Opinión
Trump, Gaza y el concepto nazi de "espacio vital"
![EuropaPress_6498474_04_february_2025_us_washington_uspresident_donald_trump_receives_israeli El presidente estadounidense, Donald Trump, recibe al primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, en la Casa Blanca](https://imagenes.publico.es/files/image_horizontal_mobile/files/fp/uploads/2025/02/06/67a4c9e132dca.r_d.938-244-2500.jpeg)
Por María Márquez Guerrero
Filóloga y Profesora en la Universidad de Sevilla
En la rueda de prensa conjunta con Benjamin Netanyahu en la Casa Blanca (4/02/25), el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, pronunció unas palabras en las que, como decimos los lingüistas, se puede identificar una relación de intertextualidad, un eco o hilo subyacente que sitúa dentro de una misma red de significación el discurso de Trump, la doctrina del Destino Manifiesto de un pueblo y el concepto alemán de Lebensraum (“espacio vital”), convertido en principio básico del régimen nazi.
Es cierto que la intertextualidad no es algo que pueda determinar el autor de un texto - probablemente Trump no tenía, o sí, la intención de evocar esos otros discursos-, sino que es el resultado de una operación de interpretación en la que el receptor/ la receptora pone en juego sus experiencias y conocimientos sobre discursos previos para construir un sentido a partir de determinadas isotopías (Greimas), esto es, relaciones semánticas entre elementos que permiten dar coherencia y sentido a un texto. En este artículo, me gustaría rastrear las huellas del diálogo que se establece entre esos diferentes discursos.
El día anterior a la rueda de prensa, Trump había declarado que “Israel es un país bastante pequeño en términos de territorio” y “eso no está bien”. Tras compararlo con la punta de uno de los rotuladores de su escritorio, concluía, con el tono cerrado y profundo de una evidencia: “es una tierra bastante pequeña…, una potencia de cerebros inteligentes, pero tiene un territorio muy pequeño. No hay duda.”
Al día siguiente, el presidente de los EEUU engarzó una retahíla de eufemismos prometiendo “hacerse cargo” de Gaza, terminar el “trabajo” comenzado por Israel (con la inestimable ayuda de 22.000 millones de dólares en armamento), “desplazar” a millón y medio de palestinos a otras zonas y construir allí una especie de resort de lujo, playa y colinas plantadas de cipreses sobre la tierra regada con la sangre de decenas de miles de palestinos.
Las palabras del mandatario norteamericano escandalizan a los periodistas, no cabe imaginar tanto cinismo; la disonancia cognitiva cortocircuita el cerebro y provoca náuseas: Trump habla de Gaza con una aparente compasión, la describe como “un lugar desafortunado”, un “agujero del infierno” donde la gente ha tenido una vida miserable, como si hubiera sido víctima de una terrible catástrofe natural -“francamente, mala suerte”- sin mencionar ni indirectamente a Israel, agente de tal destrucción masiva, esquivando, tras palabras dulces, la realidad de un genocidio, razón por la que su invitado tiene una orden de busca y captura del Tribunal Penal Internacional.
El presidente de EEUU hablaba de exterminio, de limpieza étnica y de deportaciones con el léxico tierno de un discurso amistoso: “En su lugar [de Gaza] deberíamos acudir a otros países interesados con un enfoque humanitario, y hay muchos que quieren hacer esto, para construir diversas áreas que finalmente serán ocupadas por los 1,8 millones de palestinos que viven en Gaza, poniendo fin a la muerte, la destrucción y, francamente, la mala suerte.” De este modo, “pueden ocupar un área hermosa con hogares y seguridad, y pueden vivir en paz y en armonía, en lugar de volver atrás otra vez y volver a la Franja”.
Cuando, ante su afirmación de “nos apropiaremos de Gaza”, un periodista le preguntó sobre qué base o autoridad podría “poseer” un territorio ajeno, Trump respondió: “todas las personas con las que he hablado aman la idea de que Estados Unidos posea ese terreno, lo desarrolle y cree miles de empleos con algo que será magnífico, en un área realmente magnífica que nadie reconocería”, una especie de “Riviera de Oriente Próximo”. El propio Trump ya había hablado de otro “destino manifiesto” en el discurso inaugural de su Presidencia: el de mandar astronautas estadounidenses a plantar en Marte la bandera de barras y estrellas del país.
