BARCELONA
Actualizado:Dos escenas, dos brochazos en el enorme lienzo que es la carrera como dramaturgo de Sergi Belbel (Terrassa, 1963):
La primera. En Gijón. 1986. El estudiante —todavía no se atreve a considerarse autor, tiene 22 años— se adentra en la oscuridad de la sala antes de que empiece la función. Va a estrenarse Caleidoscopios y faros de hoy, la "obrita" que escribió entre clase y clase de Filología Románica, que presentó a un concurso del Ministerio de Cultura por insistencia de una amiga, que lo convirtió en el primer Premio Marqués de Bradomín y que ahora Juanjo Granda ha montado con una apuesta moderna y rompedora. Cuatrocientas personas abarrotan el teatro Jovellanos. A medida que avance el espectáculo, irán desapareciendo. Primero unas pocas, luego filas enteras. La apuesta —los diálogos están grabados y se oyen por los altavoces— quizá se ha pasado de moderna y rompedora. Cuando se apaga el foco, quedan menos de 60 espectadores.
La segunda. En París. 2017. Unos meses antes, ha sonado el teléfono del —ahora ya sí— autor: van a estrenar Després de la pluja en la Comédie-Française. La obra que escribió en 1993. Por aquí solo han pasado Federico García Lorca, Pedro Calderón de la Barca o Fernando Arrabal. Es el primer catalán que alcanza esta dimensión —en 2020 se le añadirá Lluïsa Cunillé—. Con el presupuesto que se ha destinado al proyecto, podría armar otros cinco en Barcelona. En una de las butacas, después de coger un vuelo, toma asiento la que fue su profesora de literatura francesa en la universidad. La persona que le descubrió a Molière, el fundador hace más de tres siglos de este teatro, uno de los más prestigiosos de Europa. Se abre el telón.
Hay cientos de escenas que pueden elegirse para contar la vida profesional de Belbel. Tal vez miles. Todas ellas tienen su forma, su peso. Como ladrillos amontonados en un altísimo edificio. Están, como la segunda, las que aguantan los pisos superiores: el éxito incontestable. Están, como la primera, las que fijan el bloque en el suelo. "Un fracaso así es fantástico para empezar, porque ya no puedes ir más abajo". Son 37 años trabajando. Treinta y siete años de escritura, de dirección, de relación con los intérpretes. Treinta y siete años de traducir a los clásicos (Goldoni, Koltès, De Filippo, su admirado Beckett). De reuniones, de viajes. De ovaciones, de lamentos. De entrevistas. Treinta y siete años al pie del cañón.
Belbel cita a las visitas en su estudio de la calle Pau Claris, a diez minutos a pie de Plaça Catalunya, en Barcelona. Es un piso austero, práctico. En una estancia, el ordenador. En la otra, una estantería llena de libros y una mesa de madera de grandes proporciones sin un solo objeto encima. Son las once de la mañana de un viernes que se resiste a desprenderse del verano. El director, camisa y pantalones claros, gafas con montura negra, cara de llevar muchas horas funcionado, saluda con un apretón de manos. "Aquí es donde trabajo", dice, y extiende los brazos con un gesto enérgico. Una luz pacífica, agradable, entra por la ventana principal y se posa como un mantel sobre la superficie de la mesa. Es uno de esos días que avanzan hacia la oscuridad, pero que a medio camino se quedan parados, ofreciendo solo la claridad justa y necesaria. Belbel se sienta dando la espalda al cristal.
Aquí es donde se encerró por la pandemia. Fueron meses duros (la cartelera teatral frenó en seco, también el cobro por los derechos de autor de sus obras, que van rodando por el mundo). Fueron meses intensamente productivos. Belbel ha contado en varias entrevistas que hasta ese momento su escritura parecía haberse detenido. Una década aceptando encargos de otros, dedicando poco tiempo a lo propio. "El director había devorado al autor de un modo descarado". Él es consciente de que su vida ha estado marcada siempre "por esta esquizofrenia entre dirigir y escribir". Ocurre que últimamente la balanza se había decantado claramente hacia un costado. "Hay textos míos que siguen vivos, pero la mayoría eran del XX... Tenía esa duda. ¿Y si como autor estaba acabado?". Entonces llegó el virus. También el tiempo, la soledad, el silencio. Y el genio, que derramó por los bordes. En unos pocos meses, aparecieron cuatro obras nuevas, una serie de televisión. Y una novela. La primera. En catalán. Morir-ne disset. Que además es la ganadora del último Premi Sant Jordi.
