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El valedor de los chicos del barrio

Fernando Saleta ha consagrado su vida a insertar en la sociedad a jóvenes en riesgo de exclusión social. Lo intentó con 'El Jaro', pero una escopeta se lo llevó por delante

HENRIQUE MARIÑO

Fernando Saleta llegó en taxi al reformatorio, incrustado en el duramen de la cárcel de Zamora, donde habían encerrado a El Jaro. Salió el mozo por el portalón y lo primero que hizo fue abrir un coche para volverse a Madrid, dejando a su tutor plantado con dos billetes en la mano. 'No vuelvo a sacarlo', pensó Saleta, encargado de su guarda y custodia, aunque continuó haciéndolo hasta que una escopeta lo descerrajó. Era el 24 de febrero de 1979, cuando los carteles electorales que forraban la Transición presagiaban la reválida de Suárez.

'Fue uno de los culpables de que me metiera en estas cosas, porque me dio una herencia curiosa que me permitió conocer a muchos chavales', confiesa Saleta, a quien todos le llaman Tato. Algunos, incluso, Padre, no por cura sino porque lleva décadas acogiendo en su casa a jóvenes marginados o en riesgo de exclusión social. El Jaro, antihéroe de la España quinqui, también durmió bajo su techo, pero eso no consta en la malograda biografía de José Joaquín Sánchez Frutos, cuyas andanzas fueron plasmadas en la película Navajeros y en la canción de Sabina Qué demasiao.

El 'hijo de la derrota y el alcohol', que diría El Flaco, fue dando tumbos y palos hasta que se detuvo ante una casa de la pudiente colonia del Viso con una faca en ristre. El dueño bajó porque estaban atracando a un amigo y la panda, menos El Jaro, echó a correr. 'El hombre se asustó porque fue el único que se quedó parado y no huyó. Desconocía que anteriormente había resultado herido en un tiroteo, le faltaba un testículo y le costaba correr'.

Tenía 16 años, el trauma de una infancia terrible y una ficha policial que no daba más de sí. Su tutor, que no era mucho mayor, abandonó entonces la Facultad de Derecho y se replanteó su futuro. Había soñado con ser juez de menores, tal vez fiscal para así poder defender a los desfavorecidos, pero recordó las enseñanzas de los jesuitas: 'Cuanto antes sepas qué quieres hacer, mejor enfocarás tu carrera'. Tato apartó el Código Penal de su vista, se matriculó en Psicología y consagró su vida a la inserción de los delincuentes juveniles, un término que le produce urticaria.

Rascó el bolsillo y se fue a vivir con su compañera a un piso de la Ventilla, el único que podía permitirse dando clases particulares de matemáticas. Había hecho las prácticas de Derecho en el reformatorio del Sagrado Corazón, al que él llama deformatorio porque 'no servía para nada bueno'. En su nuevo barrio, se encontró a aquellos chicos al volante de coches robados, con sus pipas todavía calientes después de haber cometido un atraco. 'Empecé a invitarlos a venirse de campamento para tratar de sacarlos de allí', recuerda Saleta. Unos empezaron a estudiar, otros llegaron a sacar una oposición y algunos se convirtieron en educadores de calle.

'No tenía sentido ofrecer servicios sociales de ocho de la mañana a tres de la tarde, cuando muchos se levantaban a esa hora'. Había que pisar el asfalto y los billares para proporcionarles alternativas destinadas a 'frenar los procesos de deterioro e impulsar su desarrollo'. Aquel esfuerzo se tradujo en la creación del Colectivo La Calle, que desde 1987 cumple una encomiable labor no sólo con jóvenes sino también con personas que han estado entre rejas y ciudadanos en situación administrativa irregular.

Los que no consiguieron salir de los bajos fondos cayeron por las balas de la policía, hasta que  la guadaña de la heroína tomó el relevo. 'Todo ha cambiado. Antes, las familias tenían muchos niños y los del medio quedaban desamparados, porque nadie se ocupaba de ellos. Sin cariño ni educación, empezaron a desmadrarse', rememora Fernando Saleta (Pittsburgh, 1954). 'Ahora, los padres están más encima de los hijos. Ha influido nuestro trabajo, así como la caída demográfica'.

La asociación les brinda un oficio, pero también las herramientas para abrirse camino en el lado menos salvaje. Su reinserción, según el responsable de La Calle, es más fácil hoy que en los años setenta y ochenta, aunque hacen falta medios. 'Los servicios sociales fueron mejorando con el tiempo, mas están siendo arrasados por los recortes. Por ejemplo, se acaban de cargar una red de drogodependencias que trabajaba en varios barrios de la capital', concluye Tato, quien un día de febrero abrió el periódico y, tras ver a su chico encharcado de tinta y sangre, supo por fin qué quería hacer con su vida.

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