Opinión
Fuera de mi casa


Por Leonor Cervantes
Graduada en Filosofía y Ciencias Políticas. Cofundadora de Filosofía en Los Bares
“En mi condición de propietario-arrendador le comunico con 126 días de antelación, de conformidad con el contrato suscrito, mi deseo de no promover la prórroga del contrato una vez extinguido el plazo contractual, por lo que deberá desocupar la vivienda y entregarla en el mismo estado que se encontraba en el momento de su ocupación.”
Este amigable párrafo es el corazón de la carta que mis amigas y yo recibimos el pasado mes de febrero. Nos llegó al buzón el día 10, por poco no nos pilla en San Valentín. No decía mucho más. Pedía confirmación de recepción y, ya que estaba, aprovechaba la ocasión para saludarnos atentamente. Eso sí, también con atención nos dejaba claro que para el 15 de junio teníamos que estar fuera del piso.
Todas lo veíamos venir. Faltaban 126 días para que se cumplieran cinco años desde que pusimos un pie en esa casa. Cinco años es el tiempo en el que actúan las “prórrogas forzosas” contempladas en el artículo 9 de la última Ley de Arrendamientos Urbanos (siempre y cuando tu casero no sea una empresa, en ese caso son siete). Aunque no hace falta andarse con tecnicismos, cualquiera que se haya enfrentado al círculo del infierno llamado alquilar un piso sabe que cinco años es lo que aguantan las renovaciones automáticas de los contratos. Este tiempo es un pequeño oasis en el que, a veces, puedes bajar la guardia porque, en principio, no te van a echar.
De acuerdo a la legalidad, con 126 días de antelación me avisan de que ya no podré seguir viviendo en mi casa.
Nosotras teníamos claro que nos iba a echar. Pese a que en estos cinco años jamás hemos fallado un pago, antes nos hemos pedido dinero entre nosotras. Pese a que nos llevamos bien con los vecinos, con el portero y con los trabajadores de los comercios cercanos. Pese a nuestro deseo de quedarnos. Lo único que tenemos en común mi casera y yo es que ambas sabemos que sin hacer ninguna reforma, sin mejorar ni un poquito el piso, podrá duplicar el precio y encontrará un nuevo inquilino. Esto se adecúa a la legalidad. Mi madre dice que en este mundo todo aquel que tiene algo busca volverse rico a costa de ese algo. Los caseros son el mayor ejemplo de que mi madre, como siempre, lleva razón.
De acuerdo a la legalidad, con 126 días de antelación me recuerdan que yo jamás tuve una casa.
Mi casera podría ser una bicicleta, Mauricio Colmenero, una diva del Hollywood que fingió su propia muerte o la señora que tengo enfrente en el metro. A mí me gusta pensar que es una bruja que lleva una urraca al hombro y vive en un torreón. Puedo imaginármela como quiera porque en cinco años jamás la he visto. Esto también se adecúa a la legalidad. Ella, en cambio, sí sabe cosas de mí: mi nómina, que no tengo pensado tener hijos y el nombre y sueldo de mi madre, porque es quien me avala. Lo legal no le quita lo extraño. ¿Cómo algo tan elemental como el techo que me separa de la lluvia puede pertenecer a un ser al que no le pongo cara? Me gustaría jugar a los acertijos y adivinar si con mi dinero se compra perfumes o se coge vuelos a Roma. Las cosas no serían mejores si la conociera, pero al menos podría atribuirle preferencias.
De acuerdo a la legalidad, he dormido 1825 días en la casa de una extraña.
Después de cinco años sin hablarnos, no iba a empezar a hacerlo ahora para echarnos. La carta no nos la mandó la casera, lo hizo la inmobiliaria. Una inmobiliaria es como un túnel de lavado, solo que en lugar de coches entran problemas del casero y salen problemas para el inquilino. No es nada personal, cada uno escoge a quién cuidar. Da igual qué sea lo que deja de funcionar en el piso, siempre que preguntamos por reparaciones la inmobiliaria nos responde sus palabras mágicas: se debe a un desgaste por el uso ordinario. O lo que es lo mismo, que nos apañemos (y paguemos) nosotras. Vale para todos los escenarios. Nos lo dijo cuando al vecino le salieron humedades y cuando la caldera se rompió porque tenía más de quince años. Parece ser que con el contrato de alquiler mis amigas y yo hicimos un trato parecido al de la Sirenita; después de la firma nuestra voz nunca más volvió a ser escuchada.
