Eran, sus nombres, María Zianca y Tomasa de Haedo. Esos sus nombres.
De profesión brujas.
Eran, sus nombres, María Zianca y Tomasa de Haedo, y vivieron en Limpias hace casi trescientos años. Limpias está en Cantabria, justo a orillas del Asón. Cerca, muy cerca, la mar. Laredo, Santoña, Escalante. Hay, en Limpias, casonas solariegas, recuerdos al indiano, un puerto que fue y ya no es del todo. Sitio que recuerda, topónimos con sabor a montaña y monte. Mazagudo, Peregila, El Fresnedal, la Canal de los Pozucos.
Y, en fin, brujas.
Sobre María Zianca hablaron sus vecinos. Dijo, uno, que ella le puso mano en cabeza, y lo maldijo, y que no pudo pegar ojo en un mes. Dijo, otra, que discutió con María, que fue a su casa, que desde el día siguiente tenía el cuerpo como molido, como lleno de moratones y pellizcado, también marcas de mordisqueos y dientes. Llegó Manuela de Helguero, y declaró que tenía verrugas, que pidió consejitos a la Zianca, que ella daba solución. Coge hojas de nogal, llévalas a paraje solitario, que nadie pise. Cuando sequen, secarán también los granos.
Será bruja, dijeron todos.
Y luego llegó Josefa Barreda, y pintó el más impactante testimonio. Que llevó a moler maíz María, y que no quería la molinera moler su maíz, y que ella maldijo diciendo que nada más se moliese. Y, entonces, la piedra saltó, y no manaba polvo amarillo en la tolva, y todos rezaron a santos y ánimas del Purgatorio. Pero aquello no funcionó de nuevo hasta que la bruja volvió al molino, pidieron disculpas, aceptaron su grano, levantó maldiciones.
Y entonces sí.
Seguro que saben lo que sigue. Una vio que se transformaba en gato, a otra le echaron mal de ojo al cerdo y el cerdo murió, la de más allá sufrió malestar tras reclamar pagos por labores de lana, cierto vecino declaró que María estaba maldiciendo a una tercera, que se consumía lentamente. Si hasta al señor párroco acudieron, por dar noticia de maldades y nefandez...
Todo lo dijeron, todo, a los oidores de la Inquisición, claro.
Igual ustedes ya conocen esta historia. Unos señores que van fermentando ideas sobre brujas y brujería en la Europa Medieval. Dos de ellos, frisando Edad Moderna, que escriben algo titulado el Malleus Maleficarum. Se llamaban Heinrich Kramer y Jacob Sprenger. Tenían mucho de chifladez cristiana y bastante más de machismo. Tres de cada cuatro procesados en Europa por ser brujos eran, en realidad, procesadas por ser brujas.
Porque había muchas causas. Las malas cosechas en eso que dicen Pequeña Edad de Hielo. El contraste entre campo y ciudad. Asuntos de clases, incluso la sempiterna primacía religiosa. Pero, sobre todo, hay misoginia, una misoginia incardinada en la misma sociedad, latente y cruel. Vuelvan a leerlo. Tres de cada cuatro... mujeres.
Y fueron mogollón.
Trabajamos, aquí, con los datos que proporciona el (delicioso) Breve viaje por la España de las Brujas, Usos, costumbres, leyendas y realidad, escrito por Javier Prado y Clara Diez, editado bellamente en Sugaar Editorial. Nos dicen, allí, que los datos bailan entre unos estudiosos y otros. Pero una cifra de cincuenta mil muertos en la Edad Moderna tiene bastante aceptación. Cincuenta mil muertes, cincuenta mil ajusticiamientos. Cincuenta y nueve fueron en España. Solo cincuenta y nueve, podríamos pensar.
Pero cincuenta y nueve.
La mayoría, claro, féminas.
Tomasa de Haedo era más joven que María Zianca, pero también vivía sola, también era independiente, también tenía fama brujeril. A Tomasa, incluso, la interpeló el cura Jacobo de Céspedes para que abandonase esa vida pecadora. Y ella, sumisa, dijo que ojalá, pero que las demás brujas la matarían si lo hace. O eso declaró una testigo...
Porque a Tomasa también se le echó encima pesquisidores y tribunales, en el mismo tiempo, en el mismo sitio, que le sucedió a María. Exorcista, es, dijo alguien. Malencarada y maldiciente, declaró otro. Puede ligar a personas estériles, así que nadie dice cosa en contrario, por no provocar maldición. Todos la tenían, allí, por bruja. Si hasta discutió con sus parientes, dime tú si no será cosa del averno.
Así que la encausaron. También a ella.
Digamos que aquella zona pareció, en el lejano siglo XVIII, edén primigenio para hechicerías y brujas, para nuétigas ululantes y gatos que esconden secretos. Hubo una tal María de la Fuente que, incluso, se infiltró en las filas brujeriles. O eso dijo alguien, que no recordaba bien apellidos ni dirección. Buscaron los inquisidores a la tal, pero nada... volatilizada. ¿Ven ustedes? Ellas fueron, que la entregaron al Maligno. Y enarcar de cejas. Hubo, también lo de Rosa Quijano. En Escalante, fue, que está a kilometrucos de Limpias. Santona y curandera. Aprendiz, dijo que fue. Mi maestra, el ama de llaves, sí, la del cura, el cura de Cicero. Potingues, brebajes, infusiones. Y la confesión definitiva. Que existe un libro, un volumen donde se apuntan el nómine de todas las brujas en esta comarca. Que no se puede escribir en sus páginas nada que tenga el signo de la cruz. Que lo guardan en sitio seguro. Que nadie fuera del círculo podrá verlo jamás.
