a coruña
Actualizado:Expertos como son en los Estados Unidos en sacarle rédito turístico, cultural y mercadotécnico a todo, sorprende que aun no se hayan aprovechado del diamante en bruto que tienen entre las manos: lo de la diáspora gallega en su país.
En esta temática hay dramas familiares, casualidades, amores, bofetadas, fútbol, hippies, discos de salsa e incluso gallegos que en realidad no lo eran. Material de sobra, pues, para que obren su magia. Si son capaces de atraer a millones de visitantes al año a Hollywood o Las Vegas, dos de los peores sitios en la tierra; ¿qué no podrían hacer con todo esto?
Escapando de los barcos
Cualquier formato sería un éxito, pero hay una condición inviolable: que el comienzo de estas narraciones tenga lugar en Nueva York, la ciudad que, por la relativa geografía de las emigraciones, siempre estuvo a un paso de las costas de Galicia.
Quizás, a modo de prólogo perfecto, se podría utilizar el poema de Luis Seoane sobre los gallegos que participaron en la construcción del puente de Brooklyn, allá la finales del siglo XIX. O, por qué no, el devenir de la saga de los Barreiro, que se inició con un marinero de Samieira, en Pontevedra, asentándose en el East Village y que, dos generaciones más tarde, tiene a su nieto Vicente Barreiro afincado en las antípodas culturales. Porque el tal Vicente, hablando un español con acento medio gallego y medio caribeño, es el propietario de Casa Latina, la tienda de discos de salsa más importante de El Barrio, el distrito puertorriqueño de Nueva York. La anécdota también serviría como advertencia: los caminos de la emigración son tan sinuosos que hasta nos pueden hacer tropicales.
Con todo, el primero de los capítulos ya está adjudicado, ya que debería corresponderle al cuento de las cuatro generaciones de los Monteiro de Brooklyn Heights. Principalmente, porque su historia muestra la estructura narrativa básica en la diáspora: una gallega o gallego que se enrola como marinero en un barco y que, llegado el momento, escapa al tocar tierra al otro lado del Atlántico. En el caso de Ramón Montero, vecino de Meirás, en Sada (A Coruña), tal técnica fue puesta en práctica en 1930 en el puerto de Brooklyn.
Por lo que deja saber su historia, Ramón desembarcó con dos objetivos: trabajar y comprar propiedades. Comenzó por montar una tienda de tabaco en el mismo puerto en el que tocó tierra y, como parece que era aguerrido para los negocios, la cosa no tardó en despegar. Al poco, ya había comprado un piso para su mujer y sus dos hijos. También varios locales a las afueras de la zona portuaria, Brooklyn Heights, luego un barrio de emigrantes gallegos e irlandeses. Y años antes de fallecer, decidió dejarle uno de sus negocios a cada hijo. El bar Long Island, en el 110 de la Atlantic Avenue de Brooklyn Heights, con el que se pretendía atraer a la selecta clientela de un hospital contiguo, para Emilia Montero. Y el Montero Bar & Grill, en el número 73 de la misma avenida, para su primogénito, Joseph. Definitivamente menos sibarita, el Montero servía como segundo hogar a los marineros que acababan a puñetazos noche sí, noche también.
Económicamente, el plan funcionó. Brooklyn Heights es en la actualidad uno de los barrios más cotizados de la ciudad, por lo que cualquiera de las propiedades de los Montero vale un montón de dinero. Pero los problemas llegaron por otro flanco. Cosa habitual, los hijos se dejaron de hablar por uno de esos litigios económico-familiares tras el que tomaron caminos separados. El Montero permaneció abierto y confinado en el tiempo desde 1950, viendo cómo el barrio cambiaba y el local se convertía en un estertor de los viejos y marineros Brooklyn Heights. Por otro lado, con el Long Island traspasado a unos nuevos propietarios, fue David Alperin, un bisneto de Ramón, quien aprovecharía uno de los viejos locales de los Montero para montar un negocio integrado en el nuevo barrio del siglo XXI: el Goose Barnacle; proyecto bien hípster, mitad taberna de fútbol mitad tienda de ropa.