Esta doctrina es la base argumentativa sobre la que EEUU cimentó su política expansionista en Norteamérica durante el siglo XIX. Sobre la creencia de que el país era una nación elegida por la Providencia y estaba destinada, por tanto, a su expansión, se conquistó el “Oeste americano” masacrando a su población india, se justificaron guerras como la de México (1846) o posteriormente contra España (1898) con el propósito de apoderarse de Puerto Rico y colonizar Cuba y Filipinas. También se ha utilizado esa doctrina para justificar múltiples anexiones territoriales posteriores. Sobre un fondo religioso (la idea de la predestinación calvinista) y una concepción identitaria supremacista de “pueblo elegido”, de guardianes de la libertad y la democracia, de gestores más eficaces y más desarrollados, etc., se levanta la idea de un destino asignado por Dios para extenderse y ocupar el “espacio vital” que el país necesita.
Y es así como llegamos al concepto de Lebensraum. Fue el geógrafo Karl Haushofer quien le dio forma; y un alumno suyo, Rudolf Hess, quien transmitió la idea a Hitler, que la recogió y amplió en el capítulo 14 del Mein Kampf: “Solo un territorio suficientemente amplio puede garantizar a un pueblo la libertad de su vida […] El movimiento nacionalsocialista tiene que imponerse la misión de subsanar la desproporción existente entre la densidad de nuestra población y la extensión de nuestra superficie territorial […] Y esta es la única acción que ante Dios y nuestra posteridad alemana puede justificar un sacrificio de sangre” (Javier Bilbao, “La guerra de exterminio y el espacio vital alemán”, 2013).
En sus discursos, Hitler jugaba con la idea de que los colonos alemanes eliminarían o esclavizarían a los Untermensch o subhumanos eslavos en los territorios conquistados: “El colono alemán vivirá en granjas espléndidas, espaciosas. Las fuerzas armadas alemanas se alojarán en edificios suntuosos, los gobernadores en palacios […] Alrededor de la ciudad, en una extensión de entre treinta y cuarenta kilómetros, tendremos un cinturón de aldeas magníficas conectadas mediante las mejores carreteras.” Una visión idílica similar al paraíso artificial con el que fantasea Trump para Gaza. En realidad, se trataba de que los territorios usurpados les proveerían de recursos agrícolas y minerales tan abundantes que convertirían al Tercer Reich en la mayor potencia euroasiática. Tras el ascenso de Adolf Hitler al poder, el Lebensraum se convirtió en un principio ideológico del nazismo y actuó como justificación para la expansión territorial alemana en el centro y el este de Europa. También las autoridades nazis proyectaron transformar Crimea en un destino turístico, una suerte de “Riviera del Tercer Reich”.
El lado oscuro de esta utopía es que para llevar a cabo el plan “maravilloso” habría que matar o expulsar a unos treinta millones de personas según criterios raciales. Era necesario que la población originaria de Centroeuropa y Europa del Este fuera retirada “permanentemente” mediante deportaciones masivas a Siberia, el exterminio o la esclavitud. El gobierno nazi animó a repoblar estas tierras con colonos alemanes. La población originaria fue diezmada; un daño colateral, “francamente, mala suerte”: era un derecho divino de la raza superior aria alemana exterminarla para conseguir su “espacio vital”. Como sabemos, la utopía del paraíso nunca se realizó; el exterminio de millones de personas, en cambio, fue algo terroríficamente real. Y también fueron millones de personas en todo el mundo las que miraron a otro lado; algunas se tomaron a broma las fantasías de omnipotencia del Führer, otras creyeron que no se podía hacer nada. Ahora estamos más que avisados. Ya no podemos sostener que “crece el mal por razones que ignoramos” (César Vallejo).
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