Opinión
No me des un pez
Por Jairo Vargas
Redactor de migraciones y vivienda.
Actualizado a
Lo recuerdo entre el rubor y la nostalgia. Estaba en segundo de la ESO, en un instituto público de Las Hurdes. No hace falta decir que no fuimos muchos de aquella hornada los que llegamos a selectividad y, menos aún, los que estudiamos una carrera. Pero lo diré igualmente. Aquel día, la clase de Ciencias Naturales tenía otra cosa que contarnos. Nuestro profesor llegó acompañado de un amigo, dejó su portafolios en la mesa y, sorprendentemente, no tuvo que pedir silencio. Toda la clase aguardaba expectante las nuevas que también serían buenas si no iban a hablar de los estados de la materia antes del primer recreo.
Aquel señor alto y estiloso llevaba una camisa clara, algo arrugada, un desenfado aposta, con los dos primeros botones desabrochados y las mangas recogidas a medio brazo. Una mezcla perfecta entre Indiana Jones y aquel aristócrata que inventó la Ruta Quetzal y un lanzamiento de jabalina poco ortodoxo, pero qué sabíamos entonces, si pensábamos que era el hijo de Félix Rodríguez de la Fuente. Qué sabemos ahora. No recuerdo su nombre, pero traía objetos exóticos variados de distintas partes de la selva africana o americana, entonces no me importaba mucho la diferencia. Había té en rama, jabones caseros como piedras arcillosas, collares y alhajas varias y una tira de diapositivas de sus viajes de hombre blanco aventurero que captaba la atención y hacía el ridículo a partes iguales entre el adusto y adolescente alumnado extremeño.
"Dame un pez y comeré un día. Enséñame a pescar y comeré siempre". Ese era el orgulloso leitmotiv del buen samaritano de clase media alta que se iba a la selva en los 90 del siglo XX a ayudar a las tribus salvajes y quién sabe si a limpiar la mala conciencia de hijo de un ricachón terrateniente. Lo peor es que logró grabarse en una mente que apenas retenía más que estímulos sexuales descarnados, los olores a colonia de las chicas, el sabor del bollicao de la merienda. Tenía sentido esa máxima en la que el hombretón blanco debía enseñar a pescar al hombrecito negro. Eso, desde luego, era mucho mejor que darles duro con el látigo en los campos de algodón.
Había por entonces en mi pueblo unas familias de rumanos que nunca estuvieron bien vistos. Nadie quería alquilarles una casa ni cambiarles las ruedas pinchadas de un Volkswagen Golf destartalado. "Es que esa gente se meten cinco familias en un piso", había quien se excusaba. Y yo pensaba que era normal que pasara, si de cinco que lo intentaban solo uno conseguía un alquiler. El caso es que recogían aceitunas, y no debían de hacerlo mal, porque todos los años venían, cada vez más gente, y menos mal, porque de mi pueblo no paraban de irse los mozos. Todos a Leganés a echar solera, a Alcorcón a poner ladrillos a destajo, y volvían con sus motos de 500 cc y sus Seat León rojos, amarillos, tuneados de alerones y faldones y un subwoofer bien potente dando la matraca los sábados en la plaza del pueblo y gastando los 3.000 al mes que ganaban en cubalibres, cervezas y jolgorio. Algunos se volvían el domingo para estar el lunes en el tajo sin haber dormido en todo el fin de semana, pero no volvieron a coger aceitunas hasta la crisis del 2008.
Luego vinieron los polacos, que se quedaron a vivir en varios pueblos y, luego, algunos marroquíes que vendían cañas de pescar y radios de marcas falsificadas por los bares los domingos; en Las Hurdes, ojo. Todavía tengo una de esas cañas largas de puntera roja que sacan algún barbo en el embalse los veranos. A mí también me enseñaron a pescar, y no parecía tan difícil. Hasta pasado un tiempo, que temo fuera largo de más, pensé que es que en África no había cañas ni había redes, que no había siquiera una idea rudimentaria de la piscicultura. Y tiene delito pensar eso de la cuna del homo sapiens y del continente del que vino el que me vendió la caña, pero aquello era lo que me dibujó, digo yo que, sin querer, aquel buen samaritano que iba por las clases de sus amigos profesores contando sus batallinas en el África negra.
Y hoy, que otra vez y ya van muchas, que los vemos venir sedientos de pan y futuro, ni les compramos cañas ni les alquilamos pisos ni les dejamos que recorran los bares del pueblo con su manta de buhonero a cuestas. Y, ahora, los vemos hambrientos y hay quien dice pobrecitos los negritos del África, pero qué vamos a hacer, no podemos arreglar el hambre en el mundo, que aquí no cabemos todos. Y pienso entonces que el hambre no había que arreglarla, simplemente no había que haberla roto. Y vienen ellos, diez jornadas en la mar y luego agua y pan duro tres veces al día y una manta de Cruz Roja, y te dicen que no quieren tus peces y que no tienes que enseñarles a pescar, que solo quieren su pescado y su mar, sacar las redes con algún jurel, algún bonito, y comerlo con arroz o venderlo en el mercado de Saint Louis, pero no pueden porque hay barcos europeos que arrastran las redes hasta el fondo y no dejan ni un pescado, ni un pescadito solo que echar al fondo del cayuco. Y para qué quieren sus barcas ya si no hay peces en el África occidental. Yo también cogería mi barca y me vendría a ver si aquí se pesca algo. Pero dame un pescadito, un ingreso mínimo vital, papá Estado, dame un REMI por lo menos, los 400 del subsidio, que nos caiga la migaja, aunque sea de las raspas de los peces que ya no asoman por costa ni costanilla de las tierras del expolio; dame algo, por favor, que aquí ya no cabemos todos.
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