"La novela la presenté porque iba con pseudónimo, sino no lo hubiera hecho. La entregamos en el último día de plazo. Me ayudó mi hijo mayor. Mientras él imprimía, yo redactaba la última página". Tantas pocas esperanzas tenía de ganar, que se olvidó del asunto. Cuando Jordi Cuixart lo llamó para darle la noticia de parte de Òmnium Cultural, no le cogió el teléfono. "Mucha gente me dice que es muy teatral, pero es pura narración. Me dejé ir como no me he dejado ir nunca, pero porque de verdad pensaba que no la leería nadie". Él, sin embargo, se sigue sintiendo ante todo una persona de teatro. Es el proceso creativo que mejor conoce: la palabra como un objeto vivo que tendrá que ser pronunciado. ¿Y ese ritmo trepidante de producción? Belbel cierra los ojos, se rasca la frente. "La escritura teatral es exprés. Y obsesiva. Cuando tienes una idea, la maquinaria se pone en marcha, y ya no sales de ahí. Yo puedo tener un manuscrito en 15 días. Aunque en nuestro caso la reescritura se hace más tarde, con los intérpretes". Pese a la velocidad de ejecución, cuesta imaginar cómo se las apaña el dramaturgo para encontrar un momento de calma y enfrentarse al folio. Sus días son un carrusel de encuentros, reuniones, compromisos.
La agenda de Sergi Belbel podría ser uno de sus personajes. Tiene vida propia. Lo primero que hace al levantarse es revisarla. El día antes tuvo dos presentaciones del libro y por la noche reestrenó —no sabe cuántas veces van ya— la exitosa El método Grönholm de su amigo Jordi Galceran. Hoy la cosa no afloja. Primero, entrevista. Más tarde, visita de Marta Tomasa, la coreógrafa con la que preparan Pares Normals, el musical del grupo Els Amics de les Arts, previsto para noviembre. Luego, una comida de trabajo. Por la tarde, otra reunión. Y, entre una cosa y otra, escapada al peluquero: "El sábado voy a una boda y tendría que cortarme el pelo". El periodista hace una mueca, medio abrumado solo de escucharlo. Belbel se deshace en una carcajada.
Cuando todavía estaba en la facultad, para disfrutar con un espectáculo se iba al extranjero. Edimburgo. París. El festival de Aviñón. Las únicas propuestas vanguardistas que le interesaban se hacían fuera. "El veneno del teatro", precisa Belbel, lo alcanzaría poco después. Tras su accidentado debut en Gijón, escribió Minim.mal show, un encargo de su primer maestro, José Sanchis Sinisterra, junto con Miquel Górriz. La presentaron en el Institut del Teatre de Barcelona. Gustó tanto que mandaron la obra directamente a uno de los teatros más renombrados de la ciudad, el Romea. Después, Madrid. Y como colofón, gira por España y por México. "En un año salté del infierno al cielo, sin transición", describió una vez.
El veneno ya le corría por dentro. Más tarde, en 1991, fue el turno de Carícies. Ese texto fue un antes y un después. Se alejó de los referentes, de las convenciones, se cansó de imitar; tiró un cable interno, buscó adentro, encontró algo auténtico. Un consejo decisivo de Josep Maria Benet i Jornet, su segundo maestro, determinó la trama. La reacción inicial de la crítica, sin embargo, volvió a ser terrible. Cayeron palos como proyectiles. Un locutor de radio llegó a decirles a los oyentes que fueran al teatro a tirar tomates. Dos años después, Guillermo Heras se la llevó a la capital. Al poco tiempo, la obra se empezaría a hacer en Francia y Alemania. También se leería en el Royal Court de Londres. Es curioso: cuando la estrenó en Madrid, en medio del descontento, Belbel pensaba que su futuro como dramaturgo estaba finiquitado. En realidad, se le acababan de abrir las puertas como autor en el mundo.
"El problema es que hoy no somos referentes de las nuevas generaciones". Belbel desliza una sonrisa metálica, que en realidad es el reflejo de una preocupación. "En Catalunya tenemos un problema muy grande con la tradición". Su habla es como su rutina: ágil, eléctrica. Sus frases, hachazos disfrazados de caricias. "Hay gente que se cree que es más moderna por decir que Àngel Guimerà es una mierda. Que me perdonen, pero esa gente, a mí, no me interesa". Hace una pausa dramática. Sigue. "Se copian estéticas que ya funcionan en otros lados, pero que pierden sentido cuando las sacas de su territorio. Vale, pongamos que Guimerà es una mierda. Pero, en todo caso, es tu mierda. Investiga un poco, porque a lo mejor le quitas capas y acabas encontrado un diamante en el medio".
