Opinión
Los muros del abismo son lisos


Por Pablo Batalla
Periodista
Meterse, como escritor, en la cabeza de un asesino como José Bretón, y meter al lector después, no carece de mérito, ni de interés, pero en realidad no es tan difícil, y no en vano se ha hecho muchas veces; todas esas que se recuerdan estos días, de Capote a Carrère. El criminal, repudiado y solo en su celda, quiere hablar, puede quererlo, ya sea para hacerse perdonar o para prolongar, con ello, el daño a su víctima, con la que le hayan prohibido hablar, pero a la que un bestseller pueda ser la forma, el altavoz, para llegar. Y si ha decidido hacerlo, si ha decidido hablar, no le costará demasiado trabajo explicar lo que pasó. El odio que da título al ensayo de Lusigé Martín es un sentimiento muy sencillo, muy ramplón. Cuando crece, lo hace de manera lineal. Mi mujer me dejó y yo la odio, y acabé odiándola tanto como para querer infligirle el mayor dolor posible. Eso es un abismo de lo humano al que hay que asomarse (siempre con el cuidado de que el abismo no se asome a su vez a uno), pero no hay mucho que ver en él. Es profundo, y ya está. Es oscuro también, y su oscuridad nos hace imaginar que está repleto de velados vericuetos, de cavernas laberínticas habitadas por una variedad de monstruos diferentes, de los que resultase pavorosa, pero a la vez excitante, la tarea de compilar, redactar, dibujar el bestiario. No es así. Si ilumináramos el abismo, veríamos que tiene las paredes lisas, nada al fondo y un solo habitante. Un poco aquello de Simone Weil: «El mal imaginario es romántico, novelesco, variado; el mal real es triste, monótono, desértico, aburrido. El bien imaginario es aburrido; el bien real es siempre nuevo, maravilloso, embriagador».
Lo verdaderamente difícil, y por eso la literatura no lo ha hecho casi nunca, es meterse en la cabeza de la víctima; echarle el vistazo al abismo o a la montaña cerebral de Ruth Ortiz. De entrada, hay que convencerla, y eso es más difícil de convencer que José Bretón. Después hay que tener el estómago de enfrentarse a su rostro, a la desagradable conversación que tendremos con ella, y eso cuesta más que enfrentarse al de Bretón. Con respecto al asesino sentimos una superioridad moral inquebrantable (basta con no haber matado a tus hijos para ser superior a Bretón) que también hace que no nos preocupe si nuestras preguntas le hacen daño. El rostro de una víctima a la que estemos recordándole la peor experiencia de su vida, la peor experiencia que alguien puede experimentar, nos confronta en cambio con nuestra propia inmoralidad, con su posibilidad. Al mal se le sostiene la mirada mucho más fácil que al bien dolorido, si uno es agente de su dolor, si uno no se ha citado con él para consolarlo.
Pero lo más difícil de todo es la enorme complejidad del material mental que tenemos entre manos; ser capaces de relatarlo con sujeto, verbo y predicado, introducción, nudo y desenlace. El odio es lineal, el duelo no. El odio más grande es grandemente lineal, se hace más y más simple y, por tanto, más fácil de contar a medida que crece; pero el duelo también se vuelve más complicado cuanto más amplio. Narrar es ordenar, y quién ordena esa mezcla gordiana de pena y de ira, de ganas de vivir y de morirse, de olvidar y de recordar, de anhelos de justicia y sentimientos de culpa que no se presentan como etapas concatenadas, claras y distintas, sino como pulsiones entremezcladas, una masa confusa de emociones híbridas, el lapso de cuya intermitencia no es el año ni el mes ni la semana ni el día, sino las microscópicas fracciones del segundo. Hay gente capaz de hacerlo —ordenar, contar eso—, hay gente que lo hace, porque los hay muy buenos y buenas en lo suyo, pero hay menos.
Leeremos El odio, pero no leeremos El duelo. Bien estaría leer los dos, bien estará leer al menos uno. Pero hagámonos también esta pregunta: ¿y qué pasaría por no leer ninguno? Tal vez la literatura, el arte, la poesía, todas esas cosas que decimos que son cruciales no sean tan importantes; no sean un dios a cuya gloria todo deba ser sacrificado. Me gusta Gregorio Luri y me gustó lo que le leí en un artículo de El País sobre el true crime y los límites de su ética. Él escribió un libro sobre Caridad del Río, la madre de Ramón Mercader, el asesino de Trotski, un hecho más distante en el tiempo que el crimen de Bretón, y con un interés historiográfico mayor. Durante su proceso de documentación, se sentó en Valencia con una mujer implicada en la historia, que, pasado un rato, le preguntó: «¿Por qué quieres hacerme recordar lo que he pasado toda la vida intentando olvidar?». Y Luri, entonces, apagó la grabadora, le dio gracias por su tiempo, recogio sus cosas y se fue.
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