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Yolanda Oquelí: "Defender la tierra me dejó una bala en el cuerpo y una cicatriz en el alma"
Por Jairo Vargas
Redactor de migraciones y vivienda.
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Esa mañana, su madre le dijo que anduviera con cuidado. Hacía ocho días que las pintadas —"Te morirás, hija de la gran puta", decían— habían cambiado el naranja por el rojo. Empezaron años atrás con pintura amarilla. "Perro que ladra no muerde", la intentó tranquilizar Yolanda Oquelí (Ciudad de Guatemala, 1979). Pero sí mordió, y profundo. "Nunca pensé que serían tan desgraciados", despacha la mujer. Se podría decir, también tirando de refranero, que la letra con sangre entra. Y esas pintadas entraron de un balazo por su espalda, a escasos centímetros de su columna. Y ahí sigue alojada, rozando también el hígado, desde aquel 13 de junio de 2012 en el que le dispararon dos desconocidos que la emboscaron en moto. No la mataron, pero la bala no puede extraerse, "hay un 99% de posibilidades de que deje de caminar si lo intentan", precisa. Le duele con cada movimiento y le recuerda la injusticia, "pero también que sigo viva", apostilla. Una marca indeleble de que luchó para defender la naturaleza, la tierra, los cultivos y el agua de las comunidades campesinas de San José del Golfo y San Pedro Ayampuc, en Guatemala. Y un recuerdo de que venció.
"En el primer mundo dicen que somos pobres, pero nuestra maldición es nuestra propia riqueza en recursos", reflexiona esta defensora de derechos y líder del movimiento de resistencia La Pucha, en Guatemala. En 2008 comenzaron a investigar la llegada de la compañía minera estadounidense Kappes, Cassiday & Associates. El Gobierno corrupto de Álvaro Colom le concedió la licencia de extracción de oro, plata y níquel sin informar a las comunidades ni realizar un informe de impacto ambiental. Oquelí lo dejó todo para oponerse al proyecto minero que, según los estudios que realizaron, estaba contaminando los acuíferos con arsénico y desecando los pozos comunales de la zona más agostada del país centroamericano. "Todavía hoy se notan los efectos", apostilla.
Ella tenía una tienda de piensos y fertilizantes, vivía de la gente del campo, "y me iba bien", dice. Pero Centroamérica es la eterna historia de grandes proyectos que, en nombre del progreso y enmarañados en corrupción, dan al traste con las humildes vidas que sobreviven al abandono total de los gobiernos y a la voracidad del capital extranjero. Las venas abiertas que Eduardo Galeano retrató siguen goteando sin prisa, pero sin pausa; muchas veces, de forma literal. Y el planeta hace tiempo que amenaza de shock hemorrágico sin que casi nadie haga un torniquete con la fuerza necesaria.
"Las grandes multinacionales vienen a talar nuestros bosques, a sacar nuestro oro, a construir presas que secan los ríos y a ganar millones destrozando el medio ambiente", resume la activista. "Nosotros lo sentimos muy profundo. Cuando tus padres te enseñan que los árboles dan la vida porque dan el aire, o que el agua es sagrada, no puedes quedarte quieta viendo llegar las excavadoras", añade. Considera que gran parte de las últimas caravanas de migrantes hacia EEUU tienen mucho que ver con este tipo de proyectos. "No es solo la pobreza o la violencia. Los huracanes y las inundaciones cada vez causan más destrozos y dejan a más familias sin nada. Cada vez hay menos naturaleza que los pare y nos proteja", alerta.
La Pucha se organizó y plantó cara a pie de mina, lograron que las máquinas no entraran en los terrenos y, con sentadas pacíficas reprimidas con violencia por militares en la reserva, paralizaron los trabajos de apertura del yacimiento. De no haber ejercido resistencia, "hubieran seguido las vetas de oro por otras regiones del país. Fue una gran victoria, pero pagué un alto precio. Por defender la tierra de todos, ahora tengo una bala y una cicatriz en el cuerpo, pero una más profunda en el alma", resume.
Se refiere a ese síndrome del exiliado, tan antiguo como la injusticia, pero también a la culpa de una madre. "No quise irme después de aquel atentado. Ni siquiera después de las muchas causas judiciales que se fabricaron contra mí. Pero no era consciente de que mi lucha ponía en peligro la vida de mi familia", sentencia. Aquel intento de asesinato, que nunca se ha investigado oficialmente, fue la antesala de más tiroteos contra su vivienda. "El último año me tuve que mudar siete veces", comenta Oquelí. "Ya no aguantaba más. Las amenazas decían que la siguiente vez no me iba a salvar y que mis hijos vendrían conmigo", recuerda con la voz entrecortada. "Los que se tenían que ir de mi tierra eran otros, no yo", lamenta.
En 2018 llegó a Barcelona gracias a las gestiones de Amnistía Internacional y la Asociación de Mujeres de Guatemala, entre otros colectivos que lograron la salida de toda la familia. Pidió asilo, se le concedió y, seis meses después, su marido consiguió trabajo en otra ciudad española que aún hoy prefiere ocultar, "por seguridad", dice. "Hemos tenido que empezar de cero y reinventarnos. No es nada fácil. El asilo no te resuelve la vida. De hecho, lo hemos pasado mal con la pandemia". Ella trabaja ahora cuidando a una persona mayor, sigue protegiendo la vida de los otros, mientras La Pucha mantiene la guardia a pie de mina, "24 horas, todos los días". Es su legado al planeta.