Con su cartel de la Torre de Hércules más las fotos, pósteres, bufandas y camisetas del Dépor, el Goose Barnacle sirve hoy como reclamo para los gallegos que pasan por Brooklyn Heights. Con todo, pocas veces saben los visitantes que, a metros de distancia, esa taberna estancada en el tiempo llamada Montero es la herencia de la misma persona, un hombre de Meirás con la obsesión de comprar propiedades. Ahora, dos de sus locales sirven como perfecta representación del pasado y el presente de Brooklyn Heights.
Choques culturales
Décadas después de que Ramón Montero escapara del barco en Brooklyn, llegaría a Nueva York una segunda oleada de emigrantes que traían consigo nuevas condiciones. Ya se había democratizado en parte la aviación comercial y retornar a su tierra, aunque caro, resultaba para ellos más factible. Por eso, algunos hijos de esta generación, ya nacidos en los EUA pero con una relación directa con el origen de sus progenitores, pudieron convertirse en gallegos en América y en americanos en Galicia.
Bayonne, parte de la metrópoli neoyorquina pero ya en el estado de Nueva Jersey, funcionó como una de las principales colonias de esta segunda oleada. A ella llegaron en masa gentes de la parroquia de O Pindo, en Carnota (A Coruña), que siguieron la máxima emigrante de ir siempre tras los vecinos. Y tan estrictos fueron que ese origen común de casi todos los gallegos de Bayonne sigue generando ciertas situaciones surrealistas. Por ejemplo, que en el Spanish American Citizen Club de esta ciudad –una asociación de gallegos más conocida como el cló–, a cualquier que no sea de O Pindo, de Quilmas, de A Curra o alrededores se lo considera de fuera.
Hijo precisamente de un matrimonio de Quilmas emigrado a Bayonne, Rob Lago, de 45 años y diseñador gráfico en la Universidad de Hoboken, es un representante destacado de lo que significó ser descendiente de aquella generación. Tanto, que Rob llegó a sentir en su propia piel las funestas consecuencias que puede tener vivir entre dos mundos.
Por ejemplo, al hablar de Galicia –e incluso de España, así en general–, Rob pecó durante años de evocar los veranos que pasaba en la Quilmas de finales de los años 80. Aquella tierra, pensaba, era lo que él veía en sus visitas de estío. Niños jugando hasta las once de la noche por la calle. Festarrachada día sí, casi que día también. Mucha gente mayor. Viejas de eterno luto. Un clima benigno, soleado casi todos los días. Y la villa de Cee, como representación de lo que sería una ciudad grande en España. Por eso, pensarían los amigos no gallegos de Rob en Bayonne, aquel lugar llamado Galicia del que hablaba después de cada verano debería de estar en algún lugar del trópico.
Aunque el tiempo hizo superar esas distorsiones, hubo otras consecuencias de esa realidad dual, vividas por Rob en primera persona, que aún son heridas sin cicatrizar. Y la mayoría de ellas tuvieron lugar durante el verano en el que se fue a vivir con su abuela de Quilmas. Sin padres, sin su hermano. Solo ante lo peligro.
Mucho recuerda Rob lo que le costó dormir aquellos meses. Por la ausencia total de ruido en las noches de Quilmas. Por la oscuridad en la que quedaba sumida la aldea cuando había descargas en la playa. Por el efecto de las fotos de niños muertos que la abuela guardaba en un álbum. O por ciertas experiencias esotéricas, ignotas para un urbanita neoyorquino: "Aquel año mis padres me habían comprado en Bayonne un traje de baño que, cuando lo mojabas, aparecía Mickey Mouse", recuerda. "Y claro, se lo conté a mi abuela". Al día siguiente, tuvo que convencerla para que no lo llevara a que alguna meiga de la zona le sacara el demonio de dentro. El chico, le contó luego la abuela a su asustada madre, veía bichos donde no los había.
Lo peor llegó, sin embargo, tras una noche de verbena en la que a Rob se le complicó la vuelta a casa. La abuela andaba despierta cuando llegó a las tantas de la mañana y él le contó quién sabe qué excusa. Segundos después, a ese hombrazo –fuerte, boxeador aficionado, criado en las calles de Bayonne y prototipo de lo que vendría a ser un mafioso galegoamericano– le cayó la que reconoce como la peor hostia de su vida.