De acuerdo a la legalidad, tengo 126 días para buscar otro piso del que también me largarán con 126 días de antelación.
Mis amigas y yo cogimos este piso por videollamada, en plena desescalada tras el confinamiento. Ya no volveremos a vivir juntas. No porque no queramos; sino porque, a día de hoy, sabemos que sería imposible volver a encontrar un piso con cuatro habitaciones y un precio asumible. En Madrid, el pasado mes de febrero el metro cuadrado en alquiler tenía un precio de 21,2 euros. En el febrero de hace cinco años, el precio era 15,6. Por no hablar de la cantidad de pisos destinados al turismo. Todo esto, de nuevo, se adecúa a la legalidad. Por eso ahora no nos queda más remedio que buscar, como cerdas truferas, una habitación que se quede libre en un piso que aún mantenga un contrato antiguo. Hace cinco años no podíamos permitirnos vivir solas. Actualmente tampoco nos queda la opción de escoger la compañía.
De acuerdo a la legalidad, la vivienda va camino de encarecerse, a cada minuto, un 126% más.
No sé si con este texto soy coherente o kamikaze. No me resulta distópico pensar que dejar todo esto por escrito me perjudicará, algún día, en mi búsqueda de piso. Me acuerdo de cuando los profesores nos sermoneaban con que las fotos de botellón en redes sociales nos perseguirían para siempre. Hoy, preferiría mil veces enseñar en una entrevista de trabajo un vídeo mío en una rave, que este artículo en una agencia inmobiliaria. Me pregunto si mi futuro casero me preguntará por mis opiniones políticas. Si mirará en google mi nombre seguido de las palabras “alquiler" o “okupas”. ¿Me excluirá de una oferta porque sigo en Instagram al Sindicato de Inquilinas? No es enrevesado pensarlo. Total, ya hacen esa criba con cualquiera que no les convenza por sus pintas, oficio, nacionalidad o apellido.
De acuerdo a la legalidad, hay 126 requisitos que tienes que cumplir para conseguir un contrato de alquiler.
Miro las ventanas iluminadas de los bloques de mi barrio. Parecen hogares, pero son almacenes gigantes. Son salas por las que, de lustro en lustro, desfilan estudiantes, grupos de amigos, parejas y alguna que otra familia. En los trasteros un día deja de haber hueco para los baberos de la infancia porque se necesita espacio para guardar el vestido de la comunión. Al poco tiempo ese traje se reemplaza por apuntes de la carrera y, a los años, por una tienda de campaña que ya no se usa. Nada permanece un trastero, tampoco en una casa de alquiler. Quizás por eso en el salón de nuestro piso jamás hubo cortinas. Nunca las pusimos porque vivimos cada año creyendo que sería el último. Es difícil echar raíces cuando la tierra se tambalea.
De acuerdo a la legalidad, la vivienda es un negocio.
Yo no aspiro a ser mi casera, no deseo ser rentista. Lo que quiero es dejar de sentir ansiedad si se rompe la lavadora porque me da pánico preguntar por su reparación; no vaya a ser que ya no quieran renovarme el contrato. Es irme a vivir con mi pareja solo si me hace ilusión, no porque es la única forma en la que puedo afrontar un alquiler. Es que nadie pague diamantes por una habitación con cama de 90 y vistas a un patio interior. Es dejar de ver casas vacías en manos de bancos y pisos turísticos matando los barrios. Lo que quiero, con independencia de lo que diga la legalidad, es una vida digna y una vivienda de calidad.
Nos vemos este 5 de abril en la manifestación estatal por el derecho a la vivienda.
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