Opinión
No hay millonario bueno y otras verdades de perogrullo


Por Pablo Batalla
Periodista
Hoy parece increíble, pero Elon Musk era votante y financiador del Partido Demócrata. Nada excepcional, sino lo habitual entre los magnates del silicio, habitantes de la libertaria California, la naturaleza de cuyo ramo, ese Internet que un día fue promesa de hermandad universal, también los hacía propensos a la sensibilidad progresista. Musk, que ahora hace el saludo nazi en la toma de posesión de Donald Trump, es el ejemplo más aberrante de cómo eso está cambiando, y Silicon Valley va tomando forma de una colección de oligarcas trumpistas, seducidos por las promesas randianas de un caudillo multimillonario cuya preocupación nunca fueron —hacía falta ser olímpicamente imbécil para creerlo— los rudos proletarios del Rust Belt, sino la tasa de ganancia de los suyos. Incluso a Bill Gates, que pasaba por ser el nabab más honestamente humanitario de los Estados Unidos, se le escuchan ya incipientes palabras amables para el anaranjado Duce de la Trump Tower.
No hay millonario bueno: he aquí una verdad de perogrullo, pero que conviene repetir, porque todos conocemos a alguien, si es que no lo hemos sido nosotros mismos, a quien le cuesta considerar enemigos a oligarcas como Amancio Ortega, cuando se ponen dadivosos. La dádiva es la cara B de la voracidad saqueadora tras la cual se produce, por la cual es posible, y al servicio de la cual se pone de hecho; un mecanismo de blanqueamiento y publicidad que, en última instancia, lo que persigue es lucrarse todavía más. Esto también es de perogrullo, pero de un perogrullo de cuadernillo de educación popular marxista de Marta Harnecker, que esos mismos empresarios han trabajado fuerte por nublar. Lo hacen siempre, cada uno a su escala.
En el pueblo en el que este columnista vive, es auténtica devoción la que se le guarda a un general franquista cuyo botín de guerra fue el embalse cercano, y que en años posteriores a la Victoria dejó el recuerdo de un hombre caritativo, desprendido con los lugareños y sus hijos, que cabildeó para que el teléfono y el agua corriente llegara al pueblo, y en Navidad daba una merienda y zapatos a los zagales. Pero primero había pedido sumarse, estando en la reserva, a la legión de apandadores que también eran los golpistas del treinta y seis, condotieros de una formidable acumulación de capital a costa de los empresarios republicanos desvalijados y de los trabajadores convertidos en mano de obra cautiva; mafioso pillaje que nunca fue resarcido y hoy está detrás de todos esos «casa fundada en 1939» en cuyas placas doradas no se cuenta que el bisabuelo mató a gente y tuvo esclavos.
No hay fortuna honesta, no hay riqueza que se apareje a valores amables que no vaya a correr a adoptar los sanguinarios en el instante que les convenga. No existiría La lista de Schindler si los Oskar Schindler dispuestos a arruinarse en pos de un compromiso humanista en días caníbales fueran lo normal. De hecho, no hubiera existido el nazismo.
El Capital tiene su agenda. Una agenda que —esto también conviene recordarlo siempre, para no caer por la pendiente tenebrosa del conspiracionismo— no es única, no es monolítica, no se pergeña en oscuros aquelarres del Club Bilderberg, sino que es un camino que se hace al andar, improvisado a través de las laderas del interés y la lógica, de maneras predecibles pero no vaticinables con minuciosidad. El Trabajo debe tener la suya propia, armada del mismo modo improvisado y lógico. En nuestro caso, no se trata, no debe tratarse, de caer en un marxismo vulgar o un obrerismo de los veinte duros, que tienda a considerar la diversidad una trampa; pero algo vulgares tenemos que ser, porque muy vulgar es lo que tenemos enfrente, esa oligarquía retornada al raterismo más ramplón y desorejado. Gloriosamente vulgar como una patada voladora de Éric Cantona debe ser el odio que les profesemos, sin que lo sea el mundo que construyamos después de su derrota.
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