BARCELONA
Dicen los que han estado allí que el bulevar de La Croisette es un lugar tan exclusivo que incluso en los días nublados parece que haga sol. Frontera entre la playa y la civilización, no hay otro paseo más conocido en Cannes. Tampoco tan refinado. Más de tres kilómetros de recorrido. A un lado, las olas de la bahía picando contra la arena blanda. Al otro, fincas, jardines, hoteles, casinos, tiendas de lujo: la ciudad con sus mejores galas. Por todos los sitios, como un charco que hubiera empapado cada palmo de la avenida, referencias al mismo acontecimiento. El Festival de Cannes, inaugurado en 1946, se celebra durante la segunda quincena de mayo, pero aquí dura todos los días del año. Lógico. Hablamos del festival más distinguido de la industria del cine. El más citado. El más publicitado. En La Croisette flota el glamour. En La Croisette corren los flashes, la purpurina, los autógrafos y, por supuesto, las cintas de películas. En La Croisette podría pararse el mundo, y luego acabarse, y no pasaría nada.
Estamos en 1968. La fiesta continúa. El antiguo Palais des Festivals, situado en el corazón del bulevar, sigue siendo el epicentro del concurso (hoy el festival se celebra en otro edificio, más grande, preparado para acoger todo tipo de eventos y congresos). La clásica alfombra roja se despliega a las puertas del palacio. Una lengua de fuego que cae escalón a escalón hasta morir en los pies del paseo. Las estrellas descienden de los automóviles enfundadas en sus vestidos largos o en sus esmoquins, ninguna arruga en la tela. Una maraña de fotógrafos y espectadores se abalanza sobre el tumulto tratando de detectar alguna cara conocida. Grace Kelly. Sharon Tate. Anouk Aimée. Danny Kay. Alguien dice haber visto al guitarrista y al batería de los Beatles, George Harrison y Ringo Star, bajar del coche cogidos de los hombros. Estallan varios gritos en el aire.
Los organizadores han decidido descorchar esta nueva edición con la proyección de Lo que el viento se llevó, dirigida por Victor Fleming y estrenada en Estados Unidos en 1939. El acto sirve para homenajear a sus dos actores principales, Vivien Leigh y Clark Gable, ya fallecidos. En las salas, durante la primera jornada, se reúnen 1.600 personalidades invitadas. "La Croisette tiembla de placer", escribe alguien en una crónica. Todo son risas, posados, brindis. No falta de nada. Tampoco los clásicos cotilleos. ¿Qué ha sido esta vez? Olivia de Havilland, la única actriz viva del reparto de Fleming, que se ha negado a presentarse en la ceremonia porque no acceden a pagarle los 125.000 francos que reclama. Un plantón que se une al de Faye Dunaway, uno de los rostros de moda en Hollywood, de quién apuntan que exigía un avión privado para desplazarse. La clase de polémicas que, más que enturbiarlo, engrosan la fama del festival. Cannes es una cita ineludible en el calendario. Cannes es un escenario que atrapa los focos, otorga prestigio y catapulta carreras en la gran pantalla. Cannes ya es, a estas alturas, una máquina de facturar dinero.
Pero no muy lejos de allí, en París, lo que empieza a alumbrar es el fuego de las primeras barricadas. La sociedad francesa sale a las calles porque quiere que la escuchen. Son hechos que quedarán para la historia.
Aunque de momento, en la costa mediterránea del país, nadie se refiere a la política. La inauguración transcurre sin sobresaltos y Robert Favre Le Bret, delegado del festival, lo celebra ante las cámaras. Si algo preocupa en este instante a Favre Le Bret, más que las noticias sobre las movilizaciones, es el humor de los directores franceses que desfilan por el hall del Palais. Hace solo unos meses, indignados, se unieron en bloque para protestar contra la destitución de Henri Langlois como director de la Cinémathèque, asociación dedicada al apoyo del séptimo arte y que hasta entonces había ejercido un papel vital en la eclosión de la Nouvelle Vague como movimiento emergente y opuesto al cine de masas. El ministro de Cultura, André Malroux, apartó a Langlois de su puesto sin mediar explicación, y la reacción de una parte del sector (Bazin, Truffaut, Varda, Rivette, Godard, Chabrol...) fue tan contundente que se vio obligado a rectificar y volverlo a nombrar. Los nuevos cineastas franceses no se andan con chiquitas: si tocas a uno de los suyos, saltan. Y aunque formalmente ahora todo vuelve a estar bajo control, en La Croisette se respira una calma tensa que puede desgajarse en cualquier momento. Como terminará ocurriendo.