La foto de su abuela, fallecida hace años, aún cuelga de la pared de la cocina del nieto, allá en Bayonne. Pero si le preguntaran, a lo mejor Rob daba cualquier cosa porque sus padres hubieran emigrado 40 años antes. No conocería Quilmas, o aquellos veranos idílicos. Pero, a cambio, habría evitado la peor bofetada de todos los tiempos.
Legados
Nueva York, como fuente inagotable de historias gallegas, no se limita a las que tuvieron lugar en la ciudad, sino que acoge muchas otras que la utilizaron como plataforma de despegue hacia el resto del país. Tal fue el caso, por ejemplo, de la odisea de unos hermanos que inmortalizaron su apellido en tres estados diferentes: los Troitiño de Soutelo de Montes, en Forcarei (Pontevedra).
La obra conjunta de esta familia comenzó cuando Francisco Troitiño llegó a la neoyorquina Isla de Ellis, en 1941. Llegaba reclamado por su hermano mayor, José, que ya contaba con un extenso currículo: había emigrado en los años 20 de Forcarei a Pittsburgh para trabajar en la industria del acero, luego se había ido hacer negocios en las minas de carbón de West Virginia y, finalmente, había conseguido la adjudicación de los contratos públicos de cantería –Forcarei es tierra de canteros– en los edificios federales de Washington DC.
Por lo visto fueron las conexiones políticas de José labradas en la capital las que sacaron a Francisco de España en 1941, pero lo que es seguro es que ambos comenzaron a trabajar juntos en los diversos negocios que el hermano tenía en cartera. Y más tarde, ya a comienzos de la década de los 50, dividieron las empresas. Francisco, el pequeño, se quedó a cargo de la explotación de las minas de carbón, asentándose en la villa de Mount Hope, en West Virginia. José, el viejo, seguiría controlando el negocio de cantería en la costa este, donde llevaría a cabo su obra mayor: la Blue Ridge National Parkway. Una icónica carretera que cruza las montañas de los Apalaches y en la que la mayoría de los trabajos en piedra en los miradores, túneles y aceras fueron llevados a cabo por la empresa de José Troitiño.
Tal fue el impacto de estos hermanos de Forcarei que su apellido guarda connotaciones diferentes dependiendo de en qué parte de los EUA se pronuncie. En West Virginia, el apellido Troitiño evoca el nombre de una de las familias más prominente de las épocas doradas del carbón. En Washington DC, sirve para nombrar a uno de los tótems del sector de la piedra, en el que los hijos de otros emigrantes de Forcarei siguen teniendo gran relevancia. Y en los Apalaches, el apellido Troitiño quedará relacionado para siempre jamás a la Blue Ridge Parkway.
Casualidades
En vez de terminar en los Apalaches, tal y como hizo durante un tiempo el expansionismo de las colonias norteamericanas, los cuentos gallegos siguen hacia el sur profundo. Y en Nueva Orleáns, capital histórica de esta región, se puede encontrar una de esas casualidades que solo se dan en las diásporas. La de un chico de Vilasantar (A Coruña) llamado Luis y una mujer de Panchés, en Carnota, en la misma provincia de nombre Azucena, que se conocieron en A Coruña y que una de las pocas cosas que habían tenido en común era haber estado en la desembocadura del Mississippi.
El cúmulo de casualidades comenzó la finales de los 50, con Antonio López Regueira, natural de Fisteus, a un paso de Vilasantar, escapando en el puerto de Nueva Orleáns de un barco en el que trabajaba como mayordomo. Gracias a ser un buen relaciones públicas y mejor cocinero, Antonio fue trabajando en restaurantes hasta que pudo abrir el suyo propio: The España. Una empresa en la que ya lo acompañaba su mujer, Carmen Mahía, natural de Vilasantar.
