Opinión
La resurrección de George Foreman


Por David Torres
Escritor
Con la muerte de George Foreman desaparece el penúltimo estandarte de una época dorada: la era de Ali, la prodigiosa hornada de los grandes pesos pesados de los 60 y los 70, hombres como Floyd Patterson, Sonny Liston, Jerry Quarry, Jimmy Ellis, George Chuvalo, Oscar Bonavena, Ernie Terrell, Buster Mathis, Ken Norton y Joe Frazier (hay unos cuantos más, pero creo que, de todos ellos, únicamente Chuvalo sigue en pie). Una lista irrepetible de gladiadores que pelearon cuando entre las doce cuerdas se dirimían algo más que títulos, cinturones de campeón o millones de dólares; cuando el cuadrilátero albergaba una extensión de la lucha de clases donde hervían también decisiones políticas, derechos civiles y cuestiones raciales. Alí llegó incluso a subir a la lona a la guerra de Vietnam.
En el fabuloso epílogo de esa historia, escrito en Kinsasa en 1974, en pleno corazón de África, a Foreman le tocó ser el villano mientras Ali se llevaba la gloria. De niño, Foreman estaba muy ocupado huyendo de la Policía y tropezando con la ley como para enterarse de que la miseria y la injusticia le venían no sólo por ser pobre sino también por culpa del color de su piel. En 1968 tenía 19 años cuando agitó una banderita estadounidense al recoger la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de México, ignorando el gesto con que sus compatriotas, Tommie Smith y John Carlos -oro y bronce respectivamente en la prueba de 200 metros lisos- sacrificaron sus carreras al agachar la cabeza y alzar el puño enguantado en el podio: el saludo marcial de los Panteras Negras.
Foreman regresó a los Estados Unidos colgando del cuello el sambenito de traidor a su propia raza. Poco le importaba, porque en poco más de dos años iba a encadenar una impresionante racha de victorias: más de treinta combates en los que únicamente tres púgiles lograron terminar en pie. En enero de 1973, en Kingston, Jamaica, ganó el campeonato mundial al enfrentarse a Joe Frazier, el hombre que había arrebatado a Ali la corona, y dejarlo fuera de juego en el segundo asalto tras derribarlo seis veces. Cuando hizo lo propio en la segunda defensa del título contra Ken Norton (deshaciéndose de la otra gran bestia negra de Ali en menos de cinco minutos), el mundo del pugilismo contuvo el aliento. Estaban ante un titán de más de uno noventa con una pegada terrorífica, un chaval de 25 años malencarado y arrogante, que llevaba 40 victorias consecutivas, 37 de ellas por KO, ningún nulo, ninguna derrota. Por si fuera poco, sus últimos ocho rivales no habían podido pasar del segundo asalto.
Todas las apuestas estaban a su favor a la hora de subir a la lona en el Rumble in the Jungle, aquel histórico combate que convirtió a África por una noche en el centro del mundo. Fue, tal vez, un exceso de hibris lo que colaboró en su monumental caída en Kinsasa frente a un Ali que, mucho antes de subir a la lona, había iniciado un insidioso trabajo de demolición psíquica. En entrevistas y ruedas de prensa lo ridiculizó, lo parodió, burlándose de su lentitud y de su lamentable juego de piernas. Lo bautizó como "la Momia”, lo presentó como el nuevo Tío Tom, el lacayo de los blancos rendido a la bandera de las barras y estrellas mientras que él mismo representaba al enviado de Alá, el guerrero invencible de la raza negra.
Hay un documental maravilloso (When We Were Kings) que ganó el Oscar en 1996 y de Norman Mailer a George Plimpton se han escrito cientos de páginas gloriosas sobre aquella noche mágica en Zaire, pero nadie pudo prever la soberbia lección de pugilismo con la que Ali iba a desmantelar la furiosa carga homicida del campeón, recibiendo una paliza descomunal contra su torso mientras se refugiaba contra las cuerdas. Ocho asaltos después, desarbolado tras una serie de golpes fulminantes, Foreman caía a la lona por primera vez en su vida, girando los brazos como un molino de viento.
En 1977, tras derrotar nuevamente a cinco rivales por KO -entre ellos nada menos que a Joe Frazier- perdió a los puntos contra Jimmy Young en Puerto Rico y en los vestuarios sufrió un desmayo y un amago cardíaco que lo decidieron a colgar los guantes. Estuvo diez años retirado de los cuadriláteros, encontró a Dios y se ordenó reverendo en una iglesia de su tierra natal, Texas. Una década más tarde, con 38 años a las espaldas, la cabeza afeitada y apaciguados los demonios de su furia callejera, regresó al boxeo transformado en un gigantón calvo: una metamorfosis física y espiritual sin parangón en la historia del deporte.
Nadie daba un duro por aquel viejo campeón que apenas movía las piernas y se parapetaba tras una rocosa guardia francesa, que salía por televisión vendiendo barbacoas y ayudaba a los huérfanos. Sin embargo, muy pronto sus rivales comprendieron que no había perdido ni un ápice de su pegada. A la edad en que otros boxeadores se retiran, Foreman emprendió otra fulgurante racha de victorias por KO entre la élite del peso pesado, con derrotas a los puntos ante púgiles tan poderosos como Evander Holyfield y Toni Morrison. En 1994, en Las Vegas, aprovechó que Michael Moorer se envalentonó hasta el punto de meterse en un intercambio de puñetazos suicida en el décimo asalto, para conectar un directo a la mandíbula que dio con el campeón en la lona. Foreman fue hasta su rincón, se arrodilló y se puso a rezar. Era un milagro, la resurrección definitiva de un púgil que a los 45 años recobraba el título mundial de los pesados
Comentarios de nuestros suscriptores/as
¿Quieres comentar?Para ver los comentarios de nuestros suscriptores y suscriptoras, primero tienes que iniciar sesión o registrarte.