Algo tendrá que ver que en Francia los acontecimientos se estén precipitando. La agitación en las calles es tan evidente que quién no se pronuncia sobre ella es porque prefiere mirar hacia otro lado. En el Quartier Latin de París se recrudecen los enfrentamientos entre los estudiantes universitarios de la Sorbona y la policía. Algunos empiezan a manejar el término revolución como si fuera algo más que una palabra vieja, hermosa e inalcanzable. Cuando Cannes entra en la segunda semana de festival, el número de trabajadores franceses que se han unido a la huelga general ya acaricia los tres millones, y la prensa que cubre el evento pregunta directamente a los presentes por los altercados y la conveniencia de mantener el pase de películas. A la organización se le está a punto de caer el decorado encima. Apenas faltan unas horas.
Roman Polanski, miembro del jurado este año, todavía está durmiendo cuando a primera hora de la mañana suena el teléfono de su habitación en el Hotel Martínez. Al otro lado de la línea le saluda un amigo, François Truffaut, que a su vez acabar de hablar con varias colegas que, tras reunirse en asamblea en París, exigen que se tomen medidas para frenar el festival. Truffaut le pide a Polanski que acuda a una rueda de prensa que este mismo 18 de mayo tendrá lugar en La Salle Jean Cocteau del palacio. El segundo sospecha que los cineastas pretenden reivindicar una vez más al infortunado Henri Langlois. Los dos directores acuerdan verse directamente allí.
"Cuando llegué, me di cuenta que la reunión no trataba de Langlois, sino de detener el festival", detallará años más tarde Polanski. "Primero pensé que era una idea totalmente ridícula. No veía ninguna conexión entre lo que pasaba en París con los estudiantes y el festival. Había mucha gente que pensaba como yo, pero también otra que se mostraba muy vehemente para cerrarlo".
"¡Sois unos idiotas!"
La Salle Jean Cocteau es el cráter de un volcán en erupción. Favre Le Bret, que hace unos días accedió a posponer algunas proyecciones ante las peticiones de interrumpir el programa por respeto a los manifestantes heridos, ya no piensa volver a recular y se dispone a reabrir las salas, lo que crispa aún más el ambiente. Los debates son cada vez más rudos. El propio Truffaut alza la voz para dirigirse al auditorio, en el que además de profesionales del cine se amontonan periodistas (los que aún no se han sumado a la huelga) y asistentes: "La radio da noticias minuto a minuto. Se anuncia que las fábricas están ocupadas, que los trenes ya no circulan. Pronto, serán los metros y los autobuses. Que este festival continúe es francamente incomprensible". Algunas personas disconformes con el parón replican desde el público. Jean-Luc Godard, sentado al lado de Truffaut, está en su mismo bando: "Se trata de demostrar, con una semana y media de retraso, la solidaridad del cine con los movimientos, los estudiantes y los trabajadores. Y la única manera de hacerlo es deteniendo inmediatamente todas las proyecciones". Aunque Godard, la mirada resguardada tras sus características gafas oscuras, tiene menos paciencia que su compañero para aguantar las quejas que se vuelven a oír en la sala. "Nosotros hablamos de solidaridad con estudiantes y trabajadores, y vosotros de primeros planos o tiros de cámara. ¡Sois unos idiotas!", explota.
Como lo hacen muchos más. El director y productor Claude Berri, forcejeando para hacerse un hueco entre la gente, grita: "¡Están pasando cosas en Francia, no las podemos ignorar!". Su guante lo recoge la joven actriz Macha Meril, que aún va más lejos y propone a los allí reunidos que aprendan de las reivindicaciones de los estudiantes y no se dejen cegar por los premios que hay en juego en el festival. "De la misma manera que ellos no quieren exámenes", razona, "nosotros no queremos competición". Polanski, que hasta ese momento ha seguido en riguroso silencio las intervenciones de sus colegas, también pide la palabra. "Todo esto que estáis diciendo me recuerda mucho a los días que pasé en Polonia durante un periodo que se llamó estalinista", dice, más resignado que enfadado, como si los motivos que le obligaron a huir unos años atrás de su país siguieran demasiado frescos en su memoria.
