ALASKA (eeuu)
Actualizado:Este es uno de los textos de Agua, el número 8 en papel de la revista 5W. Son más de 250 páginas de crónicas, fotografías, ensayos e incluso poemas en torno al agua. Aquí te puedes suscribir a 5W para recibir la revista y disfrutar de todas las ventajas de ser socio/a. También puedes comprar la revista aquí.
Atrapado por la cubierta de hielo del río Tanana, en el interior de Alaska, hiberna un trípode de madera del que nace una cuerda atada a una campana en tierra. Suena una vez al año, apenas unos segundos. Cuando el deshielo irrumpe en la primavera, el trípode se libera de la cárcel que lo congelaba y navega rumbo al mar una vez que ha marcado el registro en un reloj.
Su eco retumba profundo, consecuente, por todo el planeta.
Esa marca-hora-fecha-minuto anotada con exactitud durante 105 mayos y abriles consecutivos —por una apuesta que más tarde explicaré— se erige en testigo del cambio climático y de su aceleración. También de la velocidad a la que nos contradecimos, nos desvinculamos de la realidad y nuestros hijos e hijas se dan cuenta de ello, porque hemos dejado de jugar con nuestro futuro para hipotecar el suyo con una deuda —ilegítima por definición— que pagarán sin haber contraído.
El invierno de 1917 dejó atrapado a un grupo de ingenieros en una orilla del río Tanana, uno de los afluentes del Yukón. Trabajaban en la construcción del ferrocarril que recorre el interior de Alaska, pero cada año, a finales de octubre, el curso fluvial se congela.
Hace más de un siglo eso significaba sentarse a esperar hasta el deshielo para poder moverse por el río, autopista de la época. Era cuestión de tiempo que, para entretenerse durante la solitaria noche ártica, alguien plantease un juego. Quien acertara el día, hora y minuto del deshielo, la libertad para salir de allí, se llevaría los 800 dólares a los que ascendió aquel primer bote.
La apuesta sobre el momento del deshielo ha cumplido más de un siglo. Trasciende la categoría de mera curiosidad. La campana toca a rebato y es grave lo que muestra, ya convertida en apuesta sobre nuestro futuro, en parámetro de medición para los estudiosos del cambio climático, de la catástrofe en la que estamos inmersos —imposible utilizar mejor adjetivo en un texto sobre el deshielo—.
Al mismo tiempo, el dinero se multiplica. El bote anual ya supera los 300.000 dólares. Compramos opciones sobre nuestro final.
"Aquel 14 de abril el deshielo del río Tanana batió todos sus récords. Nunca se había descongelado tan pronto"
Viví en familia en Alaska un año entero. Entre 2018 y 2019. El deshielo del Tanana no me hizo rico por apenas 12 horas. Aposté los tres dólares que costaba el boleto a que el deshielo comenzaría el 14 de abril de 2019 a las 12:30 del mediodía y estuve a punto de acertar.
El trípode de madera navegó río abajo poco antes, esa misma madrugada. La fecha no significaba poco. Aquel 14 de abril el deshielo del río Tanana batió todos sus récords ante nuestros ojos. Nunca se había descongelado tan pronto. Según los datos registrados por la NASA, la fecha media de inicio del deshielo es el 4 de mayo, casi tres semanas después de la fecha de ruptura que pudimos vivir en familia.
Pagué tres dólares esperando ganar 300.000. Recuerdo que a la orilla del río pensé y dije, haciendo gala de mi ausencia de filtro, que era como pagar entrada para tu propia ejecución. Probablemente Sarah me lanzó esa mirada de "cállate, que los asustas" en referencia a los niños, y es probable que yo respondiera que es mejor que lo escuchen de mí que de otros.
Mi hija Selma tenía entonces nueve años. Mi hijo Matis tenía cuatro. Aquel invierno fuimos tantos sábados a comer a Nenana, la aldea de cabañas a orillas del Tanana —patatas fritas con salchicha de reno, sopa de almejas, cerveza fuerte— que mis hijos, a su edad, tuvieron tiempo de sobra para asimilar lo que le sucede al planeta.
El deshielo, sí. Que he contado varias veces en esta y otras revistas. En paralelo y directa a las entrañas, la paradoja.
El deshielo lo conté así y lo reproduzco porque me canso de buscar metáforas nuevas para explicar siempre lo mismo:
"Conducir por Alaska es desplazarse sobre una alfombra arrugada. Subirse a un carrusel. Sentir vértigo al volar sobre el desnivel que irrumpe en la recta. Agarrarse al volante para mantener el equilibrio y no perder el control del vehículo. Las carreteras, rodeadas de árboles borrachos. Caídos. Con las raíces intactas, pero muertos. El mismo gigante que azota la tela de asfalto los succionó y colocó junto a postes de luz torcidos e inseguros. A punto de caerse. Entre lagos ya congelados a comienzos de octubre y moteados por burbujas de metano".
El calor derrite y deforma la capa superficial de tierra congelada, el permafrost. Que libera a su vez el metano retenido en ese hielo mezclado con tierra. El gas huye en forma de burbujas que se acumulan en lagos, desde donde ascienden a la atmósfera, calentándolo y empeorándolo todo una vez más.
El calor derrite y deforma la capa superficial de tierra congelada, el permafrost
Recuerdo que para lograr una buena foto para mostrar que la tierra —el permafrost— se funde, salí varias veces a buscar largas carreteras rectas combadas, en las que la perspectiva permitiera entenderlo a golpe de ojo. También lagos en los que bullían las burbujas sin que volcán ni géiser las calentaran. Es muy impactante a la vista, a la mente.
