía rebajado con agua, que no somos animales). Parece que en esto también era frugal Da Vinci, que tuvo vejez sanota (y le debían mirar rarísimo sus coetáneos).
Leonardo era pacifista convencido y nunca terminaba sus ingenios bélicos para no ir contra esas ideas
La figura de Leonardo es muy... agradecida. Vamos, que la puedes reivindicar sin problemas, porque tiene muchas dobleces, pero todas potencialmente agradables. Está el sótano de Clos Lucé lleno de representaciones de sus proyectos sobre el papel... que si una bici (fake, sabemos que es falsificación de los años sesenta o así), que si máquinas para ayudar en la cosecha, que si juegos de mozucos inteligentes. Y, también, armas... construcciones de planos leonardescos sobre ametralladoras, tanques, alabardas automáticas y otros injertos del estilo. Pero, oh maravilla... todas tuvieron que ser intervenidas a posteriori por la mente de algún ingeniero. Para funcionar, sí, para poder hacerse y que hiciesen sus cosas (sus cosas malas, sus cosas del matar) con ese aire de araña steampunk, de animal fabricado en madera, perezoso y algo torpe. Cuentan que Leonardo era pacifista convencido, y que nunca terminaba sus ingenios bélicos para no ir contra esas ideas (mira, lo contrario de Oppenheimer, macho). O igual es que gastaba molicie, vaya usted a saber.
Al castillo se vino Leonardo con Salai y Francesco Melzi. El segundo, cuentan, ejecutó las pinturas de una pequeña capilla que hay junto al estudio. Es donde aparecen nubes con rayitos de sol saliendo así, muy instagrameables. Vamos, que Clos Lucé... En el área de trabajo pueden verse, además, reproducciones de los tres cuadros que da Vinci trajo consigo desde Italia, porque el paisanuco se tiraba décadas esfumatando y desesfumatando. Uno de ellos, claro, es el retrato de Elisa Gherardini... seguro que lo visualizan en este mismo instante...
Los jardines, decíamos, son cosa de impacto. Allí hay reproducciones de máquinas realmente grandotas, y un espacio central con agua, patitos (los patitos siempre suman) y tuberías que echan vapor a ratines para hacer el asunto más misterioso. Es otro guiño a Da Vinci. Doble, además, porque gastaba el toscano ínfulas de tramoyista, y preparaba en ese sitio fiestones con efectos especiales como representar el firmamento en una pared, cubrir ambientes de humos coloreados o hacer reproducciones arquitectónicas con postres (bueno, esto lo hizo en Milán, pero seguro que por Amboise algo se le ocurriría). En cuanto al agua... Leonardo también trabajó con ese elemento. Para salvar ese elemento, más bien, puesto que proyecta unir distintos ríos y lograr la mega-autopista fluvial. Ya ven, visionario. Ah, también se preocupó de los puentes... puentes giratorios, puentes de dos plantas, y hasta un puente portátil que podías llevar contigo como quien recoge apuntes de la biblioteca.
Sitio ideal, entonces, este del jardín, para darse paseucos, descansar varices en bancos y ponerse a la sombra, que ya calienta. Dicen que Leonardo, además, gustaba de bajar hasta el pueblo, salir de estas vigas coloreadas y este espacio casi idílico para mezclarse con la gente. Quizá sea otra construcción del “Laonardo guay”, pero mola mucho imaginárselo ahí, en el mercao, regateando el racimo de uvas, mire, mire, buenísimas, no sé, deje que pruebe, pues sí, póngame este buqué...
Ah, déjenme un chafardeo... la tienda de souvenirs. A mí me encantan las tiendas de souvenirs en estos sitios. No porque haya cosas interesantes (que a veces las hay), o porque tenga un encanto bizarro potente (que a veces concurre), sino porque muestran, mejor que ninguna cosa, la imagen que se tiene sobre el arte o la persona en cuestión. Aquí, en Clos Lucé, hay puzles de Leonardo, y tazas de Leonardo, y maquetas de Leonardo, y lápices de Leonardo, pero, también, libros sobre ovnis, misterios históricos y hasta feng shui. Y es que el bueno de Da Vinci se ha perdido para la causa, amigos, ahora es herramienta magufa.
Pero eh, que merece mucho la pena. Clos Lucé, la ciudad, el paseo por el Loira, darse unas buenas pedaladas entre glicinias por muros y cafés con terracitas. También saber un poco más sobre Da Vinci, que siempre suma. Eso sí... pidan que no llueva.
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