Tiempo después, en 1975, cruzaría el Atlántico para llegar a NYC una tal Luz Divina de Panchés. Acompañada por su marido, quiso hacer vida en la Atlantic Avenue de Brooklyn Heights, pero nunca logró sentirse cómoda. Buscaba algo más tranquilo y, llegada de un lugar de cien casas como Panchés, Nueva York no lo era. A los cuatro años, y con la mediación de unos amigos, Luz Divina y su marido tuvieron la posibilidad de comenzar de cero en Nueva Orleáns. Y allá que fueron. El cambio no pudo ser mejor. Ya en la primera noche, los amigos les organizaron una cena de bienvenida en un restaurante que era referencia para los emigrantes españoles en NOLA: The España. Aun hoy, Luz Divina dice recordar perfectamente aquella fiesta. Sobre todo, porque la doña del restaurante, Carmen Mahía, se convirtió en una de sus mejores amigas en aquella ciudad de la que ya no se iría. Fue posteriormente, en una de sus visitas a la familia en Panchés, cuando Luz Divina coincidió de casualidad con el marido de su vecina Azucena. Y el tal Luis le contó que era del interior de Galicia, de Vilasantar. Ella, dijo, vivía en Nueva Orleáns.
- Pues mira, yo tengo primos allá -le respondió.
- ¿Y como se llaman?
- Se apellidan Mahía, como yo.
El círculo de Azucena y Luis, que casi nunca habían tenido nada en común hasta aquel día –hija única frente al undécimo hermano de catorce, de costa frente al interior, universitaria ella y obrero él–, se cerró en un momento a través de Nueva Orleáns. Y Luz Divina, que ya no puede ver a Carmen porque hace años que no está, tiene una nueva forma de recordar aquella primera noche en The España: cuando se encuentra, por Panchés, al marido de su vecina.
Los nuevos
Esta máquina de historias que es la diáspora nunca frenará porque Galicia, parece, sigue condenada a emigrar. La dinámica baja a veces de intensidad, pero nunca muere. Y cambiar, en realidad, solo cambian las formas. Al principio la gente se marchaba para nunca volver. Luego, pasaron a hacer visitas de vez en cuando. Y ahora, en el siglo XXI, las emigraciones se han convertido en algo fugaz, en eterno movimiento. Algo, como casi todo en esta época, inestable.
Intentando combatir este sino generacional andaba durante la temporada 2019 Sito Seoane. Él, que buscaba a sus 30 años asentarse un poco tras tantas vueltas al mundo –nacido en Miami, criado en A Coruña y profesional del fútbol entre Texas, Dinamarca, Islandia y Canadá–, parecía tener por fin un lugar donde asentarse con los Red Devils de Chattanooga, Tennessee. El pasado verano parecía contento con su situación contractual, con la ciudad, y con estar ganando confianza en un equipo en el que comenzó con dudas. Parecía que, por fin, podía llegar a tener una base. Pero, a los pocos meses, anunciaba en las redes sociales que se marchaba. Abría una tercera etapa en Islandia para seguir buscando estabilidad, otra vez, en un mundo en el que tal cosa es esquiva para los de su generación.
Quizás ya con esa lección aprendida, el coruñés Javier Nogueira, nacido hace 45 años en la Plaza de Vigo de A Coruña, vive desde hace unos años en una autocaravana en Arcata, en el norte de California. Por elección u obligación, pasó a dormir sobre cuatro ruedas por si tiene que moverse otra vez. Y así, sin saberlo, con los cimientos de una futura casa que él mismo está construyendo frente a su cabina móvil, Javier funciona como la metáfora perfecta para esta última oleada de la diáspora gallega del siglo XXI: asentada en el movimiento y buscando, algún día, poder levantar unos cimientos.
Ellos dos, Sito y Javier, son dos entradas más en una saga infinita. Tan profusa que hasta hizo que un tótem de la literatura como John Steinbeck se confundiera. En su libro Viajes con Charley, el premio Nóbel le llamó gallego a Johnny García, un amigo suyo de Monterey, California. Y el caso es que, en realidad, el tal Johnny era hijo de inmigrantes; pero asturianos y canarios. Quién sabe si lo de Steinbeck fue una confusión o una forma de hablar. Al final, la enseñanza es la misma: que de tantos que fuimos en los Estados Unidos y en el resto del mundo, gallego pasó a ser cualquiera que hubiera dejado su casa para buscarse la vida por ahí adelante.
Este artículo se publicó originalmente en gallego en la revista Luzes. Ahora Público lo reproduce como parte de un acuerdo de colaboración con la revista. Aquí puedes encontrar más artículos de Luzes en Público.
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