BRUSELAS
Actualizado:La semana arrancó en el seno europeo con desacuerdo para rubricar el plan de ayuda financiera a Ucrania y para echar a rodar el tipo mínimo de Impuesto de Sociedades. Y concluyó con la falta de consenso para avalar la entrada de Bulgaria y Rumanía en el espacio Schengen. El primero fue causado por el veto de Hungría; el segundo por la negativa de Austria y Países Bajos. La política de unanimidad está secuestrando la toma de decisiones europeas, algo que se ha hecho más patente durante la guerra en Ucrania. Además, los gobiernos ultraderechistas de Polonia y Hungría han capitalizado este poder supremo para poner contra las cuerdas a las instituciones y a sus socios comunitarios en su beneficio nacional.
Los tratados exigen a la UE que adopte las decisiones de política exterior y de fiscalidad de forma unánime. El consenso absoluto se está convirtiendo en la gran china en el zapato para avanzar en decisiones trascendentales. Y lastra su capacidad de acción. En Bruselas son más que conscientes de ello. La anterior Comisión, comandada por Jean-Claude Juncker, abrió el camino para poner fin a la regla de unanimidad. Y este testigo fue recogido poco después por Josep Borrell, jefe de la diplomacia europea, que elevó esta ambición a una de las prioridades de su mandato.
Pero la regla de la unanimidad es un caramelo envenenado. El Tratado de Lisboa prevé la posibilidad de terminar con ella y sustituirla por la mayoría cualificada, pero este paso requiere, irónicamente, la unanimidad de los Veintisiete. Los países más pequeños no están dispuestos a deshacerse de este privilegio tan valioso que iguala a unos y otros en la mesa del Consejo Europeo. Luxemburgo no ve ningún incentivo en sacrificar el derecho a vetar medidas sobre paraísos fiscales o Chipre en hacerlo sobre acuerdos con Turquía. Pero algunos como España y Alemania llevan años manifestándose a favor de acabar con esta regla del todo o nada.
Hungría, el gran bloqueador
No son pocas las ocasiones en las que los gobiernos nacionales utilizan el derecho de bloqueo para proteger sus intereses nacionales. Lo hizo España recientemente con el amago de levantarse de la mesa si sus socios no le cedían su ansiada excepción ibérica para relajar los precios de la electricidad. Lo hace con frecuencia Grecia o Chipre en cuestiones turcas o lo replica Bélgica para proteger su industria de diamantes y excluir estos materiales preciados de la lista de sanciones europeas a Rusia.
Pero es el tándem iliberal que conforman Hungría y Polonia el que más ha secuestrado en los últimos tiempos decisiones importantes como moneda de cambio para obtener otras concesiones. En tiempos de guerra, es especialmente notable el caso del Fidesz de Víktor Orbán, que ha capitalizado los nervios y ansiedad de la UE para responder con dureza, contundencia y rapidez a la invasión de Vladimir Putin en Ucrania. Budapest secuestró durante casi un mes el sexto paquete de medidas punitivas. Su fumata blanca se consumó cuando obtuvo una excepción que le permite continuar importando petróleo ruso a través de oleoductos. Su escudo también ha evitado incorporar a Kirill, el patriarca de la iglesia ultraortodoxa rusa, en la lista de castigados.
Su última jugada maestra ha llegado esta semana. El país ha vetado el plan económico a Ucrania, mediante el cual la UE busca destinar 18.000 millones de euros a Kiev para su estabilidad financiera y futura reconstrucción. El primer ministro iliberal torpedea esta decisión -que la UE ya quiere sacar adelante en forma de 26- con el objetivo de evitar que Bruselas congele 7.500 millones de euros por su deriva y sus continuos ataques al Estado de Derecho y a la malversación de dinero público.
En la mesa de negociación del Consejo Europeo están acostumbrados a debates intensos. Conseguir medidas equilibradas que convenzan a 27 líderes con intereses, prioridades y agendas unas veces diversas, otras contradictorias, no es tarea fácil. Todo ello se evidencia en las maratonianas jornadas de cumbres europeas en las que se pelea cada coma, cada matiz. Es la normalidad y es parte del juego. Pero cada vez cunde más la sensación de hartazgo con un Orbán crecientemente aislado de sus socios, pero que también ha sabido explotar las flaquezas y contradicciones del resto de líderes. "Una vez más, la corriente liberal ha expuesto su inmensa hipocresía: si un país centroeuropeo veta, es el final del mundo, la destrucción de la unidad europea. Pero cuando el veto procede de los europeos occidentales está bien", ha afirmado Péter Szijjártó, ministro de Exteriores magiar, en referencia a la negativa de Ámsterdam y Viena para recibir a Bulgaria y Rumanía en el espacio Schengen.
Consecuencias internas y externas
Todo ello se traduce en frustración, en procesos estancados sine die o en reformas que cogen polvo hasta que quedan muertas en el cajón de sastre. El "no" francés pospuso la apertura de negociaciones de adhesión con Albania y Macedonia del Norte, dejando la sensación en los países balcánicos de que la UE no cumple con su palabra. El bloque comunitario arrastra desde marzo la imposibilidad de articular un impuesto mínimo del 15% en sociedades. Primero se opuso Polonia; ahora lo hace Hungría. La Polonia que dirige el Ley y Justicia (PiS) -aliados de Vox en la Eurocámara- también amenaza con torpedear la propuesta que la Comisión Europea ha lanzado esta semana para que los hijos de las parejas LGTBI sean reconocidos en toda la UE.
Y una de las grandes batallas que desata discrepancias y divisiones en el seno europeo llegará en los próximos días. Los ministros de Energía se reúnen el martes para intentar acordar el tope al precio del gas, una de las medidas para aliviar la factura de la electricidad que más se está atascando en Bruselas y que está lastrando la respuesta europea a la actual crisis energética. Las posturas llegan muy enfrentadas. Alemania y otros seis países quieren endurecer la postura que hay sobre la mesa, mientras una mayoría, entre la que se encuentra España, ve una broma el alto tope de 220 euros el megawatio hora dibujado por la Comisión Europea.
Además, la cacofonía de voces evita en muchas ocasiones que el proyecto europeo entone la misma melodía en la arena global. Debilitando su peso y voz en foros internacionales en los que Budapest y Varsovia se distancian de la línea común en torno a materias de derechos humanos. "El mayor enemigo de la UE no es Rusia, China o Turquía. Es la unanimidad", afirmó Borrell en 2020 parafraseando al expresidente de la Comisión Europea Romano Prodi.
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