Selma me acompañaba. Ha crecido entendiéndolo hasta el aburrimiento.
En inglés suena mejor —feedback loop— que en español: retroalimentación en bucle.
Luego seguía con párrafos de este estilo:
"La capa de hielo que cubre el Ártico llega cada año más tarde, cada año se va antes y cada año es más fina. Como la cantidad de agua sobre el planeta es fija, menos hielo en el Ártico durante menos tiempo equivale a más agua, un poquito más caliente, viajando por la atmósfera en forma de humedad fuera de tiempo y lugar y, por tanto, revolucionando todo. Revolucionando, sí, y provocando que cualquier mes que termina sea el más cálido de los meses desde que registramos temperaturas.
Que más tormentas tropicales inunden más en el Caribe hondureño, que provoquen más deslaves de tierra, que más granizo se lleve por delante más agricultura en nuestra huerta ibérica y, en definitiva, que se dispare el registro de más eventos más excepcionales y con mayor intensidad de los que arrinconan a los ecosistemas al callejón sin salida que recorremos con el pie pegado al acelerador".
La paradoja me impide continuar repitiendo algo que ya no me toca, me impele ni me impacta: el deshielo. Por hábito, por comprendido, por mostrado, por narrado hasta la saciedad, deja de ser fin en sí mismo, se convierte en instrumento, en invitación a reflexionar sobre nuestro comportamiento.
¿Qué pueden encontrar más grave y dañino mis hijos —una generación de niños—: el deshielo o ver cómo sus padres y madres clausuramos paso a paso, en tantos de nuestros gestos diarios, alguno de sus futuros posibles, el más sano y equilibrado, y lo hacemos a sabiendas?
Mientras, les retransmiten el colapso en voz alta, incluso llevándolos a visitar el permafrost que queda entre glaciares que desaparecen, infundiéndoles terror ante el futuro y mostrándoles todas nuestras contradicciones.
Yo me repito desde aquellos sábados en familia de nuestro invierno de 2018 en el río Tanana. Y mi hija me lo recrimina: "¿Por qué me cuentas algo y haces lo contrario?"
El consumo de carne incide en la deforestación del Amazonas
Se refiere a cuando le explico que el consumo de carne incide en la deforestación del Amazonas y modifica la cantidad de agua que vuela por la atmósfera, uno de los elementos del cambio climático, y ve que no soy capaz de hacerme vegetariano o sigo diciéndole que quizá a su edad aún necesita comer algo de carne roja.
Se refiere al plástico que me ve usar de vez en cuando. A ese interruptor que no apago. A esa cisterna de la que tiro sin necesidad. A ese viaje en avión. A todo lo que le hemos dicho, que ve y entiende pero respecto a lo cual no actuamos en consecuencia. Como cuando dice que si no dejo de fumar, moriré. Y me pregunta por qué lo hago si lo sé. Somos adictos a sustancias igual que somos adictos a un modo de vida que ya no sirve más. Son jóvenes pero no tontos: han visto los documentales, nos han oído hablar entre nosotros y han escuchado a sus maestros y maestras. Si algo caracteriza a una niña ya preadolescente es la fabulación sobre el futuro. Son muy conscientes de que el suyo pinta mal y de que sus adultos de referencia decimos pero no hacemos.
Decimos lo contrario de lo que hacemos.
Obramos ante ellos sin autoridad.
Nos ha pasado a muchos. Hemos escuchado la pregunta del terror.
Un domingo por la mañana, escuchando un programa cualquiera de radio al que yo no prestaba demasiada atención mientras barría o cocinaba, mi hija me preguntó: "¿Vamos a morir? ¿Qué me espera cuando tenga tu edad?".
No tengo respuesta. Menos aún tesis para defender por escrito. Sufro de una nueva dolencia climática: cansinismo.
Cansinismo: la mezcla entre cansancio y cinismo. En el vacío no existe el sonido. La sordera es consecuencia, en este caso contraintuitiva, del silencio. Callémonos. Llamémonos a silencio. Dejemos de simular sorpresa o preocupación. Seguiremos viviendo nuestras vidas como si no sucediera nada, disfrutando un baño en una playa asturiana a finales de noviembre, rezando el rosario de cuentas de cada COP —van 27 cansinas conferencias sobre el clima recordando que si pecamos nos quemaremos en el infierno, para corregirnos cínicamente después, a golpe de jaculatorias breves, fervorosas. Inútiles.
"Sé a qué suena y cómo retumba el deshielo"
Leo estos días El silencio, un ensayo de David Le Breton. Leí ayer, durante el enésimo ataque de insomnio —todo está vinculado—, una opinión que me representa aún horas después. Dice que las relaciones entre los componentes de un objeto son más importantes que sus respectivos contenidos. Que ante el peso de la estructura, de las relaciones que mantenemos, por ejemplo, entre nosotros y en relación con nuestros hijos, el significado de las palabras es secundario, transparente, irrelevante y lo que queda es la comunicación, la acción, el ejemplo. No quiero plagiar. La idea es de Norbert Wiener, un estudioso de la cibernética, a través de Le Breton. Tan aleatoria como útil.
Me lleva a una emoción clara. Tras un año en familia en el Ártico —lo he visto, sé a qué suena y cómo retumba el deshielo entre las costillas y los bronquios— interpreto el deshielo —mi propia vida, congelando y descongelando éxitos y fracasos— desde el cansinismo. Llamándome a silencio. Si no voy a actuar en consecuencia con la información de la que dispongo, mejor callar. Tan contradictorio como siempre. Y lo afirmo entregando más de 1.800 palabras cuando me pidieron 1.500.
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