Opinión
Un fiscal bajo ataque
Por Joaquín Urias
Profesor de Derecho Constitucional y exletrado del Tribunal constitucional
El fiscal general del Estado está siendo atacado. Como si fuera una colina o cualquier otra posición estratégica en la guerra de trincheras que libra la derecha, la de verdad, contra el gobierno de Pedro Sánchez. A estas alturas, resulta ya imposible atribuir un significado exclusivamente jurídico a la causa en su contra. No se busca realmente cumplir y hacer cumplir la ley sino, cada vez de manera más evidente, revertir el resultado de las últimas elecciones generales. Como dicen en privado algunos jueces, el fiscal es una pieza de caza mayor que se quieren cobrar. Su caída supondría un daño grave para el Gobierno. Pero el objetivo de la cacería es el propio presidente.
El caso se inició con unos indicios más que dudosos. Su mismo fundamento era llamativo y excepcional: a petición de una parte, de modo inusitado, se abrió una investigación contra una de las constantes filtraciones de datos, conversaciones y declaraciones privadas que carcomen a nuestros tribunales de justicia. Todo lo que entra o sucede en un tribunal español es susceptible de aparecer al día siguiente en la prensa. Da igual que sean mensajes privados de un fiscal, declaraciones de una supuesta víctima de violación o la partida de matrimonio de un político. Todo se filtra, vulnerando derechos de las partes. Quienes lo hacen pueden incurrir en diversos delitos, pero lo hacen con total impunidad porque saben que los propios jueces, responsables de un modo u otro de esta irregularidad, no van a investigarlo. Nunca… salvo, casualmente, cuando lo que se filtra es un correo que deja por mentirosa a doña Isabel Díaz Ayuso.
Entonces sí, la maquinaria de la justicia se pone en marcha dispuesta a ser implacable. En principio no hay nada que objetar a esto. El hecho de que otros delincan impunemente no es una justificación para quien haya cometido el delito en esta ocasión. Sin embargo, la manera en que se está procediendo con esta investigación está tan plagada de irregularidades y actuaciones claramente sesgadas que resulta incluso dudoso aceptar que se quiera perseguir un delito. Desde la imputación del fiscal general sin el mínimo indicio en su contra hasta el desproporcionado registro de todo lo que contienen su despacho y sus dispositivos, susceptible de causar un daño tremendo a la eficacia de la justicia. Pasando por la filtración de sus correos, las preguntas sesgadas a los testigos o los actos judiciales en los que se tergiversa lo que estos dicen, entre otras cosas.
Apenas hay dudas, a estas alturas, de que el juez Hurtado tenía ya hecha desde el primer momento su composición de lugar. Uno diría que desde antes de realizar las primeras pruebas estaba convencido de que el fiscal organizó una estrategia delictiva para dañar a Isabel Díaz Ayuso. Solo así se entiende que su instrucción no parezca encaminada a encontrar la verdad sino a reforzar su convicción previa sobre la culpabilidad. No hay otra explicación para el modo en que continuamente selecciona de entre todas las declaraciones las que le convienen a ese fin, y las considera creíble mientras que sin más argumento recela, por ejemplo, de los periodistas que juran que conocían el contenido de los correos privados antes que el propio fiscal que supuestamente se los filtró.
La situación judicial de Álvaro García Ortiz es mala. Uno difícilmente puede defenderse frente a quien está tan convencido de tu culpabilidad como para despreciar cualquier prueba o indicio que apunte en sentido contrario. Es cierto que estamos aun en la fase de instrucción y que se supone que si finalmente es acusado -que parece que lo será- durante el juicio podrá defenderse con plenitud, aportando pruebas y disfrutando el derecho a que sin ellas deba considerárselo inocente. Pero el daño reputacional que parece ser el objetivo primero de este ataque judicial ya está hecho.
Napoleón decía que la persona más poderosa de Francia no era su emperador, sino cualquier juez de instrucción. Seguramente debe ser así en cualquier Estado de derecho: quien investiga y recaba pruebas antes de iniciar un proceso penal ha de tener la máxima libertad a la hora de hacerlo, pues lo que está en juego es la posibilidad misma de esclarecer algún día la verdad. Esa posición, sin embargo, implica una inmensa responsabilidad para quien la ejerce y no está exenta de riesgos para todo el sistema judicial.
La derecha española, esa que tanto insiste en que aquí nunca hay lawfare, ha descubierto las virtudes políticas de la falta de controles sobre los jueces de instrucción. A menudo, ya no hace falta llegar al juicio mismo para hundir la carrera del político o el activista que pongan en su punto de mira. Es suficiente con un juez complaciente que mantenga abierta la investigación durante el tiempo adecuado y, si hace falta, practique las pruebas que más desprestigio causen. Pruebas que, por cierto, se filtrarán sin que nadie lo remedie ni lo investigue. Pasó con el mismísimo presidente del Gobierno, obligado a declarar del modo más inútil solo para poder difundir su imagen haciéndolo, como si fuera culpable de algo. También pasa con las denuncias absurdas de Abogados Cristianos y con la mayoría de los casos directamente inventados por la ultraderecha. Los mismos jueces que cuando se denuncia a un policía o a un ultraderechista suelen archivar sin necesidad de ninguna indagación creen, si el acusado es del otro bando, que es necesario investigar. E investigan a la luz pública. Sin preocuparse un ápice por la presunción de inocencia ni por el daño a la reputación y las actividades profesionales de los izquierdistas afectados.
No se trata de quejarse cuando la ley perjudica a algún progresista. Sí de señalar cómo personas que no son nunca condenadas ven sus vidas y carreras destrozadas por la intervención de un juez. Todos estos jueces, seguramente, creen estar aplicando la ley del modo más justo, pero la evidencia es que en muchas de sus decisiones hay poca apariencia de imparcialidad. Como decía hace poco una política, siempre caen del mismo lado.
Los argumentos jurídicos del caso contra el fiscal general, que los hay, están todos sometidos al objetivo político del procedimiento. Los jueces tienen una expresión tan gráfica como dolorosa para referirse a los casos en que primero se toma una decisión y después se buscan los argumentos jurídicos que hacen que parezca correcta: hablan de vestir el santo. Detrás de ello hay una idea doble: de una parte, la constatación de que cualquier cosa puede justificarse jurídicamente; de otra, que el hecho de que algo aparezca bien argumentado conforme a la ley no excluye que pueda responder a una intención torticera. Así que dejen de usar los formalismos para esconder las malas intenciones. Esto es una guerra y no se disparan bombas, sino decisiones judiciales.
Quienes impulsan este caso quieren que todos nos planteemos una duda, en otro contexto necesaria. ¿Debe dimitir un fiscal general investigado o acusado por un delito? La lógica dice que sí. Pero es la lógica que hemos construido quienes creemos en el derecho, válida para una situación en la que el Estado de derecho funcione con toda su plenitud. Sin embargo, cuando mediante un uso torticero de la administración de justicia se busca, precisamente, apartar ilícitamente de su cargo a quien molesta la conclusión debe ser la contraria. El derecho es una formalidad, pero está en manos de sacerdotes que, sin prejuzgar sus intenciones, en ocasiones son incapaces de decidir con neutralidad. Cuando esto sucede, las reglas pierden su sentido.
Nos quieren vender como un proceso ejemplar lo que objetivamente es una guerra o una cacería. Mientras esto sea así el fiscal general del Estado hace bien en no regalarles la pieza que buscan. Atacan al fiscal y al gobierno, pero atizan a la credibilidad misma del sistema. Toca resistir.
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