El teatro catalán dio un salto de calidad formidable en las últimas décadas del siglo pasado. De repente, ya no había que moverse para dar con el talento. Lo tenías encima. Sobraban variedad, proyectos, valentía. "Exportábamos al mundo cosas que el mundo no tenía". Fue una época dorada, pero que no se supo sostener. "Por un tema cultural, de sociedad pequeña y ridícula: somos pocos y además nos puteamos". A Belbel le saca de quicio que se hayan olvidado hechos como que los creadores del Cirque du Soleil, hoy una multinacional que arrastra millones de espectadores por todo el planeta, tomaran en su momento a Comediants como modelo. La modesta compañía catalana nunca había contado con grandes inversiones que la empujaran. El Gobierno de Quebec, por su lado, ofreció un cheque en blanco a esos jóvenes creadores. El resto es historia.
La falta de apoyo económico es quizá el obstáculo más importante. "Lo que hicieron con el Cirque du Soleil aquí es impensable. Nosotros molestamos a los políticos. Nos ven y dicen: Mira, ya vienen los del teatro a pedir. ¡Y estamos pidiendo basura! ¡Supervivencia!". El miércoles de esa semana, Belbel y otros 79 colegas se han constituido como asociación, la primera que ha habido en la historia de autores catalanes. "La calidad sigue siendo muy alta. El problema es que no tenemos dinero, no tenemos producción, no tenemos oportunidades y vamos a salto de mata". Belbel sujeta un codo en la mesa, encorva ligeramente la espalda. "Ya nos gustaría tener los recursos que hay en Madrid. Ahora mismo, el teatro de Madrid se está poniendo al nivel del de París o el de Berlín. Hay tanta oferta, tan diversificada... Mira a mi amigo Juan Mayorga: tiene un teatro público para él solo y es miembro de la Real Academia Española". Habla alguien cuya trayectoria es envidiada por la mayoría de dramaturgos del mundo. "En Catalunya escribes una obra y, por mucha carrera que tengas, tienes que volver a empezar de cero. Falta apoyo político. Falta amor por la cultura".
Cuando se está representando una obra que ha escrito o dirigido, a Belbel le gusta colocarse detrás del público, contemplar todas sus cabezas juntas. Lo que pasa en el escenario ya lo ha visto o, mejor, ya lo ha inventado. Pero la reacción que desencadena en la gente, no. Entonces se fija en esas nucas, que al mezclarse forman un animal inmenso y extraño. ¿Quién empieza una gran carcajada? ¿El señor de la fila dos? ¿Tal vez el de la fila 14? ¿Quizá la señora de la fila siete? "El público es un misterio, siempre. La gracia está en su anonimato". Si escribe para alguien, lo hace para esa masa sin nombre, pero real, que interfiere en la historia. Que completa el cuadro. "Si conociera a toda esa gente, si entendiera cómo se comporta, no haría teatro".
De repente, suena el timbre del estudio: la coreógrafa. El entrevistado se levanta para ir a abrir, pero como el sonido ha interrumpido una de sus respuestas, sigue hablando hasta que alcanza la puerta. Hace unos minutos, refiriéndose a su estado actual, ha dicho: "Es como si el escritor que estaba agazapado se incorporara otra vez, diera un golpe encima de la mesa y gritara que ahora es la suya". Belbel fue director del Teatre Nacional de Catalunya, cargo de suma responsabilidad, entre 2005 y 2013, y él mismo admite que su parón creativo tuvo que ver con la resaca que le dejaron esos años. Asegura que se dejó la piel en el puesto. Y que eso llevaba implícito una serie de renuncias, casi todas ellas relacionadas con su carrera personal.
Poner al colectivo por delante de la individualidad. Y ya habrá tiempo —esto lo ha comprobado ahora— de despegar de nuevo. "Cuando me avisaron de que iban a estrenar Després de la pluja en la Comédie, lo primero que sentí fue una pena terrible por no poder compartir la noticia con Benet i Jornet, que ya sufría un alzhéimer muy avanzado. Inmediatamente pensé que lo importante no era que fuera yo, sino que fuera uno de nosotros. Debemos ser conscientes de que solos no somos nada. Estamos en deuda con todo y con todos".
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