María Zianca y Tomasa de Ahedo no eran brujas. O no eran brujas si entendemos como brujas aquellas que hacen brujerías, maleficios, mesmerización, taumaturgia.
Qué va.
María Zianca y Tomasa de Ahedo eran, en primer lugar, dos mujeres. Dos mujeres que vivían solas, que eran viudas, que tenían sus cabañas (humildes, imaginas chirriantes de invernal, con regañón colándose entre tablas) lejos del núcleo de casas. Aislamiento físico y psíquico. Trajinaban con sus animales, conocían, seguramente, remedios que da el bosque para enfermedad y afección. Recetaban la espantadiablos, la infusión de artemisa, corteza del salci contra los dolores, pomadas de saúco si sufriste quemaduras También, sí, ruda y verbena por tálamos y alfeizares. Miembros útiles para la comunidad, ven. A veces como ayuda, a veces cual espita para descargar histerismos. María Zianca y Tomasa de Ahedo cayeron bajo el mirar de la Inquisición mitad por sus actividades propias y mitad por calmar ánimos, por disminuir sensibilidades. Histeria popular, encono de inquietudes. Aquello amenazaba con subir hasta dimensión política, y el poder nunca quiere que haya dimensión política en los enfados.
Así que... dos mujeres. Solas. Aisladas.
Leerte los legajos inquisitoriales siempre es proceso que fascina. Por el lenguaje, por la asepsia describiendo horrores y mitos, por la minuciosidad. Pero leer procesos seguidos contra brujas en el siglo XVIII (en las Luces, en la Ilustración) suma elementos de sorpresa. Porque, ahí, pareciera que los menos crédulos son inquisidores. En un espacio rural de sospechas y añagazas, de supersticiones y sincretismos solo lejanamente cristianos, eran ellos (oh, paradoja) quienes traían rigor y racionalidad al asunto. Oiga, ¿y usted cómo sabe que sus moretones eran maldición de bruja y no golpes del campo? Pues, mire, ni idea. O, también, oiga, ¿vio a la bruja transformarse en gatito? Pues, mire, no la vi, pero se movían iguales. El molino al que le salta la piedra y, tras limpia, vuelve a funcionar. Las parejas aparentemente estériles que conciben de manera milagrosa (den una vuelta al asunto). Y maldiciones, ¿hay algo que pruebe su origen? Pues ahora que me lo comenta...
Lo que decíamos, luz entre brumas.
Paradojas.
Vamos con más. Paradojas, digo. Porque ustedes habrán oído (y leído) mucho sobre las brujas, sobre mujeres que viven en el mal, sobre súcubos y etcéteras. Pero ellos... ay, ellos de rositas. Ellos, los sacerdotes. Los guardianes de la sicalipsis.
Buceando archivos inquisitoriales encuentras varios. En Cantabria, digo. Por las Caldas hubo uno que excedía detalles en las confesiones, que mordía la lengua a sus feligresas (por perdonar mejor pecados), que gustaba de manosear más allá de celosías. O el de Molledo, que yació con la mitad del valle, convenciendo a sus coyacentes de que aquello no era pecaminoso, porque él leyó la Biblia al completo y no salía que fuese pecaminoso, y que, además, como lo que practicaba era el asunto sodomítico, pues menos pecaminoso aun. O el fraile dominico de Santillana, ese que exigía "los nombres en castellano" de cuanta situación carnal le dijesen sus feligresas.
Confesión de pecadillos, a veces. Descarada violencia sexual, otras.
Seguro que de ellos no escucharon. Y los hubo, vaya si los hubo.
María Zianca y Tomasa de Ahedo tuvieron suertes distintas. Ambas clamaron por su inocencia, ambas dijeron que eran víctimas de prejuicios y marginaciones. Ambas, también, juraron ser hidalgas por sangre, con la exigencia (y los sobreentendidos) que ello trae. Pasa que eso sirvió a María, seguramente porque estuvo, dicen las crónicas, humilde y modesta en tribunal, y eso gusta mucho a los jueces, ya saben. Pero Tomasa afrontó trago con otros aires. Orgullosa, desafió, malas contestaciones. ¿Bruja? No, bruja no soy, pero ya me están tocando ustedes las narices. Se fugó de un hospital a donde la habían llevado por prescripción médica, pero duró poco el asunto. "Me importa poco este edicto de la Inquisición, porque lo estimo tanto como a la tierra que piso", llegó a decir. Es poco cristiana, tiene escasa prudencia, gusta de engañar, posee la mala costumbre de jurar y maldecir, decían los jueces. Así que...
Pero bruja no.
Se perdieron las suertes que sufrió Tomasa. Se perdieron, como tantas otras. Hubo, quizá, penitencias espirituales de cumplimiento público (vamos, castigo ante todo el vecindario), quizá encierro en espacio religioso para reconvertir pecaminosa alma. Quién sabe. Era expío por ser mujer, por vivir sola, por quedarse viuda, por no compartir sociedades y creencias.
Sucedió a tantas.
Pero brujas no.
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