madrid
Actualizado:Tenía 11 años la primera vez que fue al colegio. También recuerda que hizo la primera comunión en una tienda de campaña y tiene grabado a fuego lo que le decía su padre a él y a su hermano en aquellos montes de Toledo, en los que trabajaba con mulas y bueyes en campos ajenos, tras las jornadas de caza mayor: "No aparezcáis por aquí mientras estén los señoritos". Y eso no se le olvidará nunca a Isidro López, que hoy es "un hombre profundamente de izquierdas", creador de las tiendas de Bikila que podrían representar un imperio.
Suman 19 en toda España, el perfecto homenaje a un negocio que nació desde lo más elemental. Fue en el año 1988, cuando abría la primera tienda en la Avenida Donostiarra de Madrid. Tenía 35 metros cuadrados y era su mujer la que estaba cara al público. "De hecho, la tienda estaba pensada para que ella dejase su trabajo de administrativa en unos talleres y tuviese más tiempo para los niños, la posibilidad de un horario mejor".
Hoy, sus cuatro hijos están integrados en un negocio que hace 29 años arrancó con más timidez. "Yo seguía trabajando de profesor de historia y latín en la Fundación Caldeiro", explica Isidro, cuyos planes cambiaron de sitio dos años después. "El negocio creció tanto que tuve que dejar la enseñanza y esa fue una de las decisiones más duras de mi vida". Pero la realidad es que hoy, casi tres décadas después, ahí sigue: no importa que tenga 65 años ni que haya días en los que la nostalgia de su mujer, fallecida de un cáncer cerebral en 2012, le haga pedazos.
No importa, porque aún sigue fiel a sus orígenes, la de un hombre cuya ideología esta marcada absolutamente por su infancia en la que iba a todas partes descalzo: no tenían casi nada y lo tenían casi todo. "Nunca me ha obsesionado el negocio", señala hoy. "Sí me ha obsesionado el miedo a que pudiese fracasar. Nunca sabes si la gente va a responder con arreglo a las deudas que contraes con las marcas con seis meses de antelación. Al principio, no sabes si el público puede darte la espalda y barrerte del mapa".
Sin embargo, son ya 29 años de vida en los que el éxito apareció sin ninguna formación. "No tenía otro aprendizaje que el de mi padre, que se dedicaba a tratos de compra venta de ganado, a arrendar tierras..., porque, en realidad, él era analfabeto. Hasta los once años nunca nos llevó al colegio y recuerdo que entonces nos sentíamos acomplejados. Eramos siete hermanos, que podíamos tener habilidades y destrezas manuales; que podíamos trepar árboles o correr descalzos y que éramos capaces de diferenciar al vuelo toda clase de aves y pájaros. Pero estudiar, estudiar, en realidad, eso era otra historia". Y entonces Isidro descubrió que debía hacerlo rápido entre otras razones para curar esos complejos. Y fue a los 18 años cuando su vida iba a cambiar para siempre. El viaje de un verano capaz de enterrar prejuicios y de relacionarle con otros mundos.
"Suspendi francés y me fui a Bélgica. Tenía ánimo de aventura. Me gustaban los libros de caballerías y fui con el ánimo de hacer méritos. Trabajé en un hospital para chicos con deficiencias mentales", recuerda hoy sin los complejos que podía tener entonces. "Yo era un chico muy joven al que si le preguntaban si estaba a favor de Franco o si era comunista no sabía contestar porque realmente no sabía lo que era eso. Conocía el mundo franquista de los pueblos. No conocía más, pero entonces me di cuenta de que necesitaba conocer mucho más y de que no valía ser como era. Y entonces me puse a estudiar como un loco".
La prueba es que años después se licenció en historia medieval en Madrid. "El viaje a Bélgica de donde, por cierto, volví en autostop me cambió para siempre. Hasta entonces yo era un joven presumido que vestía chaqueta, corbata y camisa blanca. Sin embargo, a partir de ahí, empecé a vestir al estilo del mundo estudiantil, bohemio, rebelde, protestón".
Hoy, Isidro tal vez sea un reflejo de aquel joven que envió su currículum por carta a todos los colegios privados e institutos de Madrid. "Fue a través de un anuncio en el Diario 'Ya' lo que provocó que me llamasen de la Fundación Caldeiro, porque yo no tenía padrinos ni los tuve nunca". De ahí el valor de lo logrado por este hombre, que iba a tener cuatro hijos cuyas primeras andazas se vivieron en un piso de alquiler de 38 metros cuadrados, "que, a pesar de todo, no se nos hacía pequeño.