Dominique Delouche es el primero que da el paso y anuncia que retira su película (Vingt-quatre heures de la vie d'une femme) del concurso. Su ejemplo lo van siguiendo muchos otros, como los checos Milos Forman (Hoří, má panenko) y Jan Nemec (O slavnosti a hostech), el italiano Salvatore Samperi (Grazie, zia), el sueco Mai Zetterling (Doktor Glas) o los franceses Michel Cournot (Les Gauloises bleues) y Alain Resnais (Je t'aime, je t'aime). Un alud de renuncias a las que pronto se suman las dimisiones de varios miembros del jurado, como Louis Malle, Monica Vitti, Terence Young o el propio Polanski, que acabará reconociendo que lo hizo porque no le quedaba otra opción. Claude Lelouch, que unas horas antes ha aparecido en La Croisette montado en un Porsche y con una copia de su película sobre los Juegos Olímpicos de Grenoble en el maletero (pese a que el carburante escasea en todo el país, unos gasolineros que se encontró en la ruta le echaron un cable para que pudiera llegar a su destino), es el elegido para comunicarle a Favre Le Bret la lista de bajas y la petición de la mayoría de cerrar las puertas del Palais des Festivals. El delegado lo acusa de traidor y, visiblemente irritado, le espeta que la organización piensa cumplir con el plan previsto.
Correteos, agarrones, insultos y golpes
Así se llega, ese mismo 18 de mayo, al polémico pase de Peppermint frappé, la película del español Carlos Saura, donde todo acabará de romperse. Después de comer, se abre la sala principal y, junto al director, una fila de espectadores entra en la estancia para buscar asiento. "De repente pensamos que era un disparate que se pudiera estrenar la película", reconocerá Saura unas cuantas décadas después a El Mundo en una entrevista, "así que le dijimos a Favre Le Bret que, por favor, la dejaran para otro día". La respuesta vuelve a ser clara: el festival va adelante. Pero, cuando se cierran las luces, los creadores deciden tomarse la justicia por su mano: Saura, Géraldine Chaplin, Godard y otros cineastas salen disparados hacia el escenario y se cuelgan del telón para frustrar la proyección. Lo que sigue a continuación es confuso y grotesco. Correteos, agarrones, insultos, golpes. Alguien empuja a Truffaut y su cuerpo se derrumba contra el suelo. Jean-Pierre Rassam, productor franco-libanés, recibe un puñetazo en la nariz. Una mano abofetea a Godard y sus gafas salen volando. Los periodistas acercan desesperadamente su grabadoras al meollo. De fondo, las imágenes de Peppermint frappé siguen iluminando la pantalla.
El domingo 19 de mayo, a las doce del mediodía, la dirección lee un comunicado ante la prensa que da por cancelada la 21ª edición del Festival de Cannes. Finalmente, han cedido. De los 28 films seleccionados, solo 11 han podido compartirse con el público. El resto, 17, no han llegado a visionarse. Los premios, por supuesto, se declaran desiertos. Cinco días antes de lo que marcaba el calendario, y tras varias jornadas de estrés, protestas y discusiones, el cine abandona la bahía. Se ha impuesto el peso de la historia, que sigue escribiéndose con fuego y pancartas sobre las adoquines de París.
El mayo del 68 quedará marcado como una cicatriz en la piel de los franceses. Como también pasará, a pequeña escala, con el gesto de todos esos artistas y trabajadores que nunca pudieron entender que se celebrara algo mientras sus amigos y sus hermanos se jugaban el pellejo reclamando un mundo mejor. Ni siquiera el cine. Algunos de ellos, a raíz de lo que sucedió en Cannes durante esa primavera, fundaron La Quincena de los Realizadores, un contrafestival que aún se sigue celebrando todos los años en la ciudad por las mismas fechas que el oficial, y que ha ganado mucha notoriedad gracias a su apuesta por los movimientos de vanguardia, los directores jóvenes, los proyectos independientes y las historias arriesgadas. Las sombras de Godard, Truffaut o Saura siguen agarradas a la cortina del viejo palacio. Mientras su recuerdo esté vivo, no la soltarán.
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