Si en una roulotte se puede estar cómodo, también lo podíamos estar en un piso de ese tamaño. La clave estaba en los muebles plegables. Quizás por eso hoy no me parece real escuchar que cada niño necesita su propia habitación. No estoy de acuerdo". Hasta los 43 años, Isidro nunca tuvo su propia casa. "Siempre que iba a comprar una me parecía que los precios habían subido". Y, en todo caso, fue una cuestión de prioridades porque antes de la casa vino la apertura de la tienda en la Avenida Donostiarra. "Tenía la idea de que de una tienda puede salir una casa. Pero de una casa no puede salir una tienda".
La intuición jugó un papel importante. "Yo era corredor de maratón y veía que la gente estaba muy mal calzada y carecía de idea del entrenamiento". La hoja de ruta del sacrificio ya estaba en su poder. "Entre la academia, en la que estaba en el barrio de El Pilar, y el colegio había días que daba diez horas de clase". Y, de repente, apareció el negocio que iba a tener un efecto descomunal. "La realidad es que creció de manera natural, de la misma manera que crecen los hijos, y en diciembre de 1990 tuve que tomar una de las decisiones más duras de mi vida, la de dejar la enseñanza. Supongo que entonces me ayudó la naturaleza con la que estaba concebida la tienda, que quise organizar siguiendo el mismo criterio de las bibliotecas. Cada cliente era como un alumno. Sabíamos como entrenaba o como evolucionaba. Teníamos la posibilidad de orientarles. Por eso siempre digo que la tienda nació con vocación de servicio más que como un instrumento para la riqueza. Prefería ser auténtico y siempre pensaba en como lo hubiera hecho mi padre. Es más, todavía lo pienso y me acuerdo de él en la compra venta de ganado. No lo olvidaré nunca".
Hoy, son 19 tiendas de Bikila en toda España, 7 franquiciadas, 33 empleados en nómina y todo ello bajo la responsabilidad de Isidro López. "Pero yo no soy empresario", desmiente. "No tengo formación. No reúno ese perfil de jefe y, por lo tanto, no ambiciono lo que no puedo ser. Soy un compañero más que nunca levantó una voz a un empleado".
El día de la apertura en 1988 se vendieron 13.123 pesetas y ahora, en los mejores días, "se puede llegar a hacer una caja entre 3.000 y 3.500 euros. Pero no es fácil: todas las tiendas están en crisis y el comercio minorista del running no se sale de esa crisis".
La pelea está en mantener los mismos valores que el primer día y en perpetuar el recuerdo de su mujer, que falleció de cáncer cerebral hace cinco años. "Sin ella no hubiera podido hacer nada". El orgullo era compartido y la felicidad innata. "La conocí a los quince años y no hay nadie que pueda sustituirla. Ni siquiera los hijos. Una mujer no la puedes sustituir por los hijos. No sería justo pedirles eso".
De ahí que Isidro ya dude de su felicidad. "Sin ella, no puedo ser feliz". Porque, además, el día de su muerte no sólo perdió a su mujer. También a su mano derecha. "Yo nunca llevaba dinero ni tarjetas. Siempre he sido un hombre de letras. Era el que negociaba, sí, inspirado en el recuerdo de mi padre, pero la que sabía de cuentas era ella y cuando pensaba en abrir una nueva tienda la preguntaba, podemos o no podemos. Bastaba que me dijera que sí para seguir adelante. Pero ahora ya no está ella, claro".
En realidad, es el peso del recuerdo o de la nostalgia que no tiene medida. "Cuando era profesor era más feliz que ahora. No tenía tanta presión". Pero así es la vida tal vez porque no hay vidas perfectas.
A los 65 años, Isidro representa el éxito que nació de la nada, imposible prácticamente de pronosticar en aquellos montes de Toledo.
Hoy, tiene su casa en Seseña y, sobre todo, por las noches, en el viaje de regreso a casa, donde ahora habita la soledad, su cabeza mezcla pasado y presente, el monte y la ciudad, el niño que trepaba a los árboles con el hombre de hoy. Un emprendedor sin deseos de grandeza que, 29 años después, casi es como un mito, él y su tienda, Bikila, cuyo nombre rinde homenaje al atleta que ganó corriendo descalzo el maratón de los Juegos Olímpicos de Roma 1960.
Quizás porque la vida es como le decía Isidro a sus alumnos en la Fundación Caldeiro y ahora no deja de repetirle a sus hijos e, incluso, a sus nietos. "Nunca se sabe lo que pasará mañana ". Y si hay alguna duda siempre nos quedará la nostalgia de ayer. Hasta esa bicicleta con la que se atrevía a cruzar la M-30 para ir